Observando a Vrostk y a Bailey, le sorprendió su proceder y hasta su aspecto, y su propio desconcierto le divirtió. Hasta entonces, los había visto siempre con sus máscaras del oficio, pensadas para no dejar entrever ninguna debilidad humana. Allí los veía a sus anchas, relajados, sin disfraz.
Sin duda, al arrogante Vrostk le gustaban las gordas. Rogan vio cómo pellizcaba a todas las camareras rollizas y no prestaba la menor atención a las flacas. Y, cuando una chica particularmente robusta pasó por su lado con una bandeja de jarras vacías, no pudo contenerse, intentó abrazarla y los vasos salieron disparados para aterrizar sobre la larga mesa. La camarera le dio un empujón en son de broma y Vrostk cayó de culo en el regazo de Bailey.
Por su parte, y pese a su delgadez, Bailey parecía ser un glotón consumado. No paraba de devorar salchichas y más salchichas. Acompañaba cada bocado de un buen trago de cerveza, totalmente absorto en lo que estaba haciendo. De pronto, se puso en pie y fue corriendo a los servicios.
Vrostk se levantó para seguirlo, un tanto ebrio a juzgar por sus andares. Rogan aguardó unos segundos y luego fue también hacia allá. Tuvo suerte: al franquear la puerta vio que sólo estaban ellos dos, Vrostk y Bailey.
Pero no pudo disparar, no pudo sacar la Walther del bolsillo de la chaqueta. Bailey estaba doblado por la cintura sobre uno de los enormes lavabos para vomitar, arrojándolo todo salvo el café del desayuno. Vrostk le sostenía la cabeza para que el otro no acabara con ella metida dentro de la pila.
Indefensos los dos, daban cierta pena. Rogan retrocedió antes de que pudieran percatarse de su presencia y salió de la cervecería. Regresó en el coche a la pensión, aparcó y subió a la habitación. La puerta no estaba cerrada con llave. Encontró a Rosalie esperándolo sentada en el diván verde. Rogan desacopló el silenciador y volvió a meterlo en el cajón de la cómoda. Fue a sentarse al lado de Rosalie.
—No he sido capaz —le dijo—. No sé por qué, pero no he podido matarlos.
Mientras tomaban café a la mañana siguiente, Rogan anotó el nombre de su abogado en Estados Unidos y se lo pasó a ella.
—Si te vieras en apuros —explicó—, él te ayudará.
El hecho de que Rogan no hubiera matado a Bailey y a Vrostk había conseguido que Rosalie se resignara, en cierta manera, a que él siguiera adelante con sus planes de liquidar a Von Osteen. No intentó hacerle cambiar de opinión, se limitó a aceptarlo; pero insistió en que descansara unos días. Parecía enfermo y muy fatigado. Rogan no quiso hacerle caso. Había esperado demasiados años: tenía que hacerlo ya.
Le dolía un poco la cabeza. Notaba presión en la zona del cráneo donde tenía la placa de plata. Rosalie le dio un vaso de agua para que se tomara las pastillas que siempre llevaba consigo. Le vio comprobar el cargador de la pistola y guardarse el arma en el bolsillo de la chaqueta.
—¿No vas a usar el silenciador? —preguntó Rosalie.
—El tiro no es muy preciso con silenciador —respondió él—. Tendría que ponerme a menos de cinco metros para dar en el blanco, y es probable que no pueda acercarme tanto.
Ella entendió lo que en realidad había querido decir: que no tenía esperanzas de escapar y que, por tanto, era inútil tomarse la molestia de silenciar el arma homicida. Antes de salir, Rosalie le pidió que la abrazara, pero a él le fue imposible consolarla.
Rogan hizo que ella se pusiera al volante, pues en circunstancias como ésas desconfiaba de su imprecisa visión lateral. El nervio óptico dañado perdía aún más facultades en momentos de tensión, y Rogan quería poder taparse parcialmente la cara mientras recorrían la ciudad. Munich estaría lleno de policías con una sola misión: localizar a Michael Rogan.
Pasaron por delante de los juzgados y cruzaron la plaza que él tan bien recordaba, con sus edificios de floridas columnas. Rosalie aparcó el coche a poca distancia de la entrada lateral. Rogan se apeó y traspuso la majestuosa arcada por la que se accedía al patio interior del Palacio de Justicia.
Caminó por los adoquines otrora manchados con su sangre, en cuyas ranuras se habían colado diminutos fragmentos de cráneo. Rígido por la tensión del momento, siguió a Rosalie hasta el dispensario y observó que se ponía la bata blanca. Ella se dio la vuelta y le preguntó si estaba listo.
Rogan asintió. Rosalie lo condujo por una escalera interior a un pasillo oscuro y fresco con suelo de mármol, jalonado por recias puertas de roble a intervalos de quince metros: las puertas de las salas de tribunal. Junto a cada una de ellas, había un nicho con una armadura; algunos estaban vacíos, pues las armaduras habían sido objeto de saqueo durante la guerra.
