Rogan lo miró con frialdad.
—No sé de qué demonios me habla, pero permita que le dé un consejo: no se interponga en mi camino, porque lo aplastaré. Además, usted no puede hacerme absolutamente nada. Tengo contactos en el Pentágono. Les interesan mucho más mis nuevos ordenadores que cualquier mierda que usted pueda aportar sobre una miserable célula de espionaje.
Bailey lo miró como reflexionando y luego advirtió:
—Está bien, a usted no podemos hacerle nada, pero ¿y la chica? —Rosalie permanecía sentada en el diván—. A ella podríamos causarle algún inconveniente. ¿Qué digo?, una simple llamada telefónica y le aseguro que ya no le vuelve a ver el pelo.
—¿De qué coño está hablando?
La cara angulosa de Bailey adoptó una expresión de fingida sorpresa.
—¿Ella no se lo ha contado? Hace seis meses, se fugó de un manicomio a orillas del Nordsee. La ingresaron en 1950 con un diagnóstico de esquizofrenia. Todavía la están buscando, aunque tampoco es que se esfuercen demasiado. Bastará con una llamada para que la policía venga a buscarla. Recuérdelo. —Bailey hizo una pausa y luego, muy despacio, añadió—: Cuando ya no necesitemos a esos dos tipejos, lo avisaré. ¿Por qué no se los salta y va a por el resto de la lista?
—Porque desconozco la identidad de los otros tres. Cuento con que eso me lo revelen los Freisling.
Bailey meneó la cabeza.
—Ese par jamás hablará, a menos que les valga la pena. Son duros de pelar. Déjelos en nuestras manos.
—No —dijo Rogan—. Tengo un método infalible. Haré que hablen y, después, se los dejo a ustedes.
—Miente, señor Rogan. Sé cómo nos los va a dejar. —Adelantó la mano para estrechar la de Rogan—. Ya he cumplido con mi deber oficial, pero después de leer su dossier no puedo sino desearle suerte. Ojo con esos Freisling; son un par de astutos hijos de puta.
Una vez se hubieron marchado Bailey y su mudo acompañante, Rogan encaró a Rosalie. —¿Es verdad lo que han dicho de ti?
Rosalie se incorporó con las manos entrelazadas sobre el regazo y, mirando fijamente a Rogan, respondió: —Sí.
Aquella noche no salieron. Rogan hizo que subieran comida y champán a la habitación y, en cuanto terminaron de cenar, fueron a acostarse. Rosalie acunó la cabeza en el hombro de él y dio unas caladas al cigarrillo que Rogan había encendido.
—¿Tengo que explicártelo? —preguntó.
—Como quieras —dijo Rogan—. Eso no cambiará nada, y me refiero a tu enfermedad.
—Ahora estoy bien —observó ella.
Rogan la besó con dulzura.
—Ya lo sé.
—Quiero contártelo —dijo Rosalie—. Puede que dejes de quererme, pero necesito hacerlo.
—No tiene importancia, en serio —insistió Rogan. Rosalie estiró el brazo para apagar la lámpara de la mesita de noche. A oscuras, podría hablar con más libertad...
Cuánto lloró aquel terrible día de la primavera de 1945. El mundo se derrumbaba cuando ella era apenas una soñadora adolescente de catorce años. El gran dragón de la guerra se la había llevado consigo.
Salió de casa temprano para ir al huerto que la familia había aniquilado en Hesse, a las afueras de Bublingshausen. Más tarde, trabajaba con la pala cuando una sombra enorme cubrió la tierra oscura. Al levantar la cabeza, vio que una inmensa flota de aviones tapaba el sol y, a continuación, oyó el tronar de las bombas que llovían sobre las fábricas de productos ópticos de Wetzlar. Luego, las bombas rebosaron como el agua de un vaso y alcanzaron su indefenso pueblo medieval. La chica, aterrorizada, sepultó la cara en la tierra blanda mientras todo el suelo se estremecía violentamente. Cuando el cielo dejó de rugir y la sombra se apartó del sol, la muchacha regresó al centro de Bublingshausen.
Estaba en llamas. Las casas, como juguetes a los que un niño depravado hubiese prendido fuego, iban quedando reducidas a ceniza. Rosalie corrió por las floridas calles que tan bien conocía, esquivando escombros humeantes, pensando que todo era un sueño: ¿cómo podían desvanecerse tan deprisa los edificios que había visto toda la vida?
Entonces torció por la calle que llevaba a su casa, en el Hintergasse, y lo que vio fue una hilera de habitaciones desnudas, unas sobre otras. Fue algo mágico ver las casas de sus vecinos y amigos sin paredes que las protegieran: dormitorios, comedores... como una casa de muñecas o el decorado de una obra teatral. Y allí estaba también la alcoba de su madre, y la cocina de la casa donde había vivido aquellos catorce años.
Rosalie se topó con una montaña de escombros al aproximarse a la entrada. En la inmensa pila de ladrillos pulverizados, sobresalían los botines marrones y las piernas con el pantalón a cuadros de su padre. Vio más cuerpos cubiertos de un polvo rojo y blanco; y fue entonces cuando descubrió un brazo solitario que señalaba al cielo en muda agonía, con una sortija de oro trenzado en un dedo gris: era el anillo de boda de su madre.
