Vrostk empezaba a ponerse un poco nervioso, aunque eso no afectó ni un ápice a su arrogancia.
—Le explicaré dónde trabaja Pajerski, sus costumbres, cómo está protegido. La ejecución propiamente dicha será cosa suya. Después, yo lo organizaré para que salga clandestinamente del país. Pero quiero dejarle clara una cosa: no debe usted hacer nada sin consultármelo primero. Debe contar con mi aprobación. Y tendrá que aceptar mi plan sin rechistar para sacarlo del país una vez haya terminado su misión. ¿Entendido?
Rogan notaba que la ira se le iba concentrando en la cabeza.
—Sí, claro —dijo—. Lo he entendido todo a la perfección. Usted trabaja para Bailey, ¿no?
—Así es —dijo Vrostk.
—Muy bien. Entonces seguiré sus instrucciones. Le diré todo lo que piense hacer antes de hacerlo. —Se rió—. Bueno, y ahora dígame dónde puedo encontrar a ese Pajerski.
Vrostk le sonrió como un padre a su hijo.
—Antes de nada, tiene usted que hospedarse en un hotel, echar un buen sueñecito, y por la noche cenaremos juntos en el Café Black Violin. Verá usted a Pajerski. Cena allí todos los días, juega al ajedrez, se reúne con sus amigos. En otras palabras, es su local favorito.
En el pequeño y recoleto hotel que Vrostk le había buscado, Rogan se puso a hacer sus propios planes, proceso durante el cual pensó en Wenta Pajerski y en todo lo que el huesudo oficial húngaro le había hecho allá en el Palacio de Justicia de Munich.
Tenía la cara grande, colorada, con más verrugas que un jabalí, y sin embargo Pajerski sólo se había mostrado cruel en ocasiones contadas, llegando incluso a ser amable con él. Alguna vez, había detenido el interrogatorio para darle a beber un vaso de agua, ofrecerle un cigarrillo, ponerle en la mano unas láminas mentoladas. Y aunque Rogan sabía perfectamente que Pajerski hacía el papel del clásico «poli bueno» que consigue hacer hablar al preso cuando falla todo lo demás, ni siquiera ahora pudo evitar sentir la oleada de gratitud que su acto de bondad inspiraba.
Motivos aparte, aquellas láminas mentoladas eran reales, los trocitos de chocolate le habían ayudado a dejar de sufrir. El agua y el tabaco eran regalos del cielo. Eran cosas vivas, cosas que habían penetrado en su cuerpo. Así que ¿por qué no dejar vivo a Pajerski? Recordó a aquel hombre fornido y lleno de vitalidad y cuánto gozaba con las buenas cosas materiales de la vida; el placer físico que le proporcionaban la comida, la bebida, e incluso las torturas que exigía el interrogatorio. Pero Pajerski se había reído, había disfrutado al ver cómo Eric Freisling se situaba sigilosamente detrás de Rogan para disparar el tiro de gracia.
Rogan recordó otro detalle. La tarde del primer interrogatorio en el Palacio de Justicia, habían puesto la grabación de los gritos de Christine desde la sala contigua, y él se había retorcido de angustia. Entonces Pajerski había ido hacia la puerta, diciendo a Rogan en tono bromista: «Tranquilo; haré que tu chica grite de placer, no de dolor.»
Al rememorar todo aquello, Rogan comprendió que los siete hombres habían representado muy bien su papel. Habían conseguido engañarlo de principio a fin. Sólo cometieron un error: no lo habían matado. Ahora le tocaba el turno a él; el turno de materializarse en un espectro portador de tortura y de muerte. Ahora le tocaba a él saberlo todo, verlo todo; y a ellos, adivinar y temer lo que pasaría a continuación.
