Read Seis tumbas en Munich Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

Seis tumbas en Munich (3 page)

BOOK: Seis tumbas en Munich
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El capitán Alexander, algo sonriente, entregó a Rogan tres hojas de papel amarillo repletas de símbolos. Rogan reconoció aquella sonrisa: era la que esbozaban profesores y especialistas cuando creían haberlo puesto en un aprieto. Así pues, se esmeró al máximo para descifrar los símbolos, cosa que tardó tres horas en conseguir. Tan concentrado estaba en su tarea, que no se percató de la presencia de algunos oficiales que lo observaban con atención. Cuando hubo terminado, entregó las hojas de papel amarillo al capitán. Éste echó una rápida ojeada a la propuesta de Rogan y sin mediar palabra se la pasó al coronel, quien, tras haberla leído de arriba abajo, dijo en tono cortante al capitán: «Hágalo venir a mi despacho.»

Para Rogan, todo aquello había sido un simple y entretenido ejercicio, de modo que le sorprendió ver que el coronel parecía preocupado. Lo primero que le dijo a Rogan fue:

—Joven, me ha dado usted el día.

—Lo siento —se disculpó Rogan. En el fondo, le traía sin cuidado. El capitán Alexander lo había puesto de mal humor.

—No tiene usted la culpa —gruñó el coronel—. Ninguno de nosotros pensaba que sería capaz de descifrar la última hoja. Es uno de nuestros mejores códigos, y ahora que usted lo conoce habrá que cambiarlo. Una vez hayamos examinado sus antecedentes y lo admitamos en el cuerpo, quizá podamos utilizar de nuevo ese código.

—¿Me está diciendo que todos los códigos son así de fáciles? —preguntó Rogan, incrédulo.

El coronel respondió con sequedad:

—Para usted lo son, eso está claro. Para el resto de los mortales, son realmente complejos. ¿Está usted dispuesto a incorporarse al cuerpo de inmediato?

—Ahora mismo —contestó Rogan.

El coronel frunció el entrecejo.

—Las cosas no funcionan así —repuso—. Tenemos que estudiar sus antecedentes. Hasta que no dispongamos del visto bueno, queda usted detenido; sabe ya demasiado para dejar que ande por ahí suelto. Pero no se preocupe, se trata de una simple formalidad.

Aquella «formalidad» resultó ser una prisión del Servicio de Inteligencia que dejaba Alcatraz como un campamento de verano. Pero a Rogan no se le ocurrió que esto pudiera ser algo típico de los servicios de inteligencia. Una semana después, prestó juramento como alférez y, al cabo de tres meses, estaba ya al mando de la sección encargada de descifrar todos los códigos europeos menos los de Rusia, que formaban parte de la sección asiática.

Rogan era feliz. Por primera vez en su vida, hacía algo emocionante y trascendental. Su memoria, su cerebro increíblemente privilegiado, ayudaba a su país a ganar la guerra. En Washington, pudo elegir chicas a placer. Y enseguida fue ascendido. La vida le sonreía, pero en 1943 volvió a sentirse culpable. Le parecía que utilizaba su intelecto para eludir la primera línea de fuego y se ofreció voluntario para la sección de espionaje en el frente. Oferta rechazada: Rogan era demasiado valioso para poner su vida en peligro.

Entonces se le ocurrió la idea de hacer de centralita andante para coordinar la invasión de Francia desde el interior. Preparó el plan con todo detalle; era un plan brillante y el Estado Mayor lo aprobó. Así fue como el flamante capitán Rogan fue lanzado en paracaídas sobre Francia.

Rogan estaba orgulloso de sí mismo y sabía que su padre también lo habría estado. Sin embargo, su madre lloró a lágrima viva porque el chico arriesgaba su cerebro, aquel fabuloso órgano que ella había alimentado y cuidado durante tanto tiempo. Rogan hizo caso omiso. Consideraba que, hasta la fecha, no había hecho nada extraordinario con su cerebro. Quizá, terminada la guerra, descubriría su verdadera vocación y podría demostrar su talento. Pero había aprendido lo suficiente para saber que la inteligencia en bruto necesita años de arduo trabajo para desarrollarse por completo. Ya tendría tiempo después de la guerra. El día de Año Nuevo de 1944, el capitán Michael Rogan aterrizó en paracaídas sobre la Francia ocupada como oficial en jefe de las comunicaciones aliadas con la Resistencia francesa. Instruido con agentes británicos del SOE (Ejecutivo de Operaciones Especiales), había aprendido a manejar un transmisor-receptor y llevaba, quirúrgicamente implantada en la palma de la mano izquierda, una minúscula cápsula suicida.

Su guarida era la casa de una familia francesa apellidada Charney, en la localidad de Vitry-sur-Seine, al sur de París. Rogan organizó allí su red de mensajeros e informadores, y transmitió por información codificada a Inglaterra. En alguna ocasión, recibía por radio peticiones de los detalles necesarios para la inminente invasión de Europa.