Aturdida, Rosalie se dejó caer sobre los escombros. No sentía dolor, no sentía pena: sólo un extraño entumecimiento. Transcurrieron las horas. Anochecía cuando oyó un rumor de acero sobre piedra desmenuzada. Alzó la cabeza y divisó una hilera de tanques americanos que atravesaba lo que quedaba del pueblo. Dejaron atrás Bublingshausen y volvió a reinar el silencio. Al poco rato, pasó un camión militar con capota de lona; se detuvo, y un soldado americano saltó del asiento del conductor. Era muy joven, rubio, de cara lozana. Se acercó a Rosalie y le dijo, en mal alemán:
—¡Eh!,
liebchen,
¿te vienes con nosotros?
Como no había ya nada que hacer, como la gente a quien quería había muerto y el huerto donde había estado trabajando tardaría meses en dar fruto, Rosalie se subió al camión.
No se detuvieron hasta la noche. Entonces el soldado rubio la llevó a la trasera del vehículo, le dijo que se acostara sobre unas mantas del ejército y se arrodilló a su lado. Abrió una caja de color verde y le ofreció un trozo de queso duro y un poco de chocolate. Después, se estiró a su lado.
El cuerpo de aquel soldado despedía calor, y Rosalie sabía que, mientras pudiera sentir esa calidez, no moriría, no acabaría tragada por una humeante pila de ladrillos destrozados como la que ahora sepultaba a sus padres. Y, cuando el soldado se arrimó a ella y Rosalie sintió la presión de aquella carne dura en el muslo, se dejó hacer. Luego el soldado la dejó acurrucada sobre las mantas, pasó a la cabina y arrancó.
El camión se detenía por la noche, y más soldados entraban en la parte de atrás y se acostaban con ella sobre las mantas. Rosalie fingía dormir y se dejaba hacer. Por la mañana, se ponían otra vez en marcha; y así, hasta que por fin pararon en el centro de una gran ciudad en ruinas.
El aire era muy frío y Rosalie notó la humedad del norte. Sin embargo, aunque había leído cosas sobre Bremen en la escuela, no reconoció la famosa ciudad mercantil en aquel inmenso erial de edificios bombardeados.
El soldado rubio la ayudó a bajar del camión y la llevó a un edificio cuya planta baja estaba milagrosamente intacta. La hizo entrar en un salón comedor atestado de pertrechos militares donde había una estufa negra encendida. En un rincón había una cama, y le ordenó que se tumbara. «Me llamo Roy», dijo el soldado. Y luego se puso encima de ella.
Rosalie pasó las tres semanas siguientes en aquella cama. Roy colocó unas mantas a modo de cortinas para convertir aquel rincón en un espacio privado. Después, Rosalie recibió a toda una procesión de hombres sin rostro que la penetraron. No le importó. Estaba viva y no pasaba frío; mejor que muerta y tiesa bajo los escombros.
Al otro lado de la manta-cortina oía carcajadas masculinas, oía a los hombres jugar a las cartas y el tintineo de vasos y botellas. Cuando se marchaba un soldado y otro ocupaba su lugar, ella siempre lo recibía con una sonrisa y los brazos abiertos. En cierta ocasión, uno asomó la cabeza a la improvisada alcoba y soltó un silbido de admiración. A los catorce años de edad, Rosalie ya era una mujer completamente desarrollada.
Los soldados la trataban como a una reina. Le llevaban comida en abundancia, alimentos que ella no había probado desde antes de la guerra. Y toda aquella comida parecía dotar su cuerpo de una pasión infatigable. Era un verdadero tesoro de amor, y ellos la mimaban tanto como usaban su cuerpo para desahogarse. Un día, Roy, el soldado que la había recogido, le dijo preocupado: «Oye, nena, ¿quieres dormir un poco? Echaré a todo el mundo.» Pero Rosalie negó con la cabeza. Y es que, mientras fueran entrando y saliendo soldados sin rostro, ella podría creer que todo era un sueño: la carne dura, los pantalones a cuadros de su padre sobresaliendo de la pila de escombros, la mano con el anillo de boda señalando al cielo. Así, todo eso nunca sería verdad.
Pero un día llegaron otros soldados; casco blanco y pistola a la cadera. Le ordenaron que se vistiera y la condujeron hasta un camión donde ya había otras muchas chicas, unas haciendo broma, otras llorando. Rosalie debió de desmayarse una vez dentro, pues lo siguiente que vio fue que estaba en un hospital. Borroso y como muy lejano, vio que un hombre de blanco la miraba fijamente. Bajo la bata, llevaba un uniforme militar norteamericano.
Estirada en la fresca cama blanca oyó decir al doctor:
—Así que ésta es la que lo tiene todo. Y, además, embarazada. Habrá que practicarle un aborto. Entre la penicilina y la fiebre, han matado al feto. ¡Lástima! Es una chica preciosa.
