Era hueca ilusión, pero semejante argucia me imbuía al menos una idea de disciplina, de que aún era capaz de trabajar. En el fondo, estaba tan seguro del carácter definitivo de la crisis que no osaba hablar de ella, y a los marchantes les daba largas, nunca explicaciones. ¿Para qué, si no iban a entenderme? Afortunadamente, ella no se daba cuenta de la situación y yo podía rehusar invitaciones y conferencias sin despertar su recelo. Me atenía a una coartada ética: un pintor que no sabía pintar no tenía derecho a disertar sobre pintura. Con este sofisma me consolaba. Lo procedente, pues, era aguantar, dejar transcurrir el tiempo. Pero ¿qué podía aportar el tiempo que no fueran nuevas tribulaciones?
A Alicia le regaló por su boda lo mismo que os había regalado a Martín y a ti: la entrada de un piso modesto, en el ensanche, junto al río. No era una urbanización bella pero sí amplia y ventilada. Ella lo resumía en un adjetivo preciso: oxigenada. Una casa oxigenada, agradable de vivir. El piso aportó a su vida una distracción suplementaria. Como anteriormente contigo estudiaba los planos, los emborronaba de proyectos, iba a la casa con una cinta métrica y medía las habitaciones una y otra vez. Luego, sobre el papel, las amueblaba.
Enseguida, se formó una idea del conjunto, de los espacios libres, de los huecos. Alicia vacilaba, pero tu madre insistía: Libros; libros y cuadros, ¿qué quieres poner ahí? Eran tantas las librerías de recurso que diseñó en los planos que Alicia dudaba que algún día pudiera llenarlas. En unos días proyectó la decoración del piso. Discurría de un sitio a otro, con el vaso de agua en la mano, y esta actividad le divertía, le hacía olvidarse de su enfermedad, aunque el entumecimiento de la mejilla progresara y, poco a poco, se le fuera agrietando el labio inferior.
Una tarde Mar nos sorprendió: ¡La niña ya anda!, gritó. Corrimos al salón y tu hija estaba sola, de pie, inestable, con un babero en la mano, y en cuanto intentaba moverse se tambaleaba, y buscaba un punto de apoyo.
Acababa de cumplir once meses, pero tu madre dedujo de este detalle, no infrecuente, que se trataba de una niña superdotada. Así te lo dijo en la cárcel, durante la última visita, mientras yo me devanaba los sesos buscando el modo de informarte de su gravedad sin alarmarte. Lo hice tan torpemente, di tantos rodeos, que te dejé angustiada: Es benigno. Los médicos insisten en su benignidad, te decía. Pero tú, con muy buen acuerdo, apuntaste que dentro de la cabeza, salvo un par de ideas, no podía haber nada benigno. De modo que al despediros, os mirasteis largo rato a los ojos y, en mi visita siguiente, tu madre ya en coma, el encefalograma plano, volviste a mirarme a mí de la misma manera, con la mirada pasiva de los sentenciados: Por favor, cuida de la niña, me dijiste.
Afortunadamente a Gustavo se le normalizaron las transaminasas a poco de regresar a casa. Asistió a la boda de Alicia con el resto de tus hermanos, los tíos, mis consuegros, y poca gente más: Óscar, César Varelli, Primo, Evelio Estefanía, Verónica y el inevitable García Elvira, cuya senilidad soportó tu madre hasta el final. Poca gente para