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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Drama, #Relato

Señora de rojo sobre fondo gris (2 page)

BOOK: Señora de rojo sobre fondo gris
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Para poder recibir a Jesús tienes que ser buena, le decían. Sor Mariana de Todos los Santos hablaba, en cambio, de Cristo: Cristo confía en las niñas obedientes. Si Cristo te oyera decir mentiras se iba a enojar. De esta manera, me decía, identificó a Dios con Jesús, y ni la vida, ni las lecturas, modificaron luego su pensamiento. Y el día que comulgó por primera vez tuvo conciencia de que había comido a Jesús, no a Dios Padre, ni al Espíritu Santo. Cristo era el cimiento. En particular el Cristo del sermón de la montaña. Era la suya una fe simple, ceñida a lo humano; un cristianismo lineal, sin concesiones.

A los nueve años, tu madre tuvo un problema en torno a la integridad de Cristo en cada partícula de la hostia que dice mucho de su sensibilidad. Así, la primera vez que el capellán del colegio dividió una forma en cuatro fragmentos para dar de comulgar a cuatro compañeras rezagadas, ella lloró por la noche imaginando que don Tomás le había mutilado. Por complacer a sus amigas, le había descuartizado. A partir de ese día, cada vez que el capellán dividía una hostia en el cáliz, ella salía de la fila y regresaba a su banco sin comulgar. Una mañana, sor Mariana de Todos los Santos la reconvino. Ella adujo que deseaba recibir a Jesús entero, no una fracción, y la monja le aclaró entonces que Cristo estaba entero y verdadero en la partícula más pequeña de la hostia, incluso en las briznas que quedaban en el cáliz tras una comunión general. Tu madre asentía perpleja, turbada por única vez en la vida por una cuestión teológica. Sor Mariana de Todos los Santos ejemplificó su argumento: ¿No has entrado nunca en la caseta de los juegos de espejos? Pues es lo mismo. De la misma manera que tu imagen se refleja completa en cada uno de los espejos, así está Cristo en cada porción de la Sagrada Forma, le dijo. Aquello fue para tu madre una revelación de su poder. Cristo se multiplicaba a sí mismo lo mismo que en su día multiplicó los panes y los peces. Pero su imaginación cabalgaba más ligera. Y el día de la patrona del colegio, en la misa solemne, una hostia cayó en las gradas del altar y el capellán interrumpió la comunión, recogió la forma del suelo y la consumió. Luego, pasó un paño húmedo por la grada y se reanudó la ceremonia. Pero ella, desde la fila, no apartaba los ojos de aquella bayeta arrebujada a un lado del altar. ¿Qué pensaban hacer con ella? ¿Lavarla y escurrirla en el sumidero? Ella estaba viendo a Dios allí.

¿Pretendían ahogar a Cristo en las alcantarillas? Fragmentos infinitesimales del pan estaban impregnando la tela húmeda y en cada uno de ellos se encontraba Jesús entero y verdadero. Gritó «¡no!» y se desmayó. Las monjas la recogieron y la trasladaron a la enfermería. Quince días más tarde, su escrúpulo, que parecía indicio de una grave crisis, desapareció sin dejar rastro.

No era, contra lo que parecía, una crisis neurótica, sino exponente de una viva imaginación y una sensibilidad delicada. Ella era equilibrada, distinta; exactamente el renuevo que mi sangre precisaba. El episodio de Cristo en los desagües no alteró su serenidad ni afectó para nada a su fe. En su vida hubo siempre un sentido religioso.

