Read Seis tumbas en Munich Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

Seis tumbas en Munich (10 page)

BOOK: Seis tumbas en Munich
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Rogan sonrió educadamente.

—Me lo figuraba —dijo—. Pero resulta que yo los encontré por mi cuenta, así que importa poco lo que usted haya podido averiguar.

Bailey lo miró de un modo raro, le estrechó la mano y, justo antes de entrar en el ascensor, dijo:

—¡Buena suerte!

Si Bailey sabía el paradero de Genco Bari, dedujo después Rogan, todos los demás estaban también al corriente: el jefe de policía, la agencia de detectives, incluso probablemente el gerente del hotel. Bari era uno de los jefes de la mafia siciliana, su nombre debía de ser conocido en todo el país.

Rogan alquiló un coche y cubrió los ochenta kilómetros que distaban de Villalba. De pronto, se le ocurrió pensar que tal vez no saldría con vida de la isla, y que entonces los últimos miembros del grupo de Munich no serían castigados. Pero ahora eso no parecía importarle demasiado, como tampoco le importaba haber tomado la decisión de no ver a Rosalie. Había dispuesto lo necesario para que ella recibiera una renta. Con el tiempo, Rosalie lo olvidaría y empezaría una nueva vida. Lo único importante ahora era acabar con Genco Bari. El hombre del uniforme italiano era el único de los siete que lo había tratado con sincera calidez. No obstante, también él había tomado parte en el último acto de la farsa.

Aquella última y fatídica mañana en el Palacio de Justicia de Munich, Klaus von Osteen había sonreído desde las sombras, más allá de su enorme escritorio, mientras los hermanos Freisling lo instaban a él a cambiarse de ropa para «ser puesto en libertad». Genco Bari no había dicho nada; se había limitado a mirarle con cierta compasión. Después, había cruzado la sala y se había situado frente a Rogan para ayudarle con el nudo de la corbata. Es decir, había distraído a Rogan, el cual no sabía que tenía a Eric detrás. Bari, así pues, había tomado parte como los demás en la humillante fase de la ejecución. Y por haberse mostrado más humano que los otros, precisamente por eso, Rogan no podía perdonarlo. Moltke era un hombre egoísta y servil; Karl Pfann, una bestia, un bruto. Los hermanos Freisling eran el mal personificado. Lo que habían hecho era de esperar, les salía de dentro. Pero Genco Bari había dado muestras de calidez humana, y el hecho de intervenir en la tortura y la ejecución era una degeneración deliberada, execrable, imperdonable.

Mientras conducía bajo las estrellas en la noche siciliana, Rogan recordó cuánto había soñado con la venganza. Gracias a eso, había conseguido sobrevivir. Y cuando lo arrojaron sobre aquella pila de cadáveres, en el patio del Palacio de Justicia, la sangre manaba de su cráneo destrozado y su cerebro apenas palpitaba con una pequeñísima chispa, esa misma chispa que se había alimentado del odio para no extinguirse.

Y ahora que ya no estaba con Rosalie y que pensaba renunciar a ella, los recuerdos de su esposa afluían de nuevo a su memoria. «¡Ay, Christine! —pensó—, ¡cuánto te habría gustado esta noche estrellada, el aire balsámico de Sicilia! Tú siempre confiabas en todo el mundo, nadie te caía mal. Nunca llegaste a entender el trabajo que yo hacía. Nunca comprendiste lo que podía pasarnos a todos si nos capturaban. Cuando oía tus gritos en el Palacio de Justicia de Munich, lo más aterrador era comprobar esa nota de sorpresa en tu voz. No creías que unos seres humanos pudieran hacer cosas tan terribles a otros seres humanos.»

Christine era preciosa: tenía unas piernas muy largas para ser francesa, y los muslos, bien torneados; cintura de avispa y unos pechos pequeños y tímidos que se crecían cuando él los tocaba; sedosos cabellos de un castaño claro que caían en suave cascada, y unos ojos encantadoramente serios. Sus labios, carnosos y sensuales, tenían el mismo carácter y sinceridad que él veía en su mirada.

