Seis tumbas en Munich (15 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

BOOK: Seis tumbas en Munich
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Rogan sonrió.

—¿Podrías colarme sin que me vean?

—Si tienes que ir, sí —respondió ella.

Rogan no dijo nada hasta pasados unos momentos:

—Mañana por la mañana.

Cuando Rosalie se marchó a trabajar, Rogan salió a hacer sus propios recados. Compró los utensilios para limpiar y engrasar la pistola Walther. Luego alquiló un Mercedes y lo aparcó a una manzana de la pensión. Subió a la habitación y escribió varias cartas, una a su abogado en Estados Unidos y otra a sus socios de la empresa informática. Guardó las cartas para echarlas al buzón cuando Rosalie volviera del trabajo. Luego desmontó la pistola, la limpió a conciencia y volvió a montarla. Guardó el silenciador en un cajón de la cómoda. Esta última vez quería dar absolutamente en el blanco, y no estaba seguro de poder acercarse lo suficiente para compensar la falta de precisión en el disparo debida al silenciador.

—¿Estás segura de que Von Osteen tiene sesión mañana? —preguntó a Rosalie cuando llegó del trabajo.

—Sí —respondió ella. Tras una pausa, preguntó a su vez—: ¿Comemos fuera o quieres que suba algo a la habitación?

—No, salgamos —dijo él.

En el primer buzón ante el que pasaron, echó las cartas.

Cenaron en la famosa Brauhaus, donde las jarras de cerveza no eran nunca más pequeñas de un cuarto de litro y se podía elegir entre veinte tipos diferentes de salchicha. El diario vespertino,
Tagenblatt
, traía una crónica sobre el asesinato de Wenta Pajerski en Budapest. Según el periódico, el movimiento democrático clandestino, supuestamente autor del atentado, había sido desarticulado tras varias redadas policiales. Afortunadamente, la bomba no había herido a nadie más.

—¿Lo planeaste tú así? —preguntó Rosalie.

—Bueno, procuré esmerarme al colocar el explosivo dentro de la pieza de ajedrez. Pero es difícil de controlar. Me preocupaba que alguna camarera pudiera recibir un fragmento de metralla. Suerte que Pajerski era un tipo gordo. Absorbió él solo todo el explosivo.

—Y ahora solamente queda Von Osteen —dijo ella—. ¿Servirá de algo que te diga que parece una buena persona?

Rogan soltó una carcajada.

—No me extraña en absoluto. Pero no, no sirve de nada.

Pese a que no hicieron comentarios al respecto, ambos sabían que ésa podía ser la última noche que pasaran juntos. No querían volver a la pequeña habitación con el diván de color verde y la cama estrecha, de modo que fueron de cervecería en cervecería, bebieron un
Schnapps
tras otro, oyeron cantar felices a los alemanes, que tragaban litros de cerveza sentados a aquellas largas mesas de madera. Los corpulentos bávaros se atiborraban de pequeñas salchichas y, para bajarlas, qué mejor que aquellas inmensas jarras de espumosa cerveza. Cuando alguno se sentía momentáneamente ahíto, se abría paso entre la cervecera muchedumbre hasta los aseos y hacía uso de unas pilas especiales para vomitar, tan grandes que uno se podía ahogar en ellas. Una vez devuelto todo lo ingerido previamente, regresaba a las mesas y pedía a grito pelado más salchichas y más líquido, sin duda teniendo que repetir la operación al cabo de un rato.

Eran gente repugnante, pero estaban vivos y despedían calor, hasta tal punto que aquellas enormes salas parecían hornos más que cervecerías. Rogan siguió bebiendo
Schnapps
mientras Rosalie se pasaba a la cerveza. Cuando empezó a entrarles sueño de tanto beber, se pusieron en camino hacia la pensión.

Al pasar junto al Mercedes, Rogan dijo:

—Es el coche que he alquilado. Mañana iremos en él hasta los juzgados y lo aparcaremos cerca de tu entrada. Si no salgo, tú monta en el coche y lárgate de Munich. No vengas a buscarme, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —contestó ella, con voz trémula.

