Seis tumbas en Munich (11 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

BOOK: Seis tumbas en Munich
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—Usted anduvo preguntando por mí en Palermo. Luego ese agente americano, Bailey, lo puso sobre mi pista. Tullio —señaló con la cabeza hacia el guardaespaldas— me ha contado que usted quería saber dónde estaba mi casa y que le dijo que yo lo había invitado. Eso significa que nos conocemos de algo. —Se inclinó hacia Rogan—. ¿Acaso lo han enviado para asesinarme? —Mostró su sonrisa de fantasma y extendió los brazos—. Pues llega usted tarde. Me estoy muriendo. Ya no tiene sentido que me mate.

Rogan contestó sin alterarse:

—Cuando se acuerde de mí, le responderé a eso.

Bari se encogió de hombros.

—Bueno, pero hasta que no recuerde quién es usted, quiero que se quede en mi villa como invitado. Tómese unas pequeñas vacaciones; así podrá entretener a mi esposa y quizá le quede una horita al día para charlar conmigo tranquilamente. Siempre he sentido curiosidad por Estados Unidos. Tengo muchos amigos allí. Acepte usted mi invitación, no se arrepentirá.

Rogan asintió con la cabeza y luego estrechó la mano que aquel hombre le tendía. Una vez que Bari y los guardaespaldas salieron de la habitación, preguntó a Lucía:

—¿Cuánto tiempo de vida le queda a tu marido?

—¡Quién sabe! —dijo ella—. Tal vez un mes, una semana, una hora. Me da mucha pena, pero yo soy joven, tengo toda una vida por delante. Para mí, quizá sea mejor que muera pronto. Eso sí, lo sentiré mucho. Es un hombre muy bueno. Regaló tierras a mis padres, y ha prometido legarme todos sus bienes cuando fallezca. Yo podría haber pasado sin amantes, pero fue él quien insistió. Ahora, me alegro. —Fue a sentarse en el regazo de Rogan, dispuesta a repetir.

Rogan permaneció toda una semana alojado en la finca de Genco Bari. Tenía claro que no saldría con vida de allí después de haber matado a Bari. La mafia lo interceptaría sin problemas en cuanto llegara al aeropuerto de Palermo. Su única esperanza era matar a Bari de manera que su cadáver no fuese descubierto hasta un mínimo de seis horas después. Con ese margen, tendría tiempo de tomar un avión.

Dedicaba diariamente unas horas a hacer planes y a hablar con Bari. Resultó que el capo era un hombre simpático, educado y servicial. Casi se hicieron amigos. Y aunque salía a montar a caballo y de picnic erótico con Lucía, le entretenían más sus conversaciones con Bari. El apetito sexual de Lucía, como su fragancia a uva, era abrumador. Rogan suspiraba aliviado cuando llegaba la noche y se sentaba con Genco Bari a compartir una cena ligera y un vaso de grapa. Bari había cambiado por completo respecto a como era veinte años atrás. Trataba a Rogan casi como a un hijo y era una persona sumamente interesante, sobre todo cuando contaba cosas sobre la mafia siciliana.

—¿Sabe usted por qué en Sicilia no hay una sola tapia de piedra que mida más de medio metro? —le preguntó un día a Rogan—. El gobierno de Roma pensó que las tapias servían para que los sicilianos se tendieran emboscadas continuamente, de manera que limitó la altura de las mismas con la esperanza de que así se redujera el número de asesinatos en la isla. ¡Qué estupidez! Es imposible impedir que la gente se mate. ¿No le parece? —añadió, mirando fijamente a Rogan.

Éste se limitó a sonreír. No quería dejarse arrastrar a discusiones filosóficas sobre el asesinato.

Bari le contó cosas sobre los chanchullos de la mafia y sus eternas rencillas. Por ejemplo, que cada rama de la industria tenía su propia sección mafiosa pegada a ella como una insaciable sanguijuela; que había incluso una rama de la mafia dedicada a proteger, a cambio de dinero, a los jóvenes que iban a dar la serenata a sus damiselas bajo los balcones. Toda Sicilia era un nido de corrupción. Pero uno podía vivir tranquilo... siempre y cuando perteneciera a la mafia, claro.

