Habían llegado. Rosalie paró el coche y ayudó a Rogan a salir. Apenas se tenía en pie. Ella sacó la gasa empapada que le había dado y se la aplicó a la boca. Al sacudir él la cabeza, Rosalie vio la serpiente escarlata que le salía de la oreja izquierda. Rogan seguía empuñando la pistola Walther en su mano derecha, y los transeúntes los miraban. Rosalie lo llevó al interior del edificio y le ayudó a subir las escaleras. Seguramente alguien llamaría a la policía; pero, por alguna razón, Rosalie quería tenerlo a resguardó de las miradas de los demás. Y, una vez estuvieron a solas y a salvo, lo llevó hasta el diván verde, lo acostó y se sentó con la cabeza de él en su regazo.
Rogan, que sentía un tremendo dolor en la placa de plata y sabía que ya nunca volvería a tener aquellas pesadillas, dijo:
—Déjame descansar. Déjame dormir antes de que vengan.
Rosalie le acarició la frente y él pudo oler la fragancia de rosas de su mano.
—Sí-dijo Rosalie—. Duerme.
Poco después, la policía muniquesa irrumpía en la habitación y los encontraba así. Pero, al final, los siete hombres de la sala de techo alto en el Palacio de Justicia de Munich habían logrado matar a Michael Rogan. Diez años más tarde, su maltrecho cerebro había reventado en una hemorragia masiva. Manaba sangre de todos los orificios de su cabeza: boca, nariz, orejas, ojos. Rosalie se quedó allí sentada, con un charco de sangre en su regazo. Cuando entró la policía, rompió a llorar. Luego, lentamente, inclinó la cabeza para poner un beso final en los labios fríos de Rogan.