¿Qué le habían hecho antes de acabar con ella? Bari, Pfann, Moltke, los Freisling, Pajerski y Von Osteen. ¿Cómo habían provocado aquellos gritos? ¿De qué manera la habían matado? Si hubiera hecho estas preguntas a los otros, ellos le habrían mentido. Pfann y Moltke le habrían quitado hierro a la cosa; los Freisling se habrían inventado detalles morbosos para hacerlo sufrir aún más. Sólo Genco Bari le diría la verdad, de eso estaba convencido Rogan sin saber muy bien por qué. Por fin sabría cómo había muerto su mujer, entonces embarazada. Conocería la causa de aquellos gritos horribles, los gritos que sus torturadores habían grabado y reservado para utilizarlos contra él.

12

Llegó a Villalba sobre las once y media de la noche y, sorprendentemente, encontró las adoquinadas calles del pueblo iluminadas con ristras de farolillos de colores. A lo largo de las aceras, había puestos callejeros alegremente decorados donde los lugareños vendían salchichas, vino y gruesa pizza siciliana de anchoas en aceite sobre un generoso lecho de tomate. A Rogan se le hizo la boca agua. Paró el coche y devoró un perrito caliente hasta que la boca le ardió con las especias que llevaba la carne. En el siguiente puesto, compró un vaso de vino tinto.

Había llegado a Villalba el día de su patrona, santa Cecilia. Como era tradición, la gente celebraba el día del nacimiento de la santa con tres días de fiesta por todo lo alto. Rogan había llegado la noche del segundo día de festejos. A esas alturas, todo el mundo —incluido algún que otro niño— iba borracho gracias al joven y áspero vino siciliano. Rogan fue recibido como si fuera de la familia y, al oír que hablaba en su casi perfecto italiano, el hombre del puesto del vino, un individuo orondo con enormes bigotes que dijo llamarse Tullio, lo abrazó con toda la naturalidad del mundo.

Bebieron juntos. Tullio no lo dejaba marchar, y tampoco quiso cobrarle nada. Se fue formando un corro de hombres. Unos llevaban barras de pan rellenas de pimientos fritos; otros masticaban anguila ahumada. El empedrado era un salón de baile para los niños. Entonces, por la calle principal, aparecieron tres muchachas extrañamente ataviadas, los relucientes cabellos negros recogidos en lo alto, tomadas del brazo y lanzando provocativas miradas a los hombres. Eran las «putas» de la fiesta, expresamente elegidas y hechas ir al pueblo para desvirgar a los jóvenes que ese año habían alcanzado la mayoría de edad; así protegían el honor de las chicas del lugar.

Los hombres que rodeaban el puesto del vino se dispersaron, sumándose a la larga estela de jóvenes que iban dejando a su paso las tres putas de la fiesta.

Rogan pensó que había llegado en el momento perfecto. Podría hacer el trabajo esa misma noche y abandonar el pueblo por la mañana.

—¿Sabe dónde se encuentra la casa de Genco Bari? —preguntó a Tullio.

La cara del siciliano cambió bruscamente y quedó convertida en una máscara inexpresiva. Toda la camaradería se esfumó en un instante.

—No conozco a ningún Genco Bari —dijo.

Rogan se echó a reír.

—Vamos, hombre, hicimos la guerra juntos y me invitó a que viniera algún día a verlo aquí, a Villalba. Bueno, ya lo encontraré por mi cuenta.

Tullio recuperó súbitamente su antiguo yo.

—¡Ah!, entonces ¿también está usted invitado a la fiesta? Todo el pueblo está invitado. Vamos, yo también voy para allá. —Y, aunque había al menos cinco personas esperando a que les sirvieran vino, Tullio los despidió con un gesto y cerró el puesto. Luego, colgándose del brazo de Rogan, dijo—: Usted déjeme a mí y jamás olvidará esta noche mientras viva.