Rogan le apretó la mano para impedir que llorara. Rosalie retiró la mano, pero sólo para sacar la llave del bolso. Mientras subían las escaleras de la pensión, ella le tomó la mano de nuevo y sólo la soltó para abrir la puerta de la habitación y encender la luz. Rogan la oyó dar un respingo. Sentado en el diván estaba el agente Arthur Bailey y, detrás de la puerta, cerrándola ahora, Stefan Vrostk. Vrostk empuñaba un arma. Los dos intrusos parecían contentos.

—Bienvenido —le dijo Bailey a Rogan—. Bienvenido a Munich.

18

Rogan sonrió para tranquilizar a Rosalie.

—Ve a sentarte. No pasa nada. Esperaba que aparecieran un día de éstos. —Miró a Bailey—. Dígale a su esbirro que guarde el arma y usted haga lo mismo. No las van a utilizar. Y no impedirán que yo haga lo que tengo que hacer.

Bailey guardó el arma e hizo señas a Vrostk. Luego, muy despacio y con aparente sinceridad, dijo a Rogan:

—Veníamos a ayudarle. Me preocupaba que le hubiera entrado la locura asesina y pensaba que, tal vez al encontrarnos aquí, la emprendería a tiros con nosotros. Así que lo prudente era desenfundar antes de que usted pudiera hacerlo y luego darle explicaciones.

—Démelas, pues —dijo Rogan.

—La Interpol va a por usted. Han atado cabos y saben que es el autor de esos asesinatos, están repartiendo copias de las fotos de todos sus pasaportes. Le han seguido la pista hasta Munich; hace una hora, he recibido un teletipo en mi oficina. Suponen que ha venido usted a la ciudad para matar a alguien e intentan averiguar de quién se trata. Ésa es la única ventaja que les lleva: nadie sabe a quién quiere liquidar.

Rogan se sentó en la cama, frente al polvoriento diván verde.

—No me venga con ésas, Bailey —repuso—. Usted sabe a quién quiero liquidar.

Bailey negó con la cabeza, y su rostro enjuto adoptó una expresión preocupada.

—Se ha vuelto paranoico —dijo—. Le he ayudado en todo cuanto he podido. Yo no les he contado nada de nada.

Rogan se recostó en la almohada. Cuando habló, lo hizo con una gran serenidad:

—Bien, le concedo el beneficio de la duda. Al principio, usted no sabía quiénes eran los siete hombres que me interrogaron en el Palacio de Justicia. Pero, cuando volví, ya tenía un dossier sobre cada uno de ellos. Cuando nos vimos hace unos meses, esa vez que vino a pedirme que dejara en paz a los Freisling, conocía a los siete, pero no estaba dispuesto a decírmelo. Claro, una red de espionaje contra los comunistas es más importante que la venganza de una víctima de atrocidades. ¿No es así como piensan los del Servicio de Inteligencia?

Bailey no respondió. Miraba fijamente a Rogan.

—Cuando maté a los hermanos Freisling —continuó Rogan— comprendió que nada podía detenerme. Y usted quería quitar de en medio a Genco Bari y a Wenta Pajerski... pero el plan era que yo no saliera con vida de Budapest. —Se volvió hacia Vrostk—. ¿Verdad?

Vrostk enrojeció.

—Estaba todo dispuesto para la fuga. Qué quiere que le haga si es usted un cabezota que hace las cosas siempre a su manera.

Rogan replicó en tono desdeñoso:

—¡Cabrón de mierda! Pasé por delante del consulado para ver el panorama, y allí no había ningún coche esperando. Por si fuera poco, aquello estaba repleto de policías de paisano. Pagados por usted, claro. Yo no debía llegar vivo a Munich, sino morir tras el Telón de Acero. Y de ese modo, todos sus problemas quedarían resueltos.