Esa tarde Rogan fue con Stefan Vrostk al Black Violin, que resultó ser exactamente lo que él había imaginado como el local favorito de Wenta Pajerski. La comida era buena, y las raciones, más que generosas; las copas, fuertes y baratas; las camareras, guapas y pechugonas, alegres, descocadas y con un amplio repertorio de posturas para poner sus nalgas al alcance del pellizco masculino. La música de acordeón hacía bailar, y el ambiente estaba cargado de humo acre de tabaco.
Wenta Pajerski entró a las siete en punto. No había cambiado nada, del mismo modo que los animales no parecen más viejos desde que llegan a la madurez hasta que alcanzan una edad extrema. Porque Wenta Pajerski era un animal. Pellizcó tan fuerte a la primera camarera que se puso a tiro, que la chica soltó un gritito de dolor. Luego se bebió un tanque de cerveza de un trago, sin detenerse a tomar aliento, antes de sentarse a una mesa redonda reservada para él. Al poco rato, ya estaba rodeado de sus compinches. Rieron y contaron chistes y bebieron coñac directamente de la botella. Entretanto, una camarera rubia llevó a la mesa un pequeño cofre rectangular de madera tallada. Pajerski procedió a sacar las piezas de ajedrez. Una vez abierto, el cofre se convertía en un tablero de ajedrez. Pajerski se apropió de las blancas —para así mover primero—, obviando la tradicional elección a mano cerrada. Era una muestra del carácter del gigantesco húngaro. No había cambiado.
Rogan y Vrostk observaron la mesa de Pajerski durante toda la velada. Hasta las nueve, Pajerski jugó partidas de ajedrez y bebió sin parar. A la hora en punto, la camarera rubia retiró el tablero con las piezas y le llevó la cena.
Viéndolo comer con aquel apetito animal, Rogan casi sintió tener que matar a Pajerski. Sería como matar a un animal irracional, despreocupado. El húngaro se llevó el plato de sopa a los labios para apurar lo que quedaba. Utilizó una cuchara, y no un tenedor, para transportar a su cavernosa boca ingentes montañas de arroz con salsa. Bebió vino de la botella, aparentemente con una sed perentoria, y la oleada de eructos que siguió pudo oírse en toda la sala.
Cuando hubo terminado de cenar, Pajerski pagó la cuenta de todos, pellizcó el trasero de la camarera y le deslizó una generosa propina en billetes por el escote del vestido, de modo que pudiera tocarle los pechos. Todo el mundo puso buena cara; una de dos: o le tenían mucho cariño o le tenían mucho miedo. Pajerski salió en compañía de su séquito masculino a las calles oscuras, todos del brazo y hablando en voz alta. Al pasar frente a una cafetería de donde salía música, Pajerski ejecutó unos pasos de baile a lo oso de feria.
Rogan y Vrostk siguieron al grupo hasta verlos meterse en un edificio de barroca fachada. Luego Vrostk paró un taxi y fueron al consulado.
—Aquí podrá informarse sobre lo que hace Pajerski el resto de la noche —dijo Vrostk, pasándole el dossier del húngaro—. No tendremos que seguirlo a ninguna parte. Cada noche hace lo mismo.
Era un dossier breve pero instructivo. Wenta Pajerski era el segundo de a bordo de la policía secreta de Budapest. Trabajaba todo el día en las oficinas del ayuntamiento, donde además tenía su vivienda. Tanto la oficina como la vivienda estaban fuertemente vigiladas por destacamentos especiales de la secreta. Pajerski salía siempre del edificio a las seis y media de la tarde, rodeado de policías de paisano. Entre los hombres que lo acompañaban por la calle había al menos dos guardaespaldas.
Wenta Pajerski era el único de los siete torturadores que había conservado el mismo tipo de trabajo. Ciudadanos corrientes sospechosos de actividades contrarias al régimen comunista entraban en la oficina de Pajerski y ya nadie los volvía a ver. Era considerado el responsable del secuestro de unos científicos de Alemania Federal. Pajerski estaba entre los primeros puestos de la lista de criminales de la guerra fría confeccionada por Occidente. Al leer aquello, Rogan sonrió. Ahora entendía el interés de Bailey y por qué Vrostk quería a toda costa que le solicitara el visto bueno antes de dar ningún paso. La muerte de Pajerski iba a tener una enorme repercusión en Budapest.