—Eso espero —dijo Rogan.

La villa de Genco Bari, situada a las afueras del pueblo, estaba protegida por un alto muro de piedra. La enorme verja de hierro forjado se hallaba abierta de par en par y, desde la entrada, se veía la mansión al fondo y luces de colores colgadas de árbol a árbol. Bari, en cuyas tierras trabajaba la mayoría de los lugareños, celebraba una jornada de puertas abiertas.

En largas mesas de exterior, se amontonaban inmensas fuentes de macarrones, fruta diversa y helado casero. Había mujeres que servían vasos de vino de unas garrafas puestas sobre la hierba. Toda la comarca parecía haberse congregado allí, en la fiesta del capo mafioso. Sobre una tarima, tres músicos se pusieron a tocar una música aflautada para bailar. E instalado en un sitial de madera tallada sobre la misma tarima, estaba él: el hombre que Rogan había ido a matar.

El jefe mafioso estrechaba la mano a todo el mundo, sonreía con deferencia. Pero Rogan casi no lo reconoció. El rostro carnoso y moreno era ahora cadavérico, de un tono similar al del sombrero panamá que adornaba su cabeza. En medio de la alegría popular, Genco Bari era la máscara blanca de la muerte. Estaba claro, pensó Rogan, que tendría que actuar rápido, o un verdugo más impersonal le privaría de la venganza.

Hombres y mujeres se colocaban en un cuadrado para bailar al son de la tonada. Rogan se vio arrastrado hacia el vórtice de la danza. Fue como descender por un embudo de cuerpos humanos que finalmente lo escupió al aire libre de la mano de una muchacha siciliana. Otras parejas se separaban de la muchedumbre en vertiginoso movimiento para perderse entre los arbustos. La pareja de Rogan se puso a bailar detrás de un enorme tonel y echó un trago de una jarra de plata que había en lo alto. Después, se la tendió a Rogan.

Era hermosa. El vino había teñido de morado su sensual boca. Aquellos centelleantes ojos oscuros y la piel olivácea consumían la luz de los fanales con un fuego propio. Sus pechos colmados, que se desbordaban por el escote pronunciado de su blusa, latían al compás de su ansiosa respiración y, bajo la tela tirante de la falda, se adivinaban sus carnosos muslos, una carne ávida que no se dejaba contener. La chica vio beber a Rogan y presionó su cuerpo contra el suyo; luego lo guío por el laberinto de senderos arbolados hacia la parte posterior de la mansión. Rogan subió detrás de ella por unos escalones de piedra adosados a la pared exterior que describían una curva cerrada y terminaban en un balcón. Allí franquearon una puerta de cristal tintado y pasaron a un dormitorio.

La chica se dio la vuelta y ofreció su boca a Rogan. Los pechos le palpitaban de pasión, y él puso la palma de sus manos sobre ellos como para aquietarlos. Ella le había pasado los brazos por la espalda, y ahora lo apretaba contra sí.

Rogan pensó en Rosalie. Había decidido no volver a verla nunca más, no permitir que compartiera con él lo que sabía que iba a ser su destino: prisión o muerte. Si ahora le hacía el amor a esa chica, la decisión sería ya irrevocable. Pero, por encima de todo, la chica era crucial para entrar en la mansión de Bari. De hecho, estaba dentro; y con ella, que parecía impacientarse.

La chica tiró de él hacia la cama y empezó a despojarse de la ropa. Se había subido la falda más arriba de la cintura y Rogan pudo ver sus maravillosos muslos, sentir el contacto de aquella piel ardiente. A los pocos minutos, estaban enroscados como dos serpientes, revolcándose en la cama, apretando, empujando, desnudos y sudorosos y resbaladizos, hasta que finalmente rodaron al suelo de fría piedra. Abrazados como si de ello dependieran sus vidas, se quedaron un rato dormidos y, al despertar, bebieron vino de una jarra, volvieron al lecho, copularon de nuevo y, ya rendidos, se durmieron otra vez.