—Me ofende usted —dijo Bailey—. Me acusa de haberle delatado a la policía secreta comunista. —Parecía tan genuinamente dolido que Rosalie miró dubitativa a Rogan.

—Mire, si aún fuera un novato, ahora mismo me habría tragado su cuento chino. Pero, después de mi experiencia en el Palacio de Justicia, a los tipos como usted los calo enseguida. No me ha engañado ni un solo momento, Bailey. De hecho, cuando llegué a Munich ya sabía que me estaría esperando, y se me ocurrió localizarlo yo primero para quitarlo de en medio. Pero pensé que no sería necesario. Además, no quiero matar a alguien sólo porque se cruce en mi camino. Pero le diré que no es usted mejor que esos siete tipos. Si hubiera estado allí, habría hecho lo mismo que ellos. Quién sabe, quizá lo haya hecho. ¿Qué me dice, Bailey? ¿A cuántos hombres ha torturado? ¿Y a cuántos ha liquidado?

Rogan hizo una pausa para encender un cigarrillo. Mirando a Bailey fijamente a los ojos, continuó:

—El séptimo hombre, el jefe de los interrogadores, el hombre que torturó a mi mujer y grabó sus gritos, es el magistrado Klaus von Osteen, el magistrado alemán de mayor rango en toda Baviera. El político con un futuro más prometedor, quién sabe si el próximo canciller de Alemania Federal. Nuestro Departamento de Estado lo apoya. Y está en connivencia con el aparato de espionaje norteamericano en Alemania. De modo que no pueden permitirse que lo mate yo y, por otra parte, jamás lo arrestarían por haber cometido crímenes de guerra. —Rogan aplastó el cigarrillo—. Para que Von Osteen no muriera asesinado, para que no se supiera que fue un hombre de la Gestapo, tenían que eliminarme a mí. Usted ordenó a Vrostk que me delatara a la policía secreta húngara, ¿no es así, Bailey? Sencillo, limpio, sin puntos flacos, como les gusta a ustedes, los espías vocacionales.

Vrostk intervino con su arrogante voz:

—¿Qué nos impide acabar con usted ahora mismo?

Bailey miró a su subordinado con cansina impaciencia. Rogan rió.

—Explíqueselo a su mequetrefe, Bailey —dijo. En vista de que éste no soltaba prenda, continuó, dirigiéndose a Vrostk—: Es usted demasiado tonto para entender lo que he hecho, pero su jefe lo sabe. He enviado cartas a Estados Unidos, a personas de confianza. Si yo muero, se sabrá la verdad sobre Von Osteen y la diplomacia estadounidense quedará desacreditada. La red de espionaje norteamericano en Europa se llevará una buena reprimenda de los jefazos de Washington. No pueden matarme. Y, si me detienen, más de lo mismo. Se sabrá lo de Von Osteen, así que no pueden delatarme. Tendrán que conformarse con asumir la derrota, por así decirlo; confiar en que yo mate a Von Osteen y que nadie llegue a averiguar el motivo. No insistiré en que me echen una mano. Eso sería demasiado pedir.

Vrostk estaba literalmente boquiabierto dé sorpresa. Bailey se puso en pie.

—Lo ha captado todo muy bien —le dijo a Rogan—. Todo lo que ha dicho es verdad, para qué negarlo. Vrostk cumplía órdenes mías. Pero todo lo que hice formaba parte de mi trabajo. ¿Qué coño me importa su venganza, o que haga justicia, cuando puedo ayudar a mi país a controlar Alemania a través de Von Osteen? Pero reconozco que ha sabido usted actuar bien en todo momento, de modo que sólo me queda hacerme a un lado y dejar que se salga con la suya. No me cabe duda de que conseguirá llegar hasta Von Osteen, aunque haya mil agentes buscándolo mañana por toda la ciudad. Sólo hay una cosa que no ha tenido en cuenta, Rogan, más vale que salga por piernas en cuanto lo mate.

Rogan se encogió de hombros.

—Eso me importa muy poco.