Ahora recuerdo que en el 64, cuando impartí el curso sobre Velázquez en la Universidad de Washington, la señora Tucker, en cuya casa vivíamos, la llevaba de vez en cuando a confesar. La primera vez me sorprendió: ¿Qué puedes decirle al cura si no sabes hablar inglés? Ella reía, la chispa se encendía en sus ojos: Para que te absuelvan sobran las palabras. Si me acerco a un confesionario es porque tengo contrición, estoy arrepentida de mis pecados. No le faltaba razón. Además, yo no decía verdad cuando le atribuía una absoluta ignorancia del idioma. Lo chapurreaba. En cualquier lugar del mundo le bastaban unos días para hacerse entender. Su oído era algo fuera de lo normal. A menudo, a la mañana siguiente de haber visto una película, se presentaba en el estudio tarareando el motivo musical. Era como una grabadora. En una ocasión traté de hacerla ir más lejos y, al salir del cine, le pedí que repitiese el tema de fondo: Así no, me dijo, antes tengo que dormirlo.

Tenía que dormirlo, ¿te das cuenta? Era al despertar, al día siguiente, cuando la música de la víspera, ya digerida, afloraba a sus labios. Su concepto del oído era muy singular. El buen oído tenía ramificaciones insospechadas: era el mismo indispensable para aprender idiomas, bailar o cojear. ¡Sus teorías! La primera vez que estuvimos en Alemania salía ella sola a hacer sus compras con una naturalidad pasmosa. En Washington, a los cinco días de llegar, conversaba con los negros reticentes en los autobuses. En París, en una fiesta de madame Lobourtade, la amiga de García Elvira, se erigió en centro de la reunión, contó historias y, al final, tocó las castañuelas. A mí, que era su contrario, me maravillaba su capacidad de adaptación. Y cuando me rompí la pierna en las heladas del 71, concertaba tan mal las muletas que en lugar de andar, brincaba. Ella reía: Si haces de la cojera un problema mental acabarás rompiéndote la otra. Para ella, cojear airosamente era también cuestión de oído. Era el suyo un oído intuitivo que, a veces, le permitía captar lo inexpresado. En cierta ocasión, de jóvenes, resolvió el damero maldito de La Codorniz salmodiando un texto imaginario, sin otro apoyo que las comas, los puntos y los acentos. Siguió el camino inverso del habitual, es decir, averiguó las palabras de las definiciones a través del fragmento del damero. Llegó a la letra a través de la música.

Una mujer como ella podría haberse desenvuelto bien en cualquier actividad que requiriese imaginación, ritmo y sentido de la armonía. Pero odiaba la rutina, y fue inconstante en sus estudios; un día se cansó y dejó la carrera a la mitad. Alguien me atribuyó un papel en esta decisión, pero no es cierto. A ella le aburrían los libros de texto; desde niña le aburrieron. En este terreno se movía un poco en la quimera. Amaba el libro, pero el libro espontáneamente elegido. Ella entendía que el vicio o la virtud de leer dependían del primer libro. Aquel que llegaba a interesarse por un libro se convertía inevitablemente en esclavo de la lectura. Un libro te remitía a otro libro, un autor a otro autor, porque, en contra de lo que solía decirse, los libros nunca te resolvían problemas sino que te los creaban, de modo que la curiosidad del lector siempre quedaba insatisfecha. Y, al apelar a otros títulos, iniciabas una cadena que ya no podía concluir sino con la muerte. Sentía avidez por la letra impresa. Y me la contagió. Fue ella la que me aproximó a los libros, a ciertos libros y a ciertos autores. En realidad, me abrió las puertas de ese mundo.

Intercambiábamos textos sobre pintura. Yo solía discurrir sobre esquemas fijos mientras ella dejaba volar su imaginación y descubría conexiones que a cualquier otro lector, menos avisado, le hubieran pasado inadvertidas. Tu madre me llevó a Proust, a Musil, pero también a Robbe Grillet y un día me hizo ver que mi pintura describía pero no narraba, lo mismo que las obras del
nouveau roman
. Hallaba paralelos inquietantes y su facilidad para teorizar era tal, que cada vez que exponía una idea te sentías avergonzado de que no se te hubiera ocurrido a ti. Recuerdo que hablando una vez del constructivismo alemán y del dadaísmo los califiqué despectivamente de pasatiempos del arte, pero ella me replicó que el constructivismo integraba allí donde el dadaísmo desintegraba, de manera que era en el cruce de ambas corrientes donde podía producirse cierta confusión. Su intuición de los espacios, las formas y los colores, también hubiera hecho de ella una sagaz crítica de arte.