Cuando Rogan despertó a la mañana siguiente, tenía la peor jaqueca de su vida. Sentía como si todo su cuerpo estuviera lleno de granos de uva podridos. Gimió, y la chica desnuda que yacía a su lado lo arrulló compasiva y, de debajo de la cama, sacó la jarra —ahora medio vacía— que habían estado compartiendo durante la víspera.

—Es el único remedio —dijo.

Echó un trago y se la pasó a Rogan. Él se llevó la jarra a los labios y el afrutado vino le despejó la cabeza de inmediato. Besó los grandes pechos de la chica, que parecían despedir la fragancia de la uva; su cuerpo entero olía a vino, como si ella misma fuera la esencia de éste.

—Por cierto, ¿y tú quién eres? —preguntó Rogan, con una sonrisa en los labios.

—Soy la señora de Genco Bari —respondió ella—. Pero puedes llamarme Lucía. —Justo en ese momento llamaron a la puerta. Lucía le sonrió—: Y ahí llega mi marido, que viene a recompensarte.

Lucía se levantó para ir a abrir la puerta, momento que Rogan aprovechó para alcanzar la chaqueta que colgaba de una silla y sacar su pistola Walther. No le dio tiempo: la puerta ya estaba abierta y Genco Bari en persona se encontraba en medio de la habitación. Tras su frágil y cascada figura, acechaban dos campesinos sicilianos armados con sendas ametralladoras. Uno de ellos era Tullio, que ahora miraba a Rogan sin inmutarse.

Genco Bari se sentó al tocador de su esposa y dedicó a Rogan una amable sonrisa.

—No tema, no soy el típico marido siciliano celoso —dijo—. Sepa usted que ya no puedo cumplir con mis obligaciones conyugales. Pero, como he visto mucho más mundo que mis paisanos, permito que mi mujer satisfaga sus muy naturales necesidades. Eso sí, jamás con alguien de este pueblo, y siempre con total discreción. Me temo que anoche mi pobre Lucía se dejó llevar por el vino y la pasión. En fin, no pasa nada. Aquí tiene su recompensa, caballero. —Tiró una cartera llena de dinero sobre la cama. Rogan no hizo ademán de cogerlo—. Lucía —dijo Genco Bari a su mujer—, ¿se ha portado bien?

Ella sonrió, radiante, y mirando a Rogan dijo:

—Como un semental.

Bari se rió, o eso intentó. Como apenas tenía carne en la cara, todo quedó en una desmadejada mueca compuesta de huesos, piel y dientes.

—Tendrá que perdonar a mi esposa —se excusó con Rogan—. Las campesinas suelen ser muy explícitas y espontáneas. Por eso me casé con ella hace tres años, cuando supe que me estaba muriendo. Pensé que podría aferrarme a la vida gozando de su cuerpo, pero eso terminó pronto. Y luego, cuando vi que ella sufría por ese motivo, decidí romper con todas las tradiciones de esta tierra y le permití tener amantes. Pero bajo las condiciones que yo dicté, para que mi honor y el de mi familia permanecieran intactos. Quiero advertirle de una cosa: no se le ocurra comentar esto con nadie mientras esté en Sicilia, porque lo echaré a mis leones y nunca más podrá acostarse con una mujer.

—No quiero ese dinero —dijo Rogan, lacónico—, y no soy de los que se vanaglorian de sus conquistas.

Genco Bari lo miró fijamente.

—Hay algo en su cara que me resulta familiar —comentó—. Y habla usted italiano casi como un oriundo. ¿Hemos coincidido antes en alguna parte?

—Que yo sepa, no —dijo Rogan, mirando a Bari con compasión. Aquel hombre pesaba alrededor de treinta kilos, era piel y huesos.

Genco Bari habló para sí mismo, como reflexionando en voz alta:

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