—Claro, y tampoco le importa nada lo que les pase a sus mujeres. —Vio que Rogan no lo había comprendido—. Primero dejó que mataran a su esposa, la francesita. Y ahora, ésta
Fraulein
—añadió, señalando a Rosalie con la cabeza.

—¿De qué coño está hablando? —preguntó Rogan en voz queda.

Bailey sonrió por primera vez.

—Hablo de que, si mata usted a Von Osteen y no sale de ésta con vida, su chica lo va a pasar muy mal. O la acusan de complicidad en sus crímenes, o la mandan de vuelta al manicomio. Lo mismo pasará si Von Osteen vive y se descubre el pastel a través de sus cartas cuando haya muerto usted. Le doy una alternativa, Rogan. Olvídese de Von Osteen y les garantizo absoluta inmunidad a usted y a su chica. Lo arreglaré para que ella pueda acompañarlo a Estados Unidos cuando regrese allí. Piénselo. —Se dirigió hacia la puerta.

Rogan lo llamó. Su voz temblaba, como si por primera vez hubiera perdido la confianza que hasta entonces había mostrado tener en sí mismo.

—Dígame la verdad, Bailey. Si hubiera sido uno de los siete hombres que me torturaron, ¿habría hecho las cosas que ellos me hicieron?

Bailey pareció reflexionar unos instantes, y luego dijo:

—Si hubiera pensado que con eso ayudaba a mi país a ganar la guerra, sí —confesó, y salió detrás de Vrostk.

Rogan se levantó y fue hasta la cómoda. Rosalie vio cómo ajustaba el silenciador estriado al cañón de la Walther y le dijo, angustiada:

—No, por favor. A mí no me da miedo lo que puedan hacerme.

Se acercó a la puerta como para impedir que Rogan saliera, pero cambió de parecer y se sentó en el diván.

Rogan la observó antes de hablar:

—Sé lo que estás pensando, pero ¿acaso no he dejado que Vrostk y Bailey salgan impunes de haber intentado matarme en Budapest? La gente de este oficio son todos como animales, no hay nada humano en ellos. Nadie los obliga a hacer este trabajo; son voluntarios. Y conocen muy bien sus obligaciones: torturar, traicionar y asesinar a sus congéneres. No siento ninguna compasión por ellos.

Rosalie guardó silencio y apoyó la cabeza en sus manos. Rogan le dijo con dulzura:

—En Budapest arriesgué la vida para asegurarme de que sólo Pajerski saliera herido. Estaba dispuesto a renunciar a todo, incluso a la oportunidad de matar a Von Osteen, con tal de que ningún inocente resultara malherido. Porque los que estaban allí eran inocentes. Pero éstos dos no lo son, y yo no quiero que sufras por mi culpa.

Antes de que ella pudiera decir nada, o alzar siquiera la cabeza, Rogan salió de la habitación. Rosalie le oyó bajar rápidamente por la escalera.

Rogan montó en el Mercedes alquilado y enfiló una calle principal pisando a fondo el acelerador. A aquella hora, había poco tránsito. Confiaba en que Bailey y Vrostk no tuvieran coche propio, que hubieran ido a la pensión en taxi y que ahora fueran a pie en busca de otro taxi.

Apenas había recorrido un breve trecho de la avenida cuando los vio juntos a escasa distancia. Siguió adelante, aparcó el coche una manzana más allá y regresó a pie. Vrostk y Bailey estaban aún como a treinta metros de distancia cuando se metieron en el Fredericka Beer Hall. «¡Maldita sea! —pensó—, ahí dentro será imposible cazarlos.»

Esperó fuera como una hora, confiando en que se tomarían un par de cervezas y volverían a salir. Pero, al ver que no lo hacían, se decidió a entrar.

El local no estaba lleno y enseguida los vio. Tenían una mesa larga para ellos solos y estaban allí sentados zampándose unas salchichas. Rogan tomó asiento cerca de la puerta, donde quedaba protegido por una mesa repleta de bebedores de cerveza.

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