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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

Seis tumbas en Munich (17 page)

BOOK: Seis tumbas en Munich
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Terminado el almuerzo, Marcia le dijo que se tumbara en el sofá del salón para descansar una hora y ella se sentó a leer un libro en el sillón de enfrente.

Klaus von Osteen cerró los ojos. Jamás podría confesárselo a su esposa; Marcia tenía fe en él. Además, el magistrado ya había recibido su castigo. Pocas semanas después de aquel fatídico
Rosenmontag,
un obús le había destrozado la cara. Siempre había aceptado esa horrible herida sin acritud, como una expiación del crimen cometido en el Palacio de Justicia de Munich con la persona del joven agente americano.

¿Cómo iba a explicar a nadie que, como oficial del Estado Mayor, como aristócrata y alemán, había acabado identificándose con la degradación y el deshonor de su país? Y así como un hombre casado con una mujer alcohólica decide darse a la bebida para demostrarle su amor, también él se había convertido en un torturador y un asesino para continuar siendo alemán. Pero ¿acaso era tan simple como eso?

En los años posteriores a la guerra, había sabido disfrutar de la vida, siempre sin forzar las cosas, de manera natural. Como magistrado, había sido humanitario y nunca cruel. Había dejado atrás el ominoso pasado. Todos los archivos del Palacio de Justicia muniqués habían sido destruidos a conciencia y, hasta hacía apenas unas semanas, no había sentido grandes remordimientos por sus atrocidades durante la guerra.

Pero luego se había enterado de la muerte de Pfann y de Moltke, y de los hermanos Freisling. La semana anterior, el agente del Servicio de Inteligencia Arthur Bailey se había presentado en su casa para hablarle de Michael Rogan. Rogan había asesinado a los subordinados de Von Osteen en el Palacio de Justicia de Munich cuando éste actuó como magistrado sin autorización legal. Von Osteen no había olvidado a Michael Rogan; así que, al final, no lo habían matado.

Arthur Bailey lo había tranquilizado diciendo que Rogan no lograría perpetrar su último asesinato. El espionaje norteamericano se encargaría de ello, así como de que las atrocidades de Von Osteen fueran mantenidas en secreto. El magistrado sabía lo que eso entrañaba. Si alguna vez llegaba a dirigir a la Alemania Federal, el espionaje norteamericano podría chantajearlo.

Sin levantarse del sofá ni abrir los ojos, estiró el brazo para tocar a su mujer. Fue después de saber que Rogan estaba vivo cuando empezó a tener pesadillas. Soñaba que Rogan se abalanzaba sobre él y le salpicaba la cara con la sangre que manaba de su nuca; soñaba con un fonógrafo que reproducía a todo volumen los gritos de su esposa francesa.

¿Cuál era la verdad? ¿Por qué había torturado a Rogan y lo había hecho asesinar? ¿Por qué había grabado los gritos de la joven que murió dando a luz? ¿Y por qué al final había traicionado al preso, haciéndole abrigar esperanzas de que saldría con vida, haciéndole creer que su esposa seguía viva?

Recordó el primer día de interrogatorio, la cara de Rogan. Era un rostro que reflejaba bondad e inocencia, y eso lo había puesto de mal humor. También era la cara de un hombre joven al que aún no le había ocurrido nada horrible.

Ese mismo día, cuando se disponía a visitar a la mujer del preso, Von Osteen había descubierto que se la habían llevado al dispensario. Estaba de parto. De camino hacia allí, oyó los gritos de dolor de la joven y, cuando el médico le dijo que se estaba muriendo, Von Osteen decidió hacer grabar los gritos para intimidar a Rogan.

«¡Qué listo había sido!», pensó Von Osteen. Sí, era muy listo en todo. Listo en la maldad; y después de la guerra, apechugando con su cara destrozada, listo también en la bondad. Ahora su inteligencia le permitió saber por qué había destruido a Rogan de aquella manera.