Bari se hizo agricultor al poco tiempo de terminar la guerra, pues se negó a tener nada que ver con el tráfico de drogas, entonces emergente.

—En aquellos tiempos yo era malvado —explicó Genco Bari con una sonrisa de desaprobación—, un hombre violento. Pero nunca hice daño a una mujer, y jamás me dedicaría al narcotráfico. Eso es infame. Yo siempre he sido un hombre de honor. Incluso los asesinos y los ladrones tienen su honor.

Rogan sonrió cortésmente. Bari había olvidado el Palacio de Justicia muniqués, había olvidado los gritos de Christine registrados en el cilindro de cera marrón del fonógrafo. Había llegado el momento de recordárselo.

Hacia el final de la semana, Rogan ya tenía un plan concreto para matar a Bari y huir. Propuso al capo mañoso ir los dos de merienda campestre en el coche de Rogan. Llevarían una cesta con comida, vino y grapa, y se sentarían a la sombra de un árbol. La excursión resultaría beneficiosa para un hombre enfermo.

—Eso estaría bien —dijo Bari—. Es muy amable por su parte querer desperdiciar su tiempo con un moribundo como yo. Daré instrucciones de que lleven los víveres a su coche. ¿Le digo a Lucía que venga?

Rogan meneó la cabeza.

—Demasiado vivaracha. Además, los hombres no pueden hablar tranquilos cuando hay mujeres delante. Me gusta demasiado la compañía de usted como para arruinarla con el volátil carácter femenino.

Genco Bari se rió y quedaron de acuerdo; partirían temprano a la mañana siguiente y volverían al anochecer. Bari tenía varios asuntos pendientes en algunos pueblos y aprovecharía para resolverlos por el camino. Rogan se alegró interiormente de que los pueblos a que se refería estuvieran en la carretera que iba a Palermo.

Salieron temprano, Rogan al volante y Genco Bari sentado en el asiento de copiloto, la cara cadavérica protegida por el inevitable panamá color crema. Siguieron durante un par de horas la ruta de Palermo y luego Bari indicó a Rogan que ascendiera por una carretera secundaria hacia la parte montañosa. La calzada terminaba en una vereda estrecha y Rogan tuvo que parar.

—Traiga el vino y la comida —ordenó Bari—. Nos sentaremos bajo esas rocas.

Rogan llevó la cesta a donde Bari le esperaba ya a la sombra. Sobre un mantel a cuadros rojos y blancos extendido en el suelo, Rogan dispuso las fuentes con berenjena frita, salchicha fría y una crujiente barra de pan envuelta en una servilleta blanca. Para el vino, había unos vasos chatos y anchos, y Bari sirvió de la jarra. Cuando terminaron de comer, el capo ofreció a Rogan un puro, largo y estrecho.

—Tabaco siciliano; un poco raro, pero es el mejor del mundo —dijo. Le encendió el puro a Rogan con su mechero y luego, sin alterar en absoluto el tono de voz, preguntó—: ¿Se puede saber por qué va a matarme hoy?

Sorprendido, Rogan miró en derredor para ver si le habían tendido una trampa. Genco Bari meneó la cabeza.

—Descuide, no he tomado ninguna precaución. Mi vida ya no tiene valor para mí. Sin embargo, quiero satisfacer mi curiosidad. ¿Quién es usted y por qué desea matarme?

Rogan habló muy despacio:

—Hace días me dijo que nunca le había hecho daño a una mujer. Pero usted tomó parte en el asesinato de mi esposa. —Bari puso cara de perplejidad, y Rogan continuó—: El
Rosenmontag
de 1945, en el Palacio de Justicia de Munich. Usted me ajustó el nudo de la corbata antes de que Eric Freisling me disparara un tiro en la nuca. Pero no me mataron. No, conseguí sobrevivir. Los hermanos Freisling están muertos; Moltke y Pfann, también. Cuando lo haya matado a usted, sólo quedarán Pajorski y Von Osteen. Y, una vez los haya matado a ellos, ya podré morir tranquilo.