Aquélla demostró ser una vida tranquila y apacible. Los domingos por la tarde, cuando hacía buen tiempo, se iba de picnic con la hija de la familia, Christine Charney, una chica dulce y piernilarga de pelo castaño. Christine estudiaba música en la universidad. Empezaron a salir juntos y, al cabo de un tiempo, ella se quedó embarazada.

Tocado con una boina y provisto de su documentación falsa, Rogan se casó con Christine en el ayuntamiento y luego volvieron a casa de los Charney para llevar a cabo juntos las tareas de la Resistencia.

Cuando los aliados invadieron Normandía el 6 de junio de 1944, Rogan tuvo tal tránsito de comunicaciones en su radio que cometió un par de descuidos. Al cabo de dos semanas, la Gestapo se presentó en casa de los Charney y arrestó a todo el mundo. Esperaron el momento más oportuno. No sólo detuvieron a los Charney y a Michael Rogan, sino también a seis mensajeros de la Resistencia que esperaban envíos. En el plazo de un mes, todos ellos fueron interrogados, juzgados y ejecutados; con la excepción de Michael Rogan y su esposa, Christine. Al interrogar a los demás presos, los alemanes se habían enterado de la capacidad de Rogan para memorizar intrincados códigos, y querían darle un trato diferente. A su mujer la mantenían con vida —o eso le dijeron a Rogan entre sonrisas— como «cortesía especial». Ella estaba ya de cinco meses.

Seis semanas después de ser capturados, Michael Rogan y Christine Charney fueron llevados a Munich en distintos coches de la Gestapo. En la bulliciosa plaza principal de dicha ciudad, se hallaba el Palacio de Justicia y, dentro de éste, uno de los juzgados donde dio comienzo para Michael Rogan el interrogatorio final y el más terrible de a cuantos lo sometieron. Duró días y días, hasta que perdió la cuenta. Sin embargo, en los años que siguieron, su memoria prodigiosa no le ahorró ni un solo detalle; al contrario: le repitió segundo a segundo toda aquella agonía, una y otra vez. Rogan sufrió cientos de pesadillas diferentes. Empezaban siempre con los siete hombres que conformaban el equipo de interrogadores, que lo esperaban en la sala de techo alto del Palacio de Justicia muniqués: lo esperaban con paciencia y buen humor, pues lo que se disponían a hacer les resultaba placentero.

Los siete llevaban brazaletes con la esvástica, pero había dos que vestían prendas de una tonalidad diferente. Por eso, y por la insignia en el cuello de la chaqueta, Rogan dedujo que uno de ellos pertenecía a las fuerzas armadas húngaras, y el otro, al ejército italiano. Ninguno de los dos tomó parte activa en la primera fase de los interrogatorios» hacían de observadores.

El jefe del equipo era un oficial alto, de porte aristocrático y ojos hundidos, que aseguró a Rogan que sólo buscaban los códigos almacenados en su cabeza y que luego los dejarían en libertad, a él y a su mujer embarazada. Ese primer día lo acribillaron a preguntas; pero Rogan no rompió su silencio y se negó a responder a una sola de ellas. La noche del segundo día oyó que Christine pedía auxilio en la sala contigua. Gritaba: «¡Michael!, ¡Michael!», una y otra vez. Estaba atormentada. Rogan miró al interrogador al mando a los ojos y susurró: «Basta. Déjenla en paz. Les diré todo lo que quieran saber.»

Durante los cinco días siguientes, les proporcionó viejas combinaciones de códigos ya descartadas. De algún modo, supieron que los estaba engañando; tal vez al compararlas con mensajes interceptados. Al día siguiente, lo sentaron en la silla y formaron un círculo a su alrededor. No le hicieron preguntas; no lo tocaron. El del uniforme italiano se fue a la sala contigua y, poco después, Rogan oyó chillar de nuevo a su esposa. El dolor que transmitía su voz era inenarrable. Rogan empezó a decir que hablaría, que les diría todo cuanto quisieran saber, pero el jefe del equipo meneó la cabeza. Permanecieron sentados en silencio mientras los gritos atravesaban las paredes, hasta que finalmente Rogan se dejó resbalar hasta el suelo, llorando acongojado, al borde del desmayo. Entonces lo arrastraron por el suelo hasta la sala contigua, donde el interrogador del uniforme italiano se hallaba sentado junto a un fonógrafo. El disco negro de vinilo reproducía los gritos de Christine, que podían oírse por todo el Palacio de Justicia.

—No nos has engañado en ningún momento —dijo con desdén el interrogador en jefe—. Hemos sido más listos que tú. Que sepas que tu mujer murió torturada el primer día.

Rogan los miró detenidamente, de uno en uno. Si salía de ésa, algún día los mataría a todos.

No comprendió hasta más tarde que ésa era justamente la reacción que ellos buscaban. Le prometieron la vida si les proporcionaba los códigos correctos; y Rogan, deseoso de venganza, se los dio. Durante dos semanas proporcionó códigos y explicó cómo funcionaban. Lo devolvieron a su celda incomunicada, y allí pasó lo que le parecieron meses. Una vez por semana era escoltado hasta la sala de techo alto e interrogado por los siete hombres, algo que más tarde Rogan atribuyó a un procedimiento rutinario. Él no tenía manera de saber que en aquellos meses las fuerzas aliadas habían atravesado toda Francia y penetrado en Alemania, y que entonces se encontraban a las puertas de Munich. Cuando lo llamaron para la última sesión, no sabía que los siete interrogadores se dispusieran a huir y ocultar su verdadera identidad, que fueran a mezclarse con la masa de alemanes para eludir el castigo por sus crímenes.

