Consiguió empleo en una de las grandes compañías de seguros. El trabajo consistía básicamente en analizar estadísticas; pero, para gran sorpresa suya, Rogan descubrió que aquello resultaba muy difícil. No conseguía concentrarse. Fue despedido por incompetente, una humillación que lo afectó tanto física como psicológicamente. Eso también hizo que aumentara su desconfianza hacia los demás. ¿Cómo se atrevían a ponerlo de patitas en la calle después de haberse jugado, literalmente, la vida para salvarles el pellejo durante la guerra?
Luego entró a trabajar como funcionario en la Administración de Veteranos, con sede en Nueva York. Le concedieron el grado GS-3, con un salario de sesenta dólares semanales por realizar la sencillísima tarea de archivar y clasificar. Había millones de expedientes sobre los nuevos veteranos que habían combatido en la Segunda Guerra Mundial, y a raíz de ello Rogan empezó a pensar en los ordenadores. Pero su cerebro aún tardaría dos años más en manejar cómodamente las complejas fórmulas matemáticas que requerían dichos sistemas informáticos.
Llevaba una vida muy aburrida en la gran ciudad. Con lo que ganaba a la semana, apenas tenía para cubrir gastos como el alquiler del pequeño apartamento amueblado cerca de Greenwich Village, la comida congelada y el whisky. Este último lo necesitaba para emborracharse y no soñar por las noches.
Después de una jornada laboral archivando monótonos documentos, volvía a su pobre apartamento y se calentaba cualquier bazofia congelada. Luego bebía media botella de whisky y se estiraba en la cama sin hacer, a veces con la ropa puesta, sumido en un sopor etílico. Aun así, seguía teniendo pesadillas. Pero la realidad había sido mucho peor.
En el Palacio de Justicia muniqués lo habían despojado de su dignidad. Le habían hecho lo que los chavales quisieron hacerle cuando tenía trece años, el equivalente rudo y adulto de quitarle los pantalones y colgarlos de una farola. Habían echado laxantes a su comida, lo cual, sumado al miedo y a eso que ellos llamaban «gachas de avena» por la mañana y guiso por la noche, le había revuelto los intestinos; expulsaba lo que comía al momento, sin haberlo digerido. Cuando cada día lo sacaban de la celda para interrogarlo ante la mesa larga, notaba que los fondillos del pantalón se le pegaban al trasero. Apestaba. Sin embargo, lo peor de todo era ver las crueles sonrisitas en sus interrogadores. Sentía la vergüenza de un niño pequeño. Y no sabía por qué, pero aquello hacía que se sintiera más próximo a los siete hombres que se deleitaban en torturarlo.
Ahora, pasados los años y a solas en su apartamento, revivía la vejación física a la que había sido sometido. Era tímido y apenas salía del apartamento, como tampoco aceptaba invitaciones a fiestas. Conoció a una chica que trabajaba de empleada en su mismo edificio y, con un tremendo esfuerzo de voluntad, se obligó a reaccionar al obvio interés de ella. Un día, mientras cenaban en el apartamento de Rogan, la chica dejó entrever que su intención era pasar allí la noche. Sin embargo, cuando se acostaron, Rogan descubrió que era impotente.
Unas semanas después de esto, lo llamaron de la oficina de personal. Su supervisor era un veterano de la Segunda Guerra Mundial que, por tener treinta empleados a su cargo, se creía superior a ellos. Tratando de ser amable con Rogan, le dijo:
—Puede que, ahora mismo, este trabajo le resulte demasiado complicado; tal vez debería realizar alguna tarea de tipo físico, como encargarse del ascensor, ¿me comprende usted?
El mero hecho de que hubiera dicho aquello con buena intención hizo que Rogan se lo tomara aún peor. Como veterano inválido, tenía derecho a impugnar su despido. El jefe de personal le aconsejó que no lo hiciera.
—Podemos demostrar que no está usted a la altura de este trabajo —le dijo a Rogan—. Tenemos las notas de sus oposiciones a la administración pública, y no puede decirse que sean buenas. Quizá si asiste usted a clases nocturnas pueda mejorar un poquito.
El asombro con que Rogan reaccionó fue tan grande que se echó a reír. Pensó que una parte de su expediente debía de haberse extraviado, o que aquellas personas creían que él había falseado datos al rellenar el formulario. Tenía que ser eso, se decía a sí mismo mientras los veía sonreír. Sí, creían que les había dado un curriculum falso. Rogan se echó a reír otra vez, salió del despacho y abandonó el edificio y aquel aburrido empleo que ni siquiera era capaz de llevar debidamente a cabo. Nunca más volvió allí y, al cabo de un mes, recibió por correo la carta de despido. Se vio obligado a vivir de la pensión de invalidez, que hasta entonces no había tocado para nada.
Tener más tiempo libre se tradujo en más alcohol. Alquiló una habitación cerca del Bowery y se convirtió en otro de los marginados que pasaban el día bebiendo vino barato hasta perder el sentido. Dos meses después, regresaba a la Administración de Veteranos en calidad de paciente, y no precisamente por la herida en la cabeza. Padecía malnutrición, y estaba tan débil que un simple catarro podía acabar con su vida.
