Minutos más tarde, cuando nos reunimos en un merendero próximo para comer algo, las palabras de Ovidio me rechinaban en el estómago, pero todavía conservaba alguna esperanza. En la vida había conocido casos de enfermedades que tomaban giros inesperados, ajenos a las previsiones médicas. ¿No podía ser éste uno de ellos? En el fondo, en lo que confiaba era en la capacidad de tu madre para sorprender, para hacer lo contrario de lo que la gente esperaba que hiciese. Y es curioso, pero durante los breves minutos que permanecí ausente de la clínica, únicamente pensé en su nervio facial, no en la posibilidad de que muriera. No temía que se fuera, sino que nos la cambiasen. La gente, pensaba yo, no se muere así. La operación había sido un éxito, el tumor raído y ella había hablado después con la mayor coherencia, ¿cómo pensar que se pudiera morir? De ahí que cuando Pablo, tu hermano, me sonrió aliviado, yo continuaba temiendo únicamente que la UVI pudiera devolvernos una mujer distinta, no que se quedase con ella. No pude comer, tomé una taza de té y corrí de nuevo a la clínica. ¿Qué me empujó a escapar, a volver allí con esa celeridad? Algo tiraba de mí pero ignoraba lo que era. De repente lo supe cuando sonó insistentemente el timbre del teléfono: Sí, yo soy, dije. Volví a repetirlo. Sonaba un zumbido extraño. Por detrás oí la voz de Ovidio Pozas, que hablaba por encargo del cirujano: Un imprevisto; un infarto del tronco cerebral. La han bajado inconsciente al quirófano, dijo de un tirón.
Oí mi voz en un tono quejumbroso de protesta: ¿Quieres decir que le han abierto la cabeza otra vez? A partir de ahí pierdo la claridad de mis recuerdos; todo está como entre nieblas. Veo gente en fila, rostros graves, grupos oscuros en el vestíbulo, y me oigo repetir, una vez tras otra, como un autómata: Un infarto del tronco cerebral. La están operando de nuevo. Ahora lamentaba mi resistencia a aceptarla con el nervio roto, y, en mi fuero interno, atribuía la recaída a mi aspiración de recobrarla intacta. Esta sensación de fracaso, de verme de pronto sin nada por haberlo deseado todo, era una sensación que ya había experimentado de niño, una especie de castigo a mi ambición. Al anochecer volvieron a subirla a la UVI. ¿Ha recobrado el conocimiento? Ovidio se encogía: Todavía no. Hay que esperar. ¿Cuánto había que esperar? Alguien había difundido la noticia y la gente venía, preguntaba, profería las frases obligadas y volvía a marchar.
Todo estaba minuciosamente calculado. El doctor Calvo era un maestro en el arte de dosificar la información, de tal manera que, cuando se consumó todo, nadie se llamó a engaño; todos lo estábamos esperando. Durante unos días, la habitación 206 fue un velatorio sin muerto (el muerto todavía respiraba arriba, no se sabía cómo, en el piso superior). Primo se presentaba a primera hora de la mañana con sus periódicos bajo el brazo, se sentaba junto a la puerta y los iba hojeando, doblando las páginas ruidosamente. Era un velatorio sin muerto y sin tiempo, por lo que las hojas que Primo iba pasando en períodos regulares constituían una especie de medida, facilitaban una idea de temporalidad. Las noticias iban empeorando con mucha lentitud, ensombreciendo la espera pero dejando siempre abierta la puerta a la esperanza: Ha entrado en coma. ¿Sin recobrar el conocimiento? Ovidio bajaba la cabeza, lo admitía como avergonzado. Para mí, coma y agonía eran una misma cosa y así se lo dije. Él se apresuró a aclarar conceptos: ¡No, por favor!
Todos los días hay enfermos que salen del coma. Iba aprendiendo cosas sobre la muerte y la premuerte, sobre lo recuperable y lo irreversible: Las constantes son normales. ¿Quieres subir a verla? No me atreví. No podía imaginarla pasiva, ausente, sin palabras. Ahora deploro no haberlo hecho, no haberla acariciado sus mejillas todavía tibias. Pero no lo hice en su momento y, luego, cada hora se me hacía más difícil. ¿Cómo podía nadie estar con ella si ella no estaba?