—Te vamos a dejar en libertad; mantendremos la promesa que te hicimos —le dijo el tipo de porte aristocrático y ojos hundidos. La voz parecía sincera. Era una voz de actor, quizá de orador.

Otro de los interrogadores señaló unas prendas de paisano que había sobre el respaldo de una silla:

—Quítate esos harapos y ponte esto.

Sin acabar de creérselo, Rogan se cambió de ropa delante de ellos. Incluso había un sombrero Fedora de ala ancha, que uno de los hombres le encajó en la cabeza. Todos sonreían de manera amistosa. El oficial aristocrático, con su voz sincera y bien timbrada, dijo:

—¿No te alegra saber que vas a ser libre? ¿Que vas a vivir?

Pero, de repente, Rogan supo que aquel hombre mentía. Algo no encajaba. Sólo seis de los hombres estaban allí con él, y los vio intercambiar sonrisas secretas, perversas. Entonces notó en la nuca el contacto frío y metálico de una pistola. Su sombrero se inclinó hacia delante cuando el cañón del arma empujó el ala del mismo por detrás, y Rogan sintió el terror de quien sabe que está a punto de ser ejecutado. Todo había sido una farsa e iban a matarlo como a un animal, como si de una broma se tratara. En ese momento, un tremendo rugido invadió su cerebro; parecía que se hubiera sumergido bajo el agua, y que su cuerpo fuera arrancado del espacio que ocupaba para explotar en un negro vacío sin fin...

Que Rogan sobreviviera fue un milagro. Le habían disparado en la nuca y luego habían arrojado su cuerpo sobre una pila de cadáveres, prisioneros ejecutados antes que él en el patio del Palacio de Justicia. Seis horas más tarde, la avanzadilla del Tercer Ejército Norteamericano entraba en Munich y las unidades médicas hallaban el montón de cadáveres. Cuando llegaron a Rogan, les sorprendió comprobar que aún vivía. La bala había desviado su trayectoria al impactar en el hueso del cráneo y le había abierto una brecha sin llegar a penetrar en el cerebro; era un tipo de herida que solía causar la metralla, no armas de pequeño calibre.

Rogan fue intervenido en un hospital de campaña y enviado de vuelta a Estados Unidos. Pasó dos largos años sometido a tratamientos especiales en diversos hospitales militares. La herida le había dañado la vista: sólo veía bien en línea recta, le faltaba visión lateral. Con mucho esfuerzo, su vista mejoró lo bastante para poder sacarse el permiso de conducir y llevar una vida normal. Sin embargo, Rogan había aprendido a fiarse más del oído que de la vista, siempre que eso era posible. Al cabo de aquellos dos años, la placa de plata que sujetaba los huesos destrozados por la bala ya era como una parte más de su cuerpo... Salvo en momentos de tensión. Entonces parecía que toda la sangre del cerebro se le agolpara contra la placa.

Cuando los médicos le dieron el alta, le recomendaron que no bebiera alcohol, que limitara sus relaciones sexuales y que, a poder ser, no fumara. Le aseguraron que su capacidad intelectual no había mermado, pero que iba a necesitar más descanso que una persona normal. También le recetaron medicamentos para las migrañas. La presión craneal interna se incrementaría a consecuencia de la placa que le habían colocado y de los daños causados por la bala.

En otras palabras, su cerebro era tremendamente vulnerable a todo tipo de tensión física o emocional. Si se cuidaba, podría vivir hasta los cincuenta, incluso hasta los sesenta. Debía seguir las indicaciones a rajatabla, tomar la medicación —que incluía tranquilizantes— y presentarse una vez al mes en un hospital de veteranos para someterse a un chequeo y ajustar el tratamiento. Sin embargo, le aseguraron que su prodigiosa memoria no había quedado afectada en absoluto; lo cual, a la postre, resultó ser la ironía final.

Rogan pasó los diez años siguientes ciñéndose a esas instrucciones, tomando la medicación, yendo cada mes a hacerse un chequeo. Pero su perdición fue, precisamente, aquella mágica memoria suya. Por la noche, al acostarse, era como si le pasaran una película. Veía con todo detalle a los siete hombres en la sala alta del Palacio de Justicia de Munich. Sentía cómo le empujaban el sombrero hacia delante, el frío tacto del arma en la nuca. Luego, el rugiente y negro vacío se lo tragaba entero. Y, cuando cerraba los ojos, oía los atroces gritos de Christine que venían de la sala contigua.

Fueron diez años de constante pesadilla. Tras recibir el alta, Rogan decidió establecerse en Nueva York. Su madre había muerto al enterarse de que él estaba desaparecido en combate, de modo que no tenía sentido volver a su ciudad natal. Por otra parte, le pareció que en Nueva York tal vez encontraría una utilidad a su capacidad mental.

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