Durante su estancia en el hospital, se topó con un amigo de la infancia, Philip Houke, que estaba ingresado allí por una úlcera. Y fue Houke, entonces abogado de profesión, quien consiguió a Rogan su primer empleo relacionado con los ordenadores, y quien le devolvió cierto nivel de humanidad al recordarle el talento que tenía.
Pero el camino de vuelta fue largo y duro. Rogan estuvo seis meses en el hospital, los primeros tres para desintoxicarse del alcohol. Durante los tres siguientes, fue sometido a diversas pruebas relacionadas con su cráneo, además de a otras especiales de fatiga mental. Todo ello se tradujo en un diagnóstico por fin completo y correcto: el cerebro de Michael Rogan conservaba su casi sobrehumana memoria y parte de su inteligencia creativa, pero no podía resistir un uso prolongado e ininterrumpido ni soportar mucha tensión sin rendirse a la fatiga. Rogan jamás podría pasar horas y horas concentrado en un trabajo creativo de investigación. Ahora mismo cualquier tarea que requiriese una dedicación prolongada quedaba descartada.
Aquella noticia no afectó a Michael Rogan: al fin sabía realmente a qué atenerse. Además, se sentía aliviado por dejar de ser el responsable de un «tesoro de la humanidad»: su sentimiento de culpa había desaparecido. Cuando Philip Houke le consiguió un puesto de trabajo en una de las empresas informáticas de reciente creación, Rogan descubrió que, sin él saberlo, su mente había estado trabajando en problemas de ingeniería informática desde su etapa en la Administración de Veteranos. Así, en menos de un año, resolvió muchos problemas técnicos gracias a sus conocimientos de matemáticas. Houke propuso que Rogan fuera admitido como socio de la empresa y se convirtió en su asesor financiero. En los años siguientes, la empresa informática de Rogan pasó a ser una de las diez más importantes del sector en Estados Unidos. Luego entró en Bolsa, y sus acciones triplicaron su valor en menos de un año. Rogan empezaba a ser conocido como «el genio de la informática», de ahí que el departamento de Defensa —una vez consolidado como tal tras aglutinar diversos departamentos independientes— recurriese a él para que los asesorara. A los diez años de terminada la guerra, Rogan era millonario y triunfaba en la vida, pese a no poder trabajar más de una hora diaria.
Además de ocuparse de todos los asuntos profesionales de Rogan, Philip Houke se convirtió en su mejor amigo. La esposa de Houke intentó despertar su interés por las mujeres presentándole a amigas solteras, pero ninguna de las aventuras prosperó. Rogan seguía siendo víctima de su memoria. En las noches de pesadilla, seguía oyendo los gritos de Christine en el Palacio de Justicia de Munich; volvía a sentir aquella cosa húmeda y pegajosa en las nalgas mientras los siete interrogadores lo miraban con desdeñosas sonrisitas. «Es imposible —pensaba Rogan—, nunca podré empezar una nueva vida con otra mujer.»
Durante aquellos años se mantuvo al corriente de todos los procesos contra criminales de guerra en Alemania. Se suscribió a un servicio de resúmenes de prensa y, cuando empezó a cobrar derechos por sus patentes, contrató a una agencia berlinesa de detectives privados para que le enviara fotografías de todos los criminales de guerra encausados, independientemente de su rango militar. Parecía una tarea imposible, dar con siete hombres cuya identidad desconocía y que seguramente estarían haciendo todo lo posible por pasar inadvertidos.
La primera sorpresa la tuvo cuando la agencia de detectives le mandó una fotografía de un funcionario austríaco de aspecto muy digno, con este pie: «Albert Moltke absuelto. Conserva el escaño pese a su pasado nazi.» La cara era la de uno de los siete que andaba buscando.
Rogan jamás se había perdonado su descuido al transmitir mensajes radiados el Día D, descuido que tuvo como consecuencia la destrucción de su célula de Resistencia. Pero había aprendido la lección y actuó con la máxima cautela. Previo aumento de la cuota que pagaba a la agencia, dio instrucciones de que se vigilara de cerca a Albert Moltke durante todo un año. Al cabo del mismo, Rogan disponía de tres fotos más, con nombres y direcciones, tres informes de los asesinos de su mujer y sus propios torturadores en el Palacio de Justicia de Munich. Uno de ellos era Karl Pfann, afincado en Hamburgo y dedicado al negocio de importación-exportación. Los otros dos eran hermanos —Eric y Hans Freisling—, propietarios de un taller mecánico y gasolinera en Berlín occidental. Rogan decidió que había llegado el momento.
Procedió a hacer los preparativos con el máximo esmero. Hizo que su empresa lo nombrara delegado de ventas para Europa, con cartas de presentación dirigidas a otras empresas informáticas de Alemania y Austria. No temía ser reconocido. La terrible herida y los años de sufrimiento habían cambiado notablemente su aspecto físico; además, estaba muerto. Para sus interrogadores, el capitán Michael Rogan había muerto de un tiro en la nuca.