El motivo era que el bien y el mal no pueden sino intentar destruirse mutuamente; y de esto se deducía que, en el mundo de la guerra y el asesinato, el mal debía triunfar sobre el bien. Por eso había destruido a Rogan, por eso se lo había ganado hasta conseguir que confiara en él, en Von Osteen. Y luego, llegado el momento final, cuando Rogan suplicaba clemencia con la mirada, Von Osteen se había reído y su risa había quedado ahogada en el estampido del disparo que le reventó el cráneo a Rogan. Se había reído entonces porque la visión de Rogan, con el sombrero inclinado sobre los ojos, no podía haber sido más cómica; la propia muerte, en aquellos terribles días de 1945, era básicamente una parodia.

—Es la hora. —Su mujer lo despertó, tocándole los ojos cerrados. Von Osteen se levantó del sofá y ella lo ayudó a ponerse la chaqueta. Después, lo acompañó hasta la limusina y le dijo—: No seas duro.

Von Osteen se sorprendió al oír estas palabras. Miró a su mujer con cara de no entender lo que había querido decirle. Ella, al darse cuenta, añadió:

—Con ese pobre diablo al que tienes que condenar esta tarde.

De repente, Von Osteen sintió un gran deseo de confesarle sus crímenes; pero el coche ya estaba en marcha y se alejaba de la casa en dirección al Palacio de Justicia. Sentenciado a muerte pero confiando en el indulto, el magistrado Von Osteen no tuvo arrestos para confesar.

21

Arthur Bailey se paseaba de un extremo a otro de la oficina del centro de comunicaciones de la CIA, en el cuartel general de las fuerzas estadounidenses a las afueras de Munich. A primera hora de la mañana, había enviado un radiograma cifrado al Pentágono en el que explicaba toda la situación referente a Von Osteen y a Rogan. Recomendaba a la organización que no adoptara ninguna medida y ahora esperaba ansioso la respuesta.

No llegó nada hasta casi el mediodía. El empleado llevó el mensaje a la sala de descodificación y, al cabo de media hora, el texto llegaba a manos de Bailey. La contestación lo dejó pasmado. Los mandos daban instrucciones de proteger a Von Osteen e informar a la policía alemana sobre los planes de Rogan. Bailey consideraba que esto sería desastroso y enseguida se puso en contacto con el Pentágono a través del radioteléfono. La firma en clave de la respuesta era la de un antiguo camarada de Bailey en el equipo alemán, Fred Nelson. No podían hablar abiertamente por radioteléfono, pero Bailey confió en poder transmitir su velado mensaje a Nelson. Y ahora corría mucha prisa: Rogan podía estar ya a punto de liquidar al magistrado Von Osteen.

Tardó diez minutos en conseguir una conexión. Tras identificarse, dijo con cautela:

—¿Sabéis qué coño estáis haciendo, con esas instrucciones que me habéis enviado? Podéis mandar al carajo todo el tinglado político...

Nelson contestó con evasivas:

—La decisión procede del alto mando y ha sido aprobada por la gente del gobierno. Tú limítate a obedecer las órdenes.

—Se han vuelto todos locos —dijo Bailey con repugnancia.

Parecía tan preocupado que Nelson casi se apiadó de él.

—Ese aspecto que a ti te inquieta —le dijo con precaución— ya ha sido tenido en cuenta.

Nelson se refería a las cartas que Rogan había enviado a sus amigos en Estados Unidos.

—Sí, lo entiendo —replicó Bailey—. ¿Qué se ha hecho al respecto?

—Abrimos un expediente sobre él desde que nos enviaste tu primer informe. Sabemos a quién podría haber enviado cartas y hemos puesto un interceptor postal en los buzones de todas las personas a las que él conoce.

Esto sorprendió en gran medida a Bailey.

—¿Y eso se puede hacer así como así en Estados Unidos? Jamás lo habría pensado.