Primitivo llegó una mañana con la noticia de que Franco se estaba muriendo, de que había sido operado a la desesperada en las caballerizas de El Pardo. Los de San Julio lo confirmaron una hora más tarde: Ana todavía puede llegar, dijeron. Se estableció un macabro pugilato a ver quién terminaba antes. Nadie expresaba esta idea pero gravitaba en el ambiente. Mas las horas de la muerte son lentas y, en aquella prolongada incertidumbre, resolví ir a verte para darte cuenta de su estado. No despegaste los labios; no dijiste una palabra. Únicamente te bajó el brillo de la mirada; los ojos se te pusieron mates y sumidos como los de los reos en capilla. Al marcharme, apenas tenías voz: Por favor, cuida de la niña, me dijiste.
Caí en una fase de inhibición, aunque en el taxi, como cada vez que me alejaba de la enferma, surgió una absurda esperanza, la ilusión de que, durante mi ausencia, algo impensado hubiera sucedido allí. Pero ¿qué podía suceder? Al llegar a la habitación, todo seguía lo mismo: tus hermanos recostados en la cama vacía, a la espera, el silencio gravitando sobre el grupo, mientras Primo concertaba el paso del tiempo, hojeando ruidosamente los periódicos. De vez en cuando, como cada mañana, o como cada tarde, alguien entraba o salía de la habitación, llegaba Ovidio con una mínima novedad o se anunciaba el equipo médico. Y, al caer la noche, los tíos Concha y Juan me traían alguna cosa de comer y, al acabar, me iba a la cafetería y me tomaba un Valium de diez con dos vasos de vino de postre. Esta combinación, tan denostada por los médicos, producía efectos prodigiosos: me serenaba y, simultáneamente, ahuecaba mi cuerpo, lo tornaba leve y flotante. En ese momento, el único del día, todo volvía a ser posible; la vida y la muerte estaban en el filo de una navaja.
La penúltima noche, al subir de la cafetería, encontré al doctor Calvo acompañado por Julio Bartolomé, que había venido a verme. La faz del doctor estaba yesosa, desencajada; se miraba las puntas de los pies en el momento de hablarme: El electroencefalograma ha dado plano, dijo brumosamente, como si algo se hubiera producido a pesar de sus órdenes en contrario.
¿Plano? Su cerebro no tiene actividad, aclaró. Yo miraba a Julio implorante, pero él escuchaba también, en silencio, el informe del doctor. Me quedé sin palabras pese a acabar de ingerir mi combinación infalible, pero Nicolás, que se había incorporado al grupo, preguntó si la situación era irreversible, a lo que el doctor Calvo replicó que eso nunca podía decirse en medicina, puesto que siempre existiría alguien que había vuelto de un electroencefalograma plano, pero, puestos a determinar porcentajes, las posibilidades de recuperación no pasarían de uno entre mil.
Seguía durmiendo en el catre, bajo la ventana y tus hermanos se turnaban para acompañarme. Había estado tranquilo en su compañía, pero, tras el último informe, me hundí en el torpor de los sedantes, en el sueño alucinado de la infame combinación. La última noche sufrí extrañas pesadillas de muñecas articuladas con relojes-despertadores en el hueco del corazón.
Una de estas muñecas reía con carcajadas astilladas cada vez que atrapaba una de las pelotitas blancas que el doctor Calvo le lanzaba desde detrás de la mesa del doctor Gil; pero, en un determinado momento, una pelota escapó a su control y cayó al suelo dando botes. En ese instante el timbre del despertador se disparó y empezó a sonar con estridencia. El doctor se levantó tranquilamente, pulsó el resorte y se hizo el silencio de nuevo, tan denso esta vez que yo debí de gritar porque al abrir los ojos vi luz y el rostro inquieto de Martín a mi lado: ¿Te ocurre algo? Miraba por encima de su cabeza la lámpara funcional, los muebles lacados de blanco, las paredes blancas. Trataba de orientarme. Una pesadilla, dije. Me incorporé y abrí una hoja de la ventana:
¿Qué hora es? Las cuatro y diez. Miraba a la nada, al vacío, pero dije desolado: Una vez que nos hayamos hecho a la idea, el doctor parará su corazón como antes paró el despertador. Martín había agachado la cabeza y se resistía a hacerse cómplice de mi delirio: ¿Quieres dar un paseo?, me preguntó.