El dossier describía asimismo el recargado edificio donde Pajerski y sus amigos habían entrado por la noche. Era el burdel más caro y selecto, no ya de Budapest sino de todo el Telón de Acero. Tras acariciar a las chicas del salón, Pajerski nunca subía a solazarse con menos de dos. Al cabo de una hora, salía otra vez a la calle dando caladas a un gigantesco habano y más contento que un oso a punto de hibernar. Pero tanto dentro como fuera del edificio, los guardaespaldas no le quitaban el ojo de encima, se entiende que sin interferir en sus placeres: en esa franja no era vulnerable.
Rogan cerró el dossier y preguntó a Vrostk:
—¿Cuánto tiempo hace que intentan ustedes acabar con él?
—¿Qué le hace pensar eso? —replicó Vrostk con una mueca.
—Todo este dossier —precisó Rogan—. Hace unas horas, me venía usted con el cuento de que es el gran jefe de esta operación porque, según parece, es mucho mejor agente que yo. Y yo me lo he tragado. Pero usted no es mi jefe, que quede claro. Le diré lo que quiera saber y contaré con usted para salir del país una vez haya matado a Pajerski, pero eso es todo. ¡Ah! —añadió—, y le daré un buen consejo: conmigo no intente ningún truco, nada de típicas argucias del Servicio de Inteligencia, porque lo mataría sin pestañear como pienso hacer con Pajerski. Y, además, con gusto, porque al menos él me cae bien —terminó Rogan con una sonrisa fría y brutal.
Stefan Vrostk parecía un tanto alterado.
—Oiga, yo antes no pretendía insultarlo. Lo que he dicho lo he dicho con la mejor intención.
—No he recorrido tantos kilómetros para que me traten como a una marioneta. Les sacaré las castañas del fuego, haré el trabajito por ustedes y mataré a Pajerski. Pero ojo con intentar pegármela otra vez.
Se levantó y salió de la habitación. Vrostk lo siguió y lo acompañó hasta la salida. Una vez en la puerta, le tendió la mano. Rogan hizo caso omiso y abandonó el consulado.
No sabía cómo justificar la dureza con que había tratado a Vrostk. Quizá fue la sensación de que sólo el azar había impedido que, en su momento, Vrostk fuera uno de los siete hombres del Palacio de Justicia de Munich. Pero además desconfiaba de él, incluso ahora. Cualquiera que actuase de manera tan imperiosa en asuntos secundarios tenía que ser débil.
Puesto que no se fiaba de nadie, Rogan cotejó los datos del dossier con su observación personal. Frecuentó durante casi una semana el Café Black Violin y memorizó todos los movimientos de Pajerski. El dossier era correcto en todos los detalles, pero Rogan advirtió algo que no constaba en el informe. Al igual que muchos gigantes cordiales, Pajerski siempre buscaba sacar partido de las situaciones. Por ejemplo, cuando jugaba al ajedrez siempre se quedaba con las blancas. Tenía el tic de rascarse el mentón con la corona de su rey. Y Rogan se percató también de que, aunque el juego de ajedrez era propiedad del local, ningún otro cliente podía disfrutar de él mientras Pajerski lo estuviera utilizando.
El húngaro solía pasarse por delante de una cafetería cuya música parecía agradarle, y siempre que escuchaba la música hacía su numerito de baile en la calle. Eso lo distanciaba una treintena de metros de sus esbirros, hasta la esquina de una calle que luego doblaba. Durante cosa de un minuto, quedaba fuera de la vista de sus hombres, a solas y vulnerable. Vrostk no era tan buen agente, pensó Rogan, puesto que había sido incapaz de registrar en el dossier ese minuto de vulnerabilidad. A no ser, por supuesto, que lo hubieran omitido expresamente.