—Seguridad nacional, amigo. Podemos hacer lo que nos dé la gana —dijo Nelson, sarcástico—. ¿Ese tipo se dejará apresar con vida?

—No.

—Más le vale —repuso Nelson. Y cortó la comunicación.

Bailey se maldijo por haber llamado en vez de limitarse a seguir las instrucciones. Sabía qué había querido decir Nelson con su último comentario. Bailey tenía que asegurarse de que Rogan no fuese capturado con vida, o de que durara poco una vez capturado. No querían que hablara de Von Osteen.

Bailey se subió al coche que le esperaba fuera e indicó al chófer que lo llevara al Palacio de Justicia de Munich. No creía que Rogan hubiera tenido tiempo de actuar, pero quería cerciorarse. Luego recogería a Vrostk, irían juntos a la pensión donde Rogan se hospedaba y acabarían con él.

22

En el dispensario del Palacio de Justicia de Munich, Rogan se preparó para su encuentro final con Klaus von Osteen. Quería estar lo más presentable posible para no destacar entre la gente, de modo que se peinó bien y se arregló la ropa. Aunque notaba el peso de la Walther, se palpó el bolsillo derecho de la chaqueta.

Rosalie cogió del carrito un frasco de un líquido incoloro y humedeció una gasa cuadrada. Mientras introducía la gasa en el bolsillo izquierdo de Rogan, le dijo:

—Si notas que vas a desmayarte, ponte la gasa delante de la boca y aspira. —Rogan se inclinó para besarla y ella añadió—: Espera a que Von Osteen termine con el juicio; no hagas nada hasta el final de las sesiones.

—Tendré más oportunidades si lo alcanzo cuando vuelva de comer. Tú espera en el coche. —Le rozó la mejilla—. Creo que podré salir de ésta.

Se sonrieron con miradas tristes, fingiendo confianza. Luego Rosalie se despojó de la bata blanca y la tiró a una silla.

—Me marcho —dijo y, sin mirar atrás, salió del dispensario y cruzó el patio hasta la calle.

Rogan la vio alejarse, luego también él salió y tomó la escalera interior hasta el pasillo de la planta baja del Palacio de Justicia.

El pasillo estaba repleto de procesados a la espera de conocer sus respectivas sentencias y, con ellos, familiares y amigos, además de sus abogados defensores. Poco a poco, fueron entrando en las distintas salas hasta que el frío y oscuro corredor quedó desierto. No había rastro de Von Osteen.

Rogan caminó hasta la puerta de la sala donde el magistrado había estado aquella mañana; llegaba tarde. Había comenzado ya la sesión y, por lo visto, hacía rato porque el tribunal se disponía a dar el veredicto. Von Osteen, que presidía, se encontraba sentado entre sus dos colegas magistrados. Los tres vestían toga negra, pero sólo Von Osteen lucía el gorro cónico de armiño y visón que designaba al funcionario judicial de mayor rango, y todos los presentes en la sala parecían entre fascinados y atemorizados por su imponente figura.

Iba a dictar sentencia. El condenado estaba en pie ante él. La decisión fue anunciada con aquella estupenda voz persuasiva que tan bien recordaba Rogan. Cadena perpetua para el pobre diablo.

Rogan sintió un inmenso alivio al ver que su búsqueda había terminado. Se alejó unos tres o cuatro metros de la puerta y se metió en uno de los nichos vacíos que había en la pared del pasillo, allí donde durante más de diez siglos había estado la armadura de un guerrero teutón. Permaneció allí durante casi una hora, hasta que la sala empezó a vaciarse.

Vio que alguien con toga salía de la sala por una pequeña puerta lateral, no por la grande de roble macizo. Von Osteen iba hacia él por el corredor en penumbra. Parecía un sacerdote de la antigüedad camino de un sacrificio, la toga holgada y el gorro cónico a modo de mitra de obispo; un hombre santo, un intocable. Rogan esperó, le cortó el paso y sacó la Walther del bolsillo.