Por ahí se inició su admiración por Primitivo Lasquetti, el escritor maldito; una admiración inflamada, tutelar, aunque apenas le llevaría seis o siete años. Primo era un hombre independiente, que llamaba al pan, pan, y al vino, vino. Pero esto era sencillo, también podían hacerlo los mediocres: lo notable no es que llamara pan al pan sino que lo hiciera con agudeza, en la prosa más brillante del último medio siglo, conforme decía ella. Ningún otro crítico tuvo una visión tan personal del arte contemporáneo, emitió unos juicios tan divertidos y deslumbrantes; tan definidores. A mí me apreciaba Primo, nos entendíamos, pero, en nuestros espaciados encuentros, era ella la que llevaba la voz cantante, la que le buscaba las cosquillas hasta hacerle irritar, porque, según decía, era irritado cuando le salía la genialidad.

Admiraba sus ideas, la densidad de sus ideas, pero también la forma de expresarlas. Lo leía incansablemente; lo releía. Le daban de lado su cinismo, su procacidad, su desfachatez. La genialidad suele comportar estos inconvenientes, comentaba. Era tan intelectual su relación, tan por encima de lo vulgar, que jamás sentí celos de él. Ante ella hubiera sido siempre una torpeza mostrarme celoso, pero hacerlo con motivo de su admiración por Primo hubiera representado un error completo, una equivocación que tal vez nunca me hubiera perdonado.

Le conoció en la Biblioteca Nacional, la tarde que presentó una colección de libros de cuentos. El salón, como era lógico, estaba lleno de gente relacionada con la literatura infantil, pero la tesis que sostuvo Primo fue que los cuentos no interesaban en absoluto a los niños, que lo que los niños deseaban leer eran los libros que sus padres cerraban con llave en su biblioteca. Se armó un escándalo regular, pero ella se entusiasmó: Es más original de lo que me habías dicho, repetía. Un contradictor, eso es; un argüitivo, reía yo. Pero a ella le fascinaban las personas con su propio perfil, diferenciadas. Con el tiempo fue conociendo a Lasquetti, sus ocurrencias, su impiedad, su cinismo, sus sarcasmos, pero también su timidez, su sensibilidad que tan hábilmente disfrazaba de audacia. Es como si tuviera una cuenta pendiente con la sociedad, comentaba ella. Sus críticas, sus escritos, incluso los de mera ficción, recataban unas cargas de profundidad que hacían volar por los aires personas, prestigios e instituciones. Parecía complacerse en atraer odios contra su persona. Pero era fiel a los pocos valores que respetaba y a la amistad. Ella decía: Su desdén es sólo aparente; apenas una máscara.

Ama a media docena de personas pero incondicionalmente; con todo su corazón. A veces se lo insinuaba y él respondía con su indiferencia estudiada:

¿Crees tú que hay más de media docena de personas en el mundo que merezcan ser amadas? Ella afirmaba convencida: La gente quiere despreciarlo pero no puede; es demasiado importante. Y tenía razón. Rara vez, en conversaciones sostenidas en círculos más o menos intelectuales, dejaban de mencionarlo. Y cada vez que esto ocurría se hacía una pausa, que los contertulios aprovechaban para mirarse entre sí con cierto recelo, pero el silencio duraba lo que tardaba en surgir el primer calificativo: Ése, lo que es, es un cabrón, decía uno. Y, tras la primera piedra, llegaba la lapidación inmisericorde: resentido, blasfemo, soberbio, desalmado… No había epíteto que no le fuera aplicado. Y, entonces, ella se alzaba en su defensa. Uno de los recuerdos más hermosos que conservo de tu madre es en su papel de abogada de Primo, sola, encendida, tenso el tendón de su frágil cuello, frente a la camarilla de inquisidores: Todas las personas singulares están llenas de contradicciones. Sorprendía su posición, el calor de sus palabras, que muchos atribuían a la indulgencia del inflexible Primitivo Lasquetti hacia mi pintura.