Genco Bari dio unas caladas a su cigarro y se quedó mirando a Rogan hasta que habló:

—Sabía que tendría un motivo honroso para matarme. Salta a la vista que es usted un hombre honorable. Me lo he imaginado toda la semana planeando cómo matarme y poder escapar en avión desde Palermo. Por eso decidí colaborar. Abandone aquí mi cadáver y váyase. Antes de que nadie sepa nada, usted ya estará a salvo en Roma. Pero le sugiero que salga de Italia lo antes posible. Los tentáculos de la mafia son muy largos...

—Si no me hubiera ajustado usted la corbata, si no me hubiera distraído para que Eric pudiera situarse detrás de mí, quizá le perdonaría la vida —dijo Rogan.

El rostro demacrado de Bari registró cierta sorpresa.

—Yo no pretendía engañarlo —dijo, con una sonrisa triste—. Pensé que usted ya sabía que iba a morir. Quería que sintiera un contacto humano, algo que lo reconfortara en esos últimos momentos, pero sin delatarme delante de mis camaradas. Que quede claro que no me estoy excusando de lo hecho, pero déjeme insistir en una cosa: yo no tuve nada que ver con la muerte de su esposa ni con sus gritos.

El sol siciliano estaba ahora en lo más alto del cielo y la roca que había sobre ellos ya no daba sombra. Rogan notó una sensación de náusea en el estómago.

—¿Fue Von Osteen quien la mató? Dígame quién fue el que la torturó y le juro por la memoria y el alma de mi mujer que lo dejaré en paz.

Genco Bari se puso de pie. Por primera vez desde que se conocían, su tono fue desabrido.

—¿No se da cuenta de que quiero que me mate, estúpido? —dijo—. Usted es mi libertador, no mi verdugo. Cada día padezco dolores que ningún medicamento puede aliviar del todo. El cáncer se ha extendido por todo mi cuerpo, pero no consigue matarme. Del mismo modo que nosotros no conseguimos acabar con usted en el Palacio de Justicia de Munich. Puede que aún me queden años de sufrimiento, maldiciendo a Dios. Desde el primer día supe que quería usted matarme, y lo ayudé en cuanto pude para brindarle la oportunidad de hacerlo. —Sonrió a Rogan—. Le sonará a chiste macabro, pero sólo le diré la verdad acerca de su mujer si promete acabar conmigo.

—¿Y por qué no se quita usted la vida? —le espetó Rogan.

Le sorprendió que Genco Bari inclinara la cabeza y la levantara de nuevo, mirándolo de hito en hito. Casi con vergüenza, el italiano dijo en voz baja:

—Sería un pecado mortal. Yo creo en Dios.

Se hizo un largo silencio. Los dos estaban de pie.

—Dígame si fue Von Osteen quien mató a mi mujer, y prometo hacerle el favor que me pide —dijo finalmente Rogan.

—El jefe del equipo —empezó Bari despacio—, Klaus von Osteen, fue quien ordenó grabar los gritos para torturarlo a usted después con ellos. Era un hombre extraño, terrible; nadie a quien yo haya podido conocer habría pensado en hacer una cosa así. Porque aquello no estuvo planeado, ¿entiende? Fue una cosa accidental. Quiero decir que a Von Osteen se le tuvo que ocurrir lo del gramófono sobre la marcha, en el mismo momento, mientras la chica ya agonizaba.

—Entonces, ¿quién la torturó? —dijo Rogan bruscamente—. ¿Quién fue el que la mató?

Genco Bari lo miró a los ojos.

—Usted —dijo, muy serio.

Rogan notó que la sangre se le agolpaba en su cabeza, un dolor familiar en el cráneo, alrededor de la placa de plata.

—¡Maldito cabrón! —exclamó—. Me has engañado. No piensas decirme quién fue. —Sacó la Walther del bolsillo de la chaqueta y apuntó al abdomen de Bari—. Dime quién mató a mi mujer.