Estaban ya frente a frente. Von Osteen forzó la vista en la tamizada luz y dijo con voz queda: «¿Rogan?» Entonces Rogan sintió una inmensa alegría de que esa última vez la víctima lo reconociera, de que fuese consciente del motivo por el que iba a morir.

—Usted me condenó a muerte, hace muchos años —dijo.

La voz hipnótica preguntó:

—¿Es usted Michael Rogan? —Y, con una sonrisa en los labios, añadió—: Me alegro de que por fin haya llegado. —Se llevó una mano al gorro—. En mis sueños tiene un aspecto mucho más terrible.

Rogan abrió fuego.

El disparo resonó en los pasillos de mármol como una campanada. Von Osteen se tambaleó hacia atrás, al tiempo que subía ambas manos como si quisiera bendecir a su verdugo. Rogan disparó otra vez. El hombre de la toga empezó a desplomarse, una caída a la que el gorro cónico confería un toque sacrílego. Empezó a salir gente al pasillo de las salas adyacentes y Rogan disparó una tercera bala al cuerpo tendido en el suelo de mármol. Luego, pistola en mano, corrió hacia la puerta lateral y salió a la plaza. Había escapado con vida.

Vio el Mercedes aparcado a un centenar de metros y caminó hacia allí. Rosalie estaba de pie junto al coche, se la veía muy pequeña, como si estuviera al final de un larguísimo túnel. Rogan empezó a correr, pensando que lo iba a conseguir, que la pesadilla había terminado para siempre. Pero un guardia de tráfico, de mediana edad y bigote poblado, había visto salir a Rogan blandiendo un arma de fuego y abandonó su puesto para interceptarlo. El agente, que iba desarmado, se plantó delante de él y dijo:

—Está usted arrestado; no puede empuñar un arma en la vía pública.

Rogan lo apartó de un golpe y siguió andando hacia el Mercedes. Rosalie había desaparecido, seguramente había subido al coche y estaba arrancando. Rogan sólo deseaba llegar allí. El guardia le seguía los pasos, agarrándose el brazo dolorido.

—Vamos, hombre, no cometa ninguna estupidez —dijo—. Soy un agente de policía alemán y está usted arrestado.

El fuerte acento bávaro le daba a su voz un tono amistoso. Rogan le pegó en plena cara. El policía se tambaleó, recuperó el equilibrio y echó a correr tras él, tratando de desviar a Rogan con su voluminoso cuerpo hacia el Palacio de Justicia, pero temeroso de usar la fuerza física porque el otro iba armado.

—Soy un agente de la ley —insistió, desconcertado, incapaz de creer que alguien pudiera hacer oídos sordos al requerimiento de un policía.

Rogan se dio la vuelta y le disparó al pecho.

El agente cayó hacia él, lo miró a los ojos y, con sorpresa e inocente terror en la voz, dijo:
«O wie gemein Sie sind.»
Las palabras resonaron en el cerebro de Rogan. «¡Oh, qué malvado es usted!» Paralizado, Rogan permaneció allí de pie mientras el policía se desplomaba moribundo a sus pies.

Inmóvil en mitad de la soleada plaza, también el cuerpo de Rogan pareció desintegrarse, perder todas las fuerzas. Pero, en ese momento, llegó Rosalie y lo agarró de la mano para hacerle correr hacia el coche. Luego lo empujó adentro y el Mercedes arrancó con un rechinar de neumáticos. Rosalie condujo como una loca por las calles de Munich, tratando de llegar cuanto antes a la pensión. La cabeza de Rogan se había ladeado hacia la derecha y ella vio con horror que un hilillo de sangre le salía de la oreja izquierda; la sangre manaba contra la fuerza de la gravedad, como propulsada por una defectuosa bomba interior.

BOOK: Seis tumbas en Munich
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