Al pasar por delante de las salas, Rogan pudo ver a los encausados esperando turno: rateros, atracadores, violadores, proxenetas, asesinos... e inocentes. Recorrió el largo pasillo, sintiendo que la cabeza le latía con la terrible emoción que impregnaba el aire como una malévola corriente eléctrica. Llegaron a un pie de madera que sostenía un cartel:
«Kriminalgericht»,
y debajo:
«Bundesgericht Von Osteen, Prásidium.»
Rosalie le tiraba del brazo.
—Es aquí —dijo—. Habrá tres jueces, Von Osteen estará en el centro.
Al entrar, Rogan pasó junto a un alguacil y tomó asiento en una de las filas de atrás. Rosalie se sentó a su lado.
Lentamente, Rogan alzó la cabeza para mirar a los jueces que ocupaban el estrado al otro extremo de la sala de grandes dimensiones. Un hombre que estaba sentado delante de él le tapaba la vista y tuvo que ladear la cabeza para ver mejor. Ninguno de los jueces le resultó familiar.
—No lo veo —dijo en voz baja.
—El de en medio —susurró Rosalie.
Rogan forzó la vista. El que estaba en medio no se parecía a Klaus von Osteen. Los rasgos de éste eran aristocráticos, y su nariz, aguileña; en cambio, este hombre tenía unas facciones gruesas. Incluso su frente era más estrecha. Nadie podía haber cambiado tanto.
—Ése no es Von Osteen, no se le parece en nada.
Rosalie volvió lentamente la cabeza hacia Rogan.
—¿Quieres decir que no es el séptimo hombre?
Rogan negó con la cabeza, vio que ella se alegraba y no lo entendió.
—Seguro que es él —dijo Rosalie en voz baja—. Estoy segura.
Rogan sintió un repentino mareo. Así que, a fin de cuentas, lo habían engañado. Recordó las astutas sonrisas de los Freisling al darle la información sobre Von Osteen. Recordó el tono confiado en que Bailey le había hablado de él, hubo algo que el agente encontró divertido o gracioso. Y ahora Rogan comprendía la expresión de contento en la cara de Rosalie: si no conseguía dar con el séptimo hombre, tendría que abandonar su búsqueda. Eso era lo que ella deseaba.
La cabeza iba a estallarle, y el odio hacia el mundo entero que corría por sus venas sorbió toda la energía de su cuerpo. Rogan empezó a desplomarse, Rosalie lo agarró cuando ya perdía el conocimiento y un alguacil robusto, que se percató de lo que pasaba, ayudó a sacar a Rogan y bajarlo hasta la sala de urgencias. Rosalie se situó del lado donde Rogan llevaba la pistola, notaba el bulto a través de la tela de su chaqueta. Una vez abajo hizo que se tumbara en una de las cuatro camas que allí había y puso un biombo alrededor. Luego le hizo tragar sus pastillas sosteniéndole la cabeza en alto. Pocos minutos después, Rogan recuperaba el color normal y abría los ojos.
Rosalie le habló en voz baja, pero él no reaccionó. Finalmente, ella tuvo que dejarlo allí para ir a atender a un paciente que acababa de llegar por un problema menor.
Rogan miró al techo e intentó obligar a su cerebro a razonar. Los hermanos Freisling no podían haber mentido cuando anotaron los mismos nombres de sus colegas de la guerra. Y Bailey había reconocido que era Von Osteen el hombre a quien Rogan buscaba. ¿Cabía entonces la posibilidad de que Rosalie le hubiese mentido? No, eso era imposible. Rosalie no le mentiría. Sólo podía hacer una cosa: localizar a Bailey y obligarlo a decir la verdad. Pero antes necesitaba descansar, se sentía demasiado débil. Cerró los ojos y se quedó un rato dormido. Cuando despertó, fue como si volviera a una de sus pesadillas recurrentes.
Del otro lado del biombo, le llegó la voz del jefe del equipo interrogador que lo había torturado y traicionado hacia el final de la guerra. Era una voz de gran magnetismo, vibrante de simpatía y solidaridad. Preguntaba por el hombre que se había desmayado en la sala. Rogan pudo oír que Rosalie le decía al hombre, en tono respetuoso, que el paciente había sufrido una lipotimia debido al calor y que pronto se recuperaría. Dio las gracias a su señoría por ir a interesarse por su salud.
Una vez que se hubo cerrado la puerta, Rosalie pasó detrás del biombo y encontró a Rogan incorporado en la cama, sonriendo lúgubremente.
—¿Quién era ése? —preguntó, queriendo estar seguro.
—El magistrado Von Osteen —dijo ella—. Venía a preguntar cómo estabas. Ya te dije que era muy buena persona. Siempre he tenido la sensación de que no podía ser el hombre a quien buscas.
—Claro, por eso sonreían los hermanos Freisling —dijo Rogan con calma—, igual que Bailey. Sabían que no podría reconocer a Von Osteen, del mismo modo que ellos no me reconocieron a mí. Pero el poder de ese hombre estaba concentrado en su voz, ¿sabes?, y yo jamás olvidaría esa voz. —Vio el gesto contrariado de Rosalie—. ¿Von Osteen tiene sesión esta tarde, después de comer? —preguntó.
Rosalie se sentó en la cama, de espaldas a él.