Genco Bari miró una vez más a Rogan a los ojos y luego, muy serio, dijo:

—Tú la mataste. Tu mujer murió pariendo un bebé sin vida. Ninguno de nosotros le hizo el menor daño. Estábamos convencidos de que ella no sabía nada, pero Von Osteen grabó sus gritos para asustarte.

—Mientes —dijo Rogan. Sin pensarlo dos veces, apretó el gatillo.

El estampido resonó en las rocas, al tiempo que la frágil figura de Genco Bari caía al suelo como a un metro y medio de donde antes se encontraba. Rogan se acercó al moribundo y le apoyó el cañón del arma en la oreja.

Bari abrió los ojos, asintió con gesto agradecido y dijo en un susurro:

—No te culpes de nada. Sus gritos eran espantosos porque todo dolor, toda muerte, es terrible por igual. También tú debes volver a morir, y no va a ser menos terrible. —De su boca salía un hilo de saliva sanguinolenta—. Perdóname como yo te he perdonado.

Rogan lo tomó en brazos sin disparar otra vez, esperando sólo a que expirara. Fueron apenas unos minutos, quedaba tiempo de sobra para tomar el avión en Palermo. Pero, antes de partir, sacó una manta del coche y cubrió con ella el cadáver de Genco Bari. Confió en que pronto lo encontrarían.

13

Rogan se desplazó en avión de Roma a Budapest. Arthur Bailey había mantenido su promesa y los visados estaban allí esperándolo. Rogan cogió una botella de whisky y se emborrachó durante el vuelo. No lograba olvidar lo que Genco Bari le había dicho: que Christine había muerto al dar a luz; que él, Rogan, había sido el responsable de su muerte. Pero ¿acaso una muerte tan común en las mujeres desde que el mundo era mundo podía ser la causa de los horribles gritos que él había oído en el gramófono del Palacio de Justicia de Munich? Y aquel cerdo de Von Osteen grabándolos: sólo un genio del mal podía improvisar algo tan perverso. Rogan dejó momentáneamente a un lado sus sentimientos de culpa mientras pensaba en matar a Von Osteen y el placer que eso le daría. Barajó la idea de postergar la ejecución de Pajerski, pero ya volaba rumbo a Hungría y Bailey lo había organizado todo en Budapest. Sonrió lúgubremente: él sabía algo que Arthur Bailey no.

Bastante borracho ya al aterrizar, Rogan se dirigió directamente al consulado de Estados Unidos y preguntó por el intérprete, según las instrucciones de Arthur Bailey.

Un hombre menudo y nervioso que lucía un bigotito lo condujo al interior del edificio.

—Yo soy el intérprete —dijo—. ¿Quién le envía?

—Un amigo común. Se llama Arthur Bailey.

El hombrecillo se metió en otra sala y, al cabo de un rato, volvió y dijo con voz asustada y tímida:

—Haga el favor de seguirme. Lo llevaré a ver a alguien que quizá pueda ayudarle.

Entraron a una habitación donde los esperaba un hombre corpulento de pelo ralo que se presentó como Stefan Vrostk.

—Yo soy quien lo ayudará en su misión —dijo, tras estrechar vigorosamente la mano de Rogan—. Nuestro amigo Bailey me ha pedido que dedique a ello mi atención personal.

Despidió con un gesto al intérprete y, una vez a solas, empezó a hablar de manera arrogante.

—Estoy al corriente de su caso. He sido bien informado sobre lo que ha hecho y acerca de sus planes futuros. —Hablaba dándose mucha importancia; sin duda, era un individuo de una desbordante presunción.

Rogan se limitó a escuchar. Vrostk continuó:

—Debe entender que, detrás del Telón de Acero, las cosas son muy diferentes. No espere actuar con la misma impunidad que al otro lado. Su historial como agente en la Segunda Guerra Mundial evidencia que es usted proclive al descuido. Su red fue desarticulada porque no tomó las debidas precauciones al utilizar la radio clandestina. ¿Es eso cierto? —Miró a Rogan, esbozando una sonrisa paternalista, y éste ni se inmutó.

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