Rogan tomó un vuelo con destino a Viena y estableció allí su cuartel general. Se hospedó en el Sacher Hotel, cenó opíparamente —una ración de la famosa
Sachertorte
de postre— y se sentó a tomar un brandy en el célebre Red Bar del establecimiento. Más tarde, salió a dar un paseo por las calles y escuchó la música de cítara que salía de los cafés. Anduvo mucho rato, hasta sentirse lo bastante relajado para volver a su cuarto y acostarse.
En las dos semanas siguientes, por medio de austríacos a los que conoció en dos empresas informáticas, Rogan logró que lo invitaran a fiestas importantes. Y, finalmente, en un baile municipal al que los burócratas del ayuntamiento debían asistir, se topó con Albert Moltke. El hombre había cambiado mucho. La buena vida y la buena comida habían endulzado sus facciones. El pelo era de un gris casi blanco. Toda su actitud corporal denotaba la cortesía superficial del político. Y del brazo llevaba a su esposa, una mujer esbelta y alegre, a todas luces mucho más joven que él y también a todas luces muy enamorada. Cuando advirtió que Rogan lo miraba, Moltke hizo una venia, como diciendo: «Muchas gracias por votarme. Sí, me acuerdo muy bien de usted. Venga a verme a mi oficina cuando quiera.» Un gesto típico de político experto. No era de extrañar que hubiese escurrido el bulto en el juicio por crímenes de guerra, pensó Rogan. Y se regodeó pensando que, al salir absuelto y publicar su foto los periódicos, Albert Moltke hubiera firmado sin saberlo su sentencia de muerte.
Moltke había saludado gestualmente al desconocido, pese a que los pies lo estaban matando y lo que más deseaba en ese momento era estar de vuelta en casa, tomándose un café y comiendo
Sachertorte
junto a la chimenea. Esas fiestas eran una lata; pero, después de todo, el
Partei
tenía que sacar fondos de alguna parte. Y él estaba en deuda con sus colegas, por su leal apoyo en aquellos tiempos difíciles. Moltke notó que su esposa Ursula le apretaba el brazo e inclinó de nuevo la cabeza, presintiendo que el desconocido debía de ser alguien importante, alguien a quien era preciso recordar.
Sí, el
Partei
y su querida Ursula lo habían respaldado cuando le habían sido imputados crímenes de guerra. Y, una vez absuelto, el proceso mismo resultó ser su mayor golpe de suerte. Había ganado unas elecciones municipales y su futuro político, por modesto que fuera, estaba asegurado. Llevaría una vida placentera. Pero luego, como le solía ocurrir, cavilaba: ¿y si el
Partei
o Ursula descubrieran que los cargos de los que se le acusaba eran ciertos? ¿Seguiría amándolo su mujer? ¿Lo abandonaría si llegase a averiguar la verdad? No, Ursula jamás le creería capaz de semejantes crímenes, por más pruebas que hubiese en su contra. Ni él mismo podía creerlo. Por aquel entonces, era otro hombre: más duro, más frío, más fuerte. Y sin embargo... ¿cómo podía ser? A veces, cuando acostaba a sus dos hijos pequeños, sus manos dudaban en el acto de tocarlos. Aquellas manos suyas no podían tocar tanta inocencia. Pero el jurado había sido unánime. Lo había absuelto tras sopesar todas las pruebas, y no podían juzgarlo otra vez por el mismo delito. Según la ley, Albert Moltke era inocente, por siempre jamás. Y sin embargo... y sin embargo...
El desconocido se le acercaba. Era un hombre alto, muy fornido, con una cabeza de extraña forma. Apuesto, como lo eran los alemanes morenos. Pero Moltke reparó entonces en su traje bien confeccionado. No, sin duda aquel hombre era americano. Moltke había conocido a muchos desde que terminara la guerra, por asuntos de negocios. Sonrió a modo de bienvenida y volvió la cabeza para presentarle a su esposa, pero ésta se había alejado unos pasos y estaba hablando con otra persona. Segundos después, el americano se le presentaba. Su apellido sonaba algo así como Rogar, lo cual le resultó vagamente familiar.
—Enhorabuena por su ascenso al
Recordat.
Y enhorabuena por la absolución de hace ya unos años —dijo Rogan.
Moltke le dedicó una sonrisa cortés, seguida de un discurso de circunstancias:
—Un jurado patriótico cumplió con su deber y, afortunadamente para mí, decidió a favor de un inocente compatriota alemán.
Charlaron un rato. El americano insinuó que le vendría bien cierta ayuda legal para poder montar su negocio de informática. Eso interesó a Moltke, quien adivinó que lo que el americano quería era ahorrarse unos cuantos impuestos municipales. Dado que, por su experiencia pasada, esto podía reportarle pingües beneficios, Moltke agarró al americano del brazo y le dijo: