De vuelta en Berlín Oeste, fueron directamente al hotel. Rogan sacó la llave y abrió la puerta de la suite para que entrara Rosalie, momento que aprovechó para darle unas palmadas en el trasero. Tras franquear el umbral, y mientras procedía a cerrar la puerta, la oyó dar un respingo. Se volvió en redondo.
Le estaban esperando. Los hermanos Freisling estaban sentados a la mesa de centro, fumando. Habló Hans:
—No se alarme, herr Rogan. Comprenderá usted que, en nuestro oficio, hay que ser precavidos. No queríamos que nadie se enterara de que nos habíamos puesto en contacto con usted.
Rogan se adelantó para estrecharles la mano a los dos, sonriendo como para darles confianza.
—Entiendo —dijo. Pero entendía mucho más. Que se habían presentado antes para registrar su habitación y averiguar si él era un infiltrado. Quizá también con la intención de encontrar y llevarse los planos sin pagar; así, el dinero comunista podrían embolsárselo ellos. Pero no habían tenido suerte y se habían visto obligados a esperar. Rogan tenía los planos en el bolsillo de la chaqueta. Lo más importante, es decir, los siete sobres, el arma y el silenciador, estaba todo en una bolsa pequeña que había guardado en la consigna del hotel.
Hans sonrió. La última vez que Hans Freisling había sonreído así, su hermano Eric se había acercado furtivamente a Rogan por detrás para dispararle en la nuca.
—Quisiéramos comprar algunos de los planos, claro que de manera estrictamente confidencial. ¿Estaría usted de acuerdo?
Rogan le devolvió la sonrisa.
—Quedamos mañana a cenar, aquí mismo en el hotel —dijo—. Comprenderán que debo dar ciertos pasos. No guardo todo lo que necesito en esta habitación.
Eric Freisling mostró una astuta sonrisa.
—Lo comprendemos —dijo. Quería dar a entender que habían registrado la habitación; quería que Rogan supiera que, con ellos, no se jugaba.
Aquella noche, en la cama, Rogan no pudo corresponder a Rosalie; y, cuando ella se quedó dormida, encendió un cigarrillo y esperó a que empezase la pesadilla de siempre. Cuando empezó, ya iba por el tercer cigarrillo.
El telón se abría lentamente, y Rogan se encontraba una vez más en la sala alta del Palacio de Justicia muniqués. En las infinitas sombras de su cerebro, siete hombres cobraban forma. Cinco de ellos estaban borrosos, pero a dos —Eric y Hans Freisling— los veía con total nitidez, como si un potente foco los estuviera iluminando. El rostro de Eric era como él lo recordaba de aquel día fatídico: boca grande y algo fofa, astutos e inquietos ojos negros, nariz gruesa, y aquella brutalidad estampada en el conjunto de sus facciones.
El rostro de Hans Freisling era similar al de Eric, sólo que cambiaba brutalidad por perfidia en la expresión. Era Hans quien abordaba al joven Rogan para engañarlo con su falsa bondad. Hans lo miraba fijamente a los ojos y lo tranquilizaba, diciendo:
—Ponte esa ropa, amigo. Te vamos a dejar libre. Los americanos están ganando la guerra y, algún día, tal vez tú puedas ayudarnos. Recuerda que te salvamos la vida. ¡Vamos, rápido, cámbiate!
Y él, confiado, se ponía la ropa nueva y sonreía agradecido a los siete asesinos de su esposa. Cuando Hans Freisling tendía la mano en señal de amistad, el joven Rogan hacía lo propio para estrechársela. Sólo entonces las caras de los otros cinco se volvían claras y mostraban sus ladinas sonrisas furtivas. Rogan pensaba: «¿Dónde está el séptimo hombre?» Justo en ese instante, el ala de su sombrero nuevo se inclinaba sobre sus ojos. Acto seguido, sentía en la nuca el frío metal del cañón del arma. El vello se le erizaba de terror. Y, antes de que la bala impactara en su cráneo, se oía un grito prolongado: «¡¡Ahhhhhhu» pidiendo clemencia. Y lo último que veía era la sonrisa astuta y complacida de Hans Freisling.
Debió de gritar en sueños. Rosalie estaba despierta y él temblaba de pies a cabeza, sin control. Ella se levantó de la cama y, con una toalla pequeña mojada en alcohol, le refrescó la cara. Luego le empapó todo el cuerpo de alcohol, llenó la bañera de agua caliente e hizo que se sentara dentro. Rosalie se quedó apoyada en el borde de mármol de la bañera. Rogan notó que los temblores iban a menos y que la presión de la sangre contra la placa de plata remitía.
—¿Dónde aprendiste este truco? —preguntó a Rosalie.
Ella sonrió.
—Los tres últimos años que pasé en aquel manicomio hice de ayudante. Entonces ya estaba casi recuperada. Pero necesité tres años para tomar la decisión de fugarme.
Rogan le cogió el cigarrillo y dio un par de caladas.
—¿Por qué no te soltaron?
—No tenían con quién dejarme —respondió ella, con una sonrisa triste—. No tengo a nadie en el mundo. —Hizo una pausa y añadió—: Sólo a ti.
El día siguiente fue de mucho trajín para Rogan. Primero mandó a Rosalie de compras con unos 500 dólares en marcos. Él, por su parte, fue a hacer unos cuantos encargos. Se subió al Mercedes y, tras asegurarse de que nadie lo seguía, condujo hasta las afueras de la ciudad. En una farmacia, compró un pequeño embudo y varios medicamentos. Luego, en una ferretería, compró alambre, un tazón, clavos, cinta aislante y varias herramientas. De nuevo en el coche, encontró una calle desierta donde aún quedaban ruinas de la guerra, aparcó y se pasó unas tres horas haciendo modificaciones en el interior del vehículo. Desconectó todos los cables que accionaban las luces de freno y pasó otros cables por el maletero hermético. Practicó unos agujeros en la chapa e introdujo en ellos unos diminutos tubos de goma. Mezcló los productos químicos, los introdujo en el embudo y colocó éste sobre el tubito que ahora iba del suelo del coche hasta el volante. Era todo muy ingenioso, y Rogan confió en que funcionaría. Se encogió de hombros: si no funcionaba, usaría otra vez la pistola con silenciador. Pero hacerlo podía resultar peligroso, pues no costaría relacionarlo con los otros asesinatos cuando la policía comparara las pruebas de balística. «Bueno —se dijo Rogan—, al diablo.» Para entonces, su misión ya habría terminado.
Regresó al hotel y aparcó el Mercedes en el espacio reservado a los clientes. Antes de subir a la habitación, recogió su maleta de la consigna. Rosalie ya lo esperaba en la suite. No había tardado mucho en gastarse todo el dinero. Hizo un pase con el seductor conjunto parisino que acababa de comprar y que apenas le cubría los pechos.
—Si esos cabrones no se distraen con eso, no sé yo con qué —dijo Rogan, lanzándole una mirada exageradamente lasciva—. Bien, ¿estás segura de que sabes lo que debes hacer esta noche?
Rosalie asintió con la cabeza, pero él repitió una vez más las instrucciones, poco a poco y con detalle.
—¿Crees que esos dos te dirán lo que quieres saber? —preguntó Rosalie.
—Es más que probable —dijo Rogan sonriendo lúgubremente—. De una manera o de otra.
Llamó a recepción y pidió que subieran una cena para cuatro personas a las ocho en punto.
Los hermanos Freisling fueron puntuales: llegaron al mismo tiempo que el carrito con la cena. Rogan despidió al camarero y, mientras daban cuenta de la comida, concretaron los términos de la transacción. Terminaron de comer y Rogan sirvió cuatro vasitos de
Pfefferminz
, un licor mitad brandy, mitad menta.
—¡ Ah! Mi bebida favorita —exclamó Hans Freisling.
Rogan sonrió para sus adentros. Había recordado que Hans solía tener a mano una botella de
Pfefferminz
en la sala de interrogatorios, y el olor a menta impregnaba el ambiente.
Al destapar la botella, Rogan introdujo las pastillas con mano rápida y experta. Los hermanos no se percataron, pese a que lo observaban con atención. Dada su innata suspicacia, esperaron a que Rogan bebiera primero.
— Prosit!
—dijo Rogan, y echó un trago. El licor dulzón casi lo hizo vomitar.
Los Freisling apuraron sus copas de un trago y Hans se relamió de placer. Rogan le pasó la botella.
—Sírvete tú mismo —dijo—. Voy a buscar los documentos. Con permiso.
Se levantó y, al ir hacia el dormitorio, vio que Hans se servía otra copita y la apuraba. Eric no bebía, pero entonces Rosalie se inclinó hacia él en una exhibición de sus cremosos pechos, le llenó la copa y dejó caer la mano sobre sus gruesas rodillas. Eric levantó la copita y bebió, sin apartar los ojos de los pechos de Rosalie. Rogan se encerró en el dormitorio.
Abrió la maleta, sacó la pistola Walther y el silenciador y los acopló. Empuñando el arma a plena vista, abrió la puerta y pasó a la otra habitación.
La droga que había puesto en el licor era de acción lenta, pensada para entorpecer los reflejos de la víctima de forma que ésta sólo pudiera moverse y actuar con gran lentitud. Era similar al efecto que causa el exceso de alcohol en la coordinación de movimientos: provoca un desequilibrio físico y, sin embargo, deja al sujeto con la impresión de que está mejor que nunca. Así pues, los hermanos Freisling no eran todavía conscientes de lo que les estaba ocurriendo, y al ver a Rogan pistola en mano ambos saltaron de sus sillas, aunque a cámara lenta.
Rogan los sentó de sendos empujones y luego tomó asiento ante ellos. Del bolsillo de su chaqueta sacó una bala achatada, bruñida por los años, y la arrojó sobre la mesa de centro.
—Tú, Eric —dijo—. Tú me disparaste esa bala en la base del cráneo hace diez años. En el Palacio de Justicia de Munich. ¿Me recuerdas ahora? Soy el pobre compañero de juego al que pillaste por sorpresa mientras se cambiaba de ropa. Sí, mientras Hans me repetía que ibais a dejarme en libertad. He cambiado mucho. Esa bala cambió la forma de mi cráneo. Pero fíjate bien ahora: ¿me reconoces? —Hizo una pausa y añadió—: He vuelto para acabar la partida.
Entumecidos por la droga, los dos Freisling miraron fijamente a Rogan, perplejos. Fue Hans el primero en reconocerlo, el primero cuyo rostro reflejó sorpresa, conmoción, miedo. Intentaron escapar, pero se movían como bajo el agua. Rogan volvió a empujarlos, esta vez suavemente, para que se sentaran. Los cacheó. No iban armados.
—Tranquilos —dijo, imitando deliberadamente la voz de Hans—. No voy a haceros ningún daño. —Otra pausa—. Naturalmente, pienso entregaros a las autoridades, pero de momento lo único que quiero es un poco de información. Lo mismo que vosotros quisisteis de mí hace años. Yo entonces cooperé, ¿no es cierto? Sé que sois inteligentes y también vosotros cooperaréis.
Hans habló y, aun bajo el efecto de la droga, el tono de voz conservaba parte de su astucia innata.
—¡Desde luego! Te diremos todo lo que quieres saber.
—Pero, antes, vamos a negociar —repuso, o más bien gruñó, Eric.
Mientras estaban sentados y quietos, los Freisling parecían funcionar como siempre. Hans se inclinó hacia delante y dijo, con obsequiosa amabilidad:
—¡Eso! ¿Qué quieres saber, y qué harás si cooperamos?