Rosalie se rió. Sabía que era un sueño, que todavía estaba junto al huerto a las afueras del pueblo, esperando volver a casa. Quizás habrían recibido carta de su hermano mayor, que estaba en el frente oriental. Pero el sueño tardaba mucho en terminar. Y ahora estaba asustada, el sueño era demasiado horrible. Rompió a llorar, hasta que, por fin, despertó del todo
Había dos médicos junto a su cama; uno alemán, y el otro, americano. Este último sonrió.
—Bueno, jovencita. Esta vez te has salvado por muy poco. ¿Puedes hablar?
Rosalie asintió.
—¿Sabes que has mandado a cincuenta soldados americanos al hospital con enfermedades venéreas? Has causado más estragos que todo un regimiento nazi. Bien, dime: ¿has mantenido relaciones con soldados en alguna otra parte?
El médico alemán le tradujo. Rosalie se acodó en la cama, cubriéndose pudorosamente los pechos con el otro brazo, y preguntó muy seria:
—Entonces ¿no era un sueño? —Al ver la cara de perplejidad del médico, se echó a llorar—. Quiero ir con mi madre, quiero volver a casa. Quiero volver a Bublingshausen.
Cuatro días después, la ingresaban en el manicomio del Nordsee.
En la oscuridad de la habitación del hotel berlinés, Rogan la atrajo hacia sí. Ahora entendía el porqué de su inexpresividad emocional, de su aparente falta de valores morales.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí —contestó ella—. Ahora, sí.
Al día siguiente, Rogan se desplazó en el Mercedes hasta la gasolinera de los Freisling y les pidió que hicieran varias modificaciones en la carrocería. En concreto, quería que el enorme maletero fuese completamente hermético. Mientras los operarios se ponían manos a la obra, Rogan se compinchó con los dos hermanos, les habló de su trabajo y de que su empresa buscaba la oportunidad de vender sus ideas a los países del Telón de Acero.
—Legalmente, por supuesto —añadió Rogan, en un tono de voz que daba a entender justo lo contrario: que aceptaría de buen grado un chanchullo que diese dinero.
Los Freisling le sonrieron con cara de captar el mensaje. Luego le hicieron preguntas más específicas sobre su trabajo y, finalmente, le propusieron ir con ellos de visita turística a Berlín Este. A Rogan le encantó la idea.
—Claro que sí —contestó, metiéndoles prisa.
Pero ellos sonrieron, diciendo:
—Langsam, langsam.
¡Calma, calma!
Habían visto varias veces a Rosalie con él, y estaba claro que les gustaba mucho. Un día, cuando Rogan salió del despacho tras pagar una factura, se encontró con que Eric Freisling hablaba muy serio con ella, la cabeza metida por la ventanilla del Mercedes. Cuando arrancaron, Rogan le preguntó a Rosalie:
—¿Qué te decía ése?
Rosalie respondió, impasible:
—Quería que me acostara con él y que te espiara.
Rogan guardó silencio. Luego, mientras aparcaban frente al hotel, ella inquirió:
—¿Cuál de los dos era el que hablaba conmigo? ¿Cómo se llama?
—Eric —respondió Rogan.
—Pues, cuando los mates —repuso ella con una encantadora sonrisa—, deja que te eche una mano con ese Eric.
Rogan pasó el día siguiente haciendo sus propias modificaciones en el Mercedes, y el resto de la semana lo dedicó a recorrer Berlín en coche mientras urdía sus planes. ¿Cómo conseguiría que los Freisling le dieran los nombres de los tres que faltaban? Un día, pasó frente al enorme aparcamiento contiguo a la principal estación de ferrocarril de la ciudad. Allí había millares de coches aparcados. Rogan sonrió: el cementerio perfecto.
Para crear la imagen de que era un derrochador con gustos vulgares —cosa que, a la vez, podía dar a entender una corruptibilidad moral—, Rogan llevó a Rosalie a los clubes nocturnos más caros y de peor fama. Sabía que los hermanos Freisling, y quizás incluso el aparato de contraespionaje alemán oriental, estarían vigilándolo.
Cuando los Freisling les organizaron la visita turística a Berlín Este, Rogan esperaba que el contacto se produjera entonces. Llevaba en el bolsillo unos planos de ordenador para vender, pero no hubo contacto. Vieron el búnker de hormigón donde Hitler había muerto. Los rusos intentaron volarlo; sin embargo, los muros eran tan gruesos y estaban tan compactados a base de cemento y acero, que no fue posible destruirlos. El histórico refugio antibombas que había presenciado el suicidio del loco más temido de todos los tiempos era ahora un montículo en medio de un gran parque infantil.
Siguieron paseando por el barrio conocido como Hansa, salpicado de enormes bloques de pisos de color gris y diseño vanguardista, y les causó rechazo la visión de uno de los nuevos caprichos arquitectónicos del complejo. Todas las tuberías y los conductos para desperdicios, aguas residuales, etc., terminaban en un gigantesco edificio de cristal donde quedaban a la vista y formaban una especie de nido de perniciosas serpientes metálicas. Rosalie se estremeció.
—Volvamos a casa —sugirió. El nuevo mundo le gustaba tan poco como el viejo.