Rogan continuó con sus comprobaciones. El burdel parecía un buen sitio para pillar desprevenido a Pajerski, pero descubrió que los dos hombres de la secreta siempre montaban guardia frente a la alcoba mientras su jefe retozaba a placer.
Sin duda, el problema era de difícil solución. No había manera de acceder a la oficina ni a la vivienda de Pajerski. Sólo por la noche se convertía en alguien más o menos vulnerable. Durante ese minuto en que ejecutaba sus osunos pases de baile, se le podía matar. Pero un minuto no bastaría para escapar a sus guardaespaldas. Rogan repasó mentalmente todos y cada uno de los movimientos de Pajerski, buscando una brecha en el blindaje del húngaro. La sexta noche se acostó sin haber resuelto todavía el problema. Lo que complicaba aún más las cosas era que, antes de morir, Pajerski tenía que saber por qué lo mataban. Esto era esencial para Rogan.
Se despertó de madrugada. Acababa de soñar que jugaba al ajedrez con Wenta Pajerski y que éste no paraba de decirle: «Estúpido americano, tenías jaque mate en tres jugadas.» Y Rogan, en el sueño, miraba y miraba el tablero sin dar con la solución, cautivado por la pieza del rey blanco tallada en madera. Sonriendo aviesamente, Pajerski cogía el rey blanco y se rascaba el mentón con la corona de la pieza. Rogan se incorporó: el sueño le había dado la respuesta que buscaba. Ya sabía cómo matar a Pajerski.
Al día siguiente, fue al consulado y preguntó por Vrostk. Cuando reveló al agente las herramientas y demás material que iba a necesitar, Vrostk lo miró desconcertado; pero Rogan no quiso dar ninguna explicación. Vrostk le dijo que, hasta la noche, no podría reunir todo el equipo.
—Está bien —dijo Rogan—. Vendré a recogerlo mañana por la mañana. Y por la noche su amigo Pajerski ya habrá muerto.
En Munich, todos los días eran iguales para Rosalie. Se había instalado en la pensión dispuesta a esperar a Rogan el tiempo que hiciera falta. Comprobó los horarios en el aeropuerto y vio que había un vuelo diario desde Budapest, con llegada prevista a las diez de la noche. A partir de ahí, acudió todas las noches para ver si Rogan llegaba entre los pasajeros. Presentía que él no iba a querer involucrarla en el asesinato de Von Osteen. Pero Rogan era el único hombre, el único ser humano que le importaba, y Rosalie siguió yendo cada noche al aeropuerto. Rezaba para que no lo hubieran matado en Sicilia; y, con el paso del tiempo, rezó también para que no hubiera muerto en Budapest. De un modo u otro, estaba dispuesta a hacer su peregrinación nocturna hasta el fin del mundo.
Durante la segunda semana salió de compras por el centro de Munich. En la plaza principal estaba ubicado el Palacio de Justicia, milagrosamente intacto a lo largo de la guerra y ahora sede de los juzgados de lo penal. Casi a diario, los jefes y sus subordinados de los campos de concentración nazis eran procesados allí por sus crímenes de guerra.
Obedeciendo a un impulso, Rosalie entró en el imponente edificio y se acercó al tablón de anuncios que había en una pared del fresco y oscuro vestíbulo para ver si Von Osteen tenía sesión ese día. No era así. Pero entonces reparó en un pequeño aviso. Los juzgados municipales necesitaban auxiliares de enfermería para la sala de urgencias.
Dejándose llevar otra vez por el instinto, Rosalie solicitó el puesto. Lo que había aprendido en el manicomio bastaba para cubrir lo básico del trabajo, y fue admitida de inmediato. En todas las ciudades alemanas había en ese momento gran demanda de personal médico.