—Sí —respondió.
Rogan le dio unas palmaditas en el hombro, y el contacto con el cuerpo joven de ella prestó energía a sus dedos. Empezaba a sentir un inmenso alborozo en su interior. Dentro de pocas horas, todo habría terminado ya nunca más volvería a tener esas pesadillas. Pero iba a necesitar de todas sus fuerzas. Le dijo a Rosalie qué inyecciones debía buscar entre el arsenal de medicamentos que había en el armario. Mientras ella preparaba la aguja hipodérmica, Rogan pensó en la metamorfosis de Von Osteen.
Recordando sus augustas facciones, tuvo la certeza de que Von Osteen no se había sometido a la cirugía plástica sólo por rehuir el peligro. En todos estos años, el juez había pasado también un infierno. Pero ya nada importaba, pensó Rogan. Antes de terminar el día, Von Osteen y él mismo habrían llegado al final del camino.
El magistrado federal Klaus von Osteen, flanqueado por otros dos colegas de profesión, presidía el tribunal. Veía que los labios del abogado de la acusación se movían, pero no entendía nada de lo que estaba diciendo. Acosado por su propio sentimiento de culpa, por su propio temor al castigo, el magistrado era incapaz de concentrarse en la causa que los ocupaba. Tendría que aprobar el veredicto de sus colegas de magistratura.
Un ligero movimiento al fondo de la sala captó su atención, y el corazón se le contrajo dolorosamente. Era sólo una pareja que tomaba asiento. Intentó ver la cara del hombre, pero éste tenía la cabeza gacha y se encontraba demasiado lejos. El abogado defensor pronunciaba un alegato en favor de su cliente. Von Osteen trató de concentrarse en lo que el hombre decía. De pronto, se produjo una pequeña conmoción en las últimas filas. Von Osteen tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse en pie. Vio que una mujer con bata blanca y uno de los alguaciles sacaban casi a rastras a un hombre que parecía haberse desmayado. No era algo poco frecuente en estas salas, donde la gente estaba sometida a mucha tensión.
El incidente lo inquietó. Hizo señas con el dedo a uno de los empleados y le dio instrucciones en voz baja. A su vuelta, el hombre le dijo que el amigo de una enfermera de la casa había sufrido un desmayo y que ahora se encontraba en la sala de urgencias. Von Osteen suspiró aliviado. Y sin embargo, era un tanto extraño que hubiera sucedido algo así precisamente entonces.
Cuando se levantó la sesión a la hora del almuerzo, Von Osteen decidió ir a urgencias y preguntar por el accidentado. Podía haber mandado a alguien, pero quería verlo en persona.
La enfermera era una joven muy atractiva y de excelentes modales. Advirtió con gusto que parecía muy superior a las que normalmente contrataban para esos menesteres.
La joven señaló un biombo colocado alrededor de una de las camas y le dijo que el paciente se estaba recuperando; sólo había sido un ligero desvanecimiento, nada grave. Von Osteen miró el biombo y tuvo que reprimir las ganas de asomarse, de ver la cara del hombre y resolver todos sus temores. Pero habría estado fuera de lugar y, por otra parte, la enfermera que se hallaba entre él y el biombo habría tenido que hacerse a un lado. El magistrado dijo unas palabras con mecánica cortesía y abandonó la sala. Por primera vez desde que ejercía como magistrado en el Palacio de Justicia de Munich, atravesó el patio a pie, volviendo la cabeza a un lado para no ver el muro interior contra el que habían amontonado los cadáveres aquel terrible día en las postrimerías de la guerra. Dejó el patio y echó a andar por la avenida, donde el chófer esperaba en la limusina para llevarlo a su casa.
El escolta estaba sentado delante, con el chófer. Von Osteen sonrió divertido: aquel hombre poco podría hacer ante un asesino decidido, sería una víctima más.
Cuando el coche se adentró en el camino particular de su casa, notó que habían aumentado los efectivos de seguridad. Eso ayudaría. Así el asesino tendría que intentarlo en alguna otra parte, y Marcia estaría a salvo.
Su esposa lo esperaba en el comedor. La mesa estaba puesta con un mantel blanco que, bajo la luz tamizada por las cortinas, se veía ligeramente azul. La cubertería brillaba y los jarrones con flores de colores vivos estaban dispuestos con destreza de artista. Von Osteen dijo en broma a su mujer:
—Ojalá la comida fuese tan buena como el servicio, Marcia.
Ella puso una mueca de fingido desagrado.
—Ya está otra vez el magistrado —dijo.
Mirando a su esposa, Von Osteen pensó: «¿Me creería culpable si todo saliera a la luz?» Y supo que, si él lo negaba todo, Marcia le creería. Era veinte años más joven que él, pero le quería de verdad. Sobre eso, Von Osteen no albergaba la menor duda. Se pasó la mano por la cara. El cirujano plástico había hecho un trabajo excelente, era el mejor de Alemania; pero, de cerca, se apreciaban claramente las numerosas cicatrices y costuras en la carne facial. Se preguntó si sería ésa la razón por la que ella siempre tenía corridas las cortinas.