—Quiero los nombres de los que estaban con vosotros en el Palacio de Justicia —contestó Rogan—. Quiero saber el nombre del torturador que mató a mi mujer.
Eric se inclinó también al frente y habló con parsimonia y desdén:
—¿Para matarnos a todos como hiciste con Moltke y Pfann?
—Los maté porque no quisieron darme los otros tres nombres —explicó Rogan—. Les ofrecí la oportunidad de vivir, como ahora a vosotros. —Hizo una seña a Rosalie.
Ella se acercó con papel y lápiz para los dos hermanos.
Hans puso cara de sorpresa y luego esbozó una sonrisa.
—Te lo diré ahora mismo. Se llaman...
Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, Rogan se abalanzó sobre él y le golpeó la boca con la culata de la pistola. La boca se le inundó de sangre y dejó ver fragmentos de encía y de diente roto. Eric trató de acudir en defensa de su hermano, pero Rogan lo empujó de nuevo. No se fiaba de sí mismo; temía no poder parar hasta dejarlo muerto.
—No quiero oír más mentiras —dijo Rogan—. Para asegurarme de que decís la verdad, cada uno de vosotros escribirá por separado esos tres nombres en el papel. Y quiero que anotéis, también, dónde vive ahora cada uno de ellos. Me interesa especialmente el paradero del jefe del equipo. También quiero saber cuál de todos, en concreto, fue el que mató a mi esposa. Cuando hayáis terminado, compararé las listas. Si ambos habéis puesto los mismos datos, no os mataré. Si la información no concuerda, si habéis escrito nombres diferentes, moriréis los dos. Ése es el trato. Todo depende de vosotros.
Hans Freisling tenía náuseas y se sacaba fragmentos de diente roto y encía de la boca destrozada. No podía hablar. Eric hizo la última pregunta:
—¿Y si cooperamos?
Rogan trató de sonar lo más serio y sincero posible:
—Si escribís los dos la misma información, no os mataré. Pero os denunciaré como criminales de guerra. Tendréis que ir a juicio y, luego, ya veremos.
Le divirtió ver las miradas que intercambiaban los dos hermanos y supo perfectamente lo que estaban pensando. Aunque pasaran a disposición judicial y los juzgaran, incluso si los declaraban culpables, siempre podían recurrir y salir bajo fianza. Después conseguirían cruzar a la Alemania del Este y burlar la justicia occidental. Fingiendo no darse cuenta de las miradas, Rogan sacó a Hans de su silla y lo llevó al otro lado de la mesita, donde no pudiera ver lo que escribía su hermano.
—Adelante —dijo—. Y más vale que lo hagáis bien, o no saldréis vivos de aquí esta noche.
Apuntó con la Walther a la cabeza de Eric mientras vigilaba a Hans. Con el silenciador puesto, la pistola era un arma de aspecto terrorífico.
Los hermanos se pusieron a escribir. Atontados por la droga, les costaba hacerlo y, de hecho, transcurrió mucho rato hasta que Eric, y luego Hans, dieron por terminada la lista. Rosalie, que había estado sentada encima de la mesita, entre ambos, para impedir que pudieran hacerse señales, cogió los papeles y se los pasó a Rogan. Éste negó con la cabeza.
—Léemelo —dijo, y siguió apuntando a la cabeza de Hans. Ya había decidido matarlo a él primero.
Rosalie leyó en voz alta la lista de Eric:
—Nuestro jefe era Klaus von Osteen. Ahora es presidente del tribunal en los juzgados de Munich. Los otros dos eran observadores. El hombre del ejército húngaro se llama Wenta Pajerski y es uno de los jefes del partido comunista en Budapest. El tercer hombre era Genco Bari, observador por cuenta del ejército italiano; vive en Sicilia.
Rosalie hizo una pausa. Cogió la libreta de Hans. Rogan contuvo la respiración.