A las siete de esa misma tarde, sin aviso previo, vi venir el piquete de batas verdes, encabezado por la maciza figura del cirujano jefe, por el fondo del corredor en penumbra. El espectáculo no era nuevo, pero esa noche intuí: vienen a decirme que han parado el reloj. Y tan vívida era la sensación de escena repetida que sabía que al médico pelirrojo que avanzaba por la parte interna del pasillo, y cuyo cabello refulgía al pasar bajo los pilotos de las puertas, le chillaba un zapato. Y, a medida que se aproximaban, fue aumentando el crujido del zapato abotinado del médico pelirrojo, un crujido que acompasaba el paso, que era algo así como la música del desfile. Y al llegar a la altura de nuestro grupo, se detuvieron, el doctor Calvo giró media vuelta a la derecha, mientras los demás, Ovidio Pozas entre ellos, se situaban detrás, en su lugar descanso, guardándole las espaldas. El doctor Calvo se dirigía a mí (había una sombra en su mirada firme, como una perplejidad en su aguerrido porte castrense): Ha muerto, dijo. Hizo una pausa y agregó tras una vacilación: Ella nos pidió vivir y no hemos sabido complacerla. Lo siento.
Se hizo el silencio y cerré los ojos. El crujido del zapato del médico pelirrojo, que se iba debilitando ahora, me hizo saber que el piquete se alejaba.
Entonces abrí los ojos, y vi a Primo Lasquetti en el marco de la puerta ajustándose las patillas de las gafas. No me abrazó, ni me estrechó la mano; no pronunció una palabra. Simplemente se unió al grupo, una manera muy suya de mostrarse solidario. Entonces experimenté, por primera vez, una rara invalidez y le dije torpemente: Habíamos soñado con envejecer juntos. Algo le irritó; me echó encima su pesada mirada miope con manifiesta arrogancia:
Olvídalo, dijo. Las mujeres como Ana no tienen derecho a envejecer. Aún quise decir algo digno de ella, algo apropiado a la circunstancia, pero tenía la cabeza confusa y la lengua trabada y no pude hablar. Fue tu hermana Alicia, al verme tan indefenso, la que se apiadó de mí. Me abrazó sollozando y dijo excitada: Primo tiene razón. Yo no soy capaz de imaginar a mamá con una máscara, babeando en un psiquiátrico o tullida durante el resto de su vida. Si la muerte es inevitable, ¿no habrá sido preferible así?
MIGUEL DELIBES, (Valladolid, 17 de octubre de 1920 - Valladolid, 12 de marzo de 2010). Novelista español. Doctor en Derecho y catedrático de Historia del Comercio; periodista y, durante años, director del diario
El Norte de Castilla
.
Su sostenida labor como novelista se inicia dentro de una concepción tradicional con
La sombra del ciprés es alargada
, que obtiene el Premio Nadal en 1948.
Publica posteriormente
Aún es de día
(1949),
El camino
(1950),
Mi idolatrado hijo Sisí
(1953),
La hoja roja
(1959) y
Las ratas
(1962), entre otras obras. En 1966 publica
Cinco horas con Mario
y en 1975
Las guerras de nuestros antepasados
; ambas son adaptadas al teatro en 1979 y 1990, respectivamente.
Los santos inocente
s ve la luz en 1981 (y es posteriormente llevada al cine por Mario Camus); más adelante publica
Señora de rojo sobre fondo gri
s (1991) y
Coto de caza
(1992), entre otras.
Su producción revela una clara fidelidad a su entorno, a Valladolid y al campo castellano, y entraña la observación directa de tipos y situaciones desde la óptica de un católico liberal. La visión crítica —que aumenta progresivamente a medida que avanza su carrera— alude sobre todo a los excesos y violencias de la vida urbana.
Entre los motivos de su obra destaca la perspectiva irónica frente a la pequeña burguesía, la denuncia de las injusticias sociales, la rememoración de la infancia (por ejemplo en
El príncipe destronado
, de 1973) y la representación de los hábitos y el habla propia del mundo rural, muchos de cuyos términos y expresiones recupera para la literatura.
Delibes es también autor de los cuentos de
La mortaja
(1970), de la novela corta
El tesoro
(1985) y de textos autobiográficos como
Un año de mi vida
(1972). En 1998 publica
El hereje
, una de sus obras más importantes de los últimos tiempos.
Considerado uno de los principales referentes de la literatura en lengua española, obtiene a lo largo de su carrera las más destacadas distinciones del ámbito literario: el Premio Nadal (1948), el Premio de la Crítica (1953), el Príncipe de Asturias (1982), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1991) y el Premio Miguel de Cervantes (1993), entre otros.