Cuando surgió el rumor de mi ingreso en Bellas Artes, de que alguien estaba dispuesto a presentar mi candidatura a la Academia, yo dudé si aceptarlo, consciente de mi escaso academicismo, pero ella, poco envanecida, me animó: Debes hacerlo y luego meter a Primo y César Varelli allí. Hay que rejuvenecer esa casa. El que no la conociera hubiera pensado mal, se hubiera burlado de mi incauta aprobación de aquella amistad con Primo, pero yo conocía el alcance de su relación, el juego estrictamente intelectual que se desarrollaba entre ellos. Ambos vibraban con lo bello; la diferencia estribaba en que mientras el sentido de la belleza no rebasaba en Primo la esfera del arte, tu madre descubría la belleza en las cosas más precarias y aparentemente inanes. Y donde no existía, era capaz de crearla rompiendo con los valores establecidos, asumiendo todos los riesgos.

Y, sin embargo, ella no admitía que esto fuera un don, que el resto de los mortales no fuésemos capaces de llegar donde ella llegaba. Es decir, si yo le hacía un regalo, no sólo aspiraba a que la sorprendiera sino a que la sorpresa fuera de su gusto. Pretendía que el objeto que, de repente, le apetecía, se me ocurriera regalárselo a mí. Esto le parecía natural, cuando tan difícil era. De ahí que cada vez que me equivocaba (que era con mucha frecuencia), por debajo de su aparente satisfacción, se traslucía un punto de desencanto, quizá no tanto por la futilidad del regalo como por mi falta de discernimiento. No comprendía mi torpeza. Ella entendía que, siendo un artista sensible, mi fracaso a la hora de distinguir lo bello de lo feo carecía de justificación; era simple pereza mental. Es pura pereza mental, me decía. Pero bien sabe Dios que no era pereza mental. Yo la amaba tanto que hubiera sacrificado la falange de un dedo por acertar, siquiera una sola vez en la vida.

Que, al menos una vez, ella, al recibir mi regalo, hubiese pensado: Dios mío, esto es lo que más deseaba del mundo. Pero esto no llegó a producirse; era una aspiración imposible. Conformar mi ineptitud con su buen gusto, seguir el vuelo de su fantasía, sobrepasaba mi perspicacia. Ella se resistía a orientarme y yo era incapaz de hallar por mis propios medios algo que la complaciera. El problema era insoluble, de modo que cada vez que le regalaba alguna cosa, lo hacía cohibido, porque, aunque ella fingiera satisfacción, yo intuía que una vez más me había equivocado; que aquello, como los regalos precedentes, acabaría encerrado en un oscuro cajón, o desaparecería de casa sin dejar rastro.

A poco de casarnos, por los años en que tú naciste, todavía no había perdido la esperanza de acertar. Anhelaba sorprenderla y, cada vez que callejeábamos juntos, vigilaba su expresión ante las vitrinas de los comercios, escuchaba sus comentarios con Verónica, observaba a las mujeres que admiraba; todo inútil. El error volvía a producirse. Mis pesquisas no servían de nada, de modo que, a medida que transcurrían los años, iba encontrándome más sobrante y paradójico. Y así siguieron las cosas hasta que llegasteis vosotras. Fue preciso que crecierais, tú, Alicia, la pequeña Mar, para hallar una solución. Con vuestra asistencia apenas había riesgo de equivocarse.

Disponíais de información y, a falta de ella, estaba la intuición. Entre ella y vosotras existían vías de comunicación invisibles, una corriente por la que os transmitía sus vibraciones ante lo bello. Pero ¿por qué misteriosos caminos le llegaron a ella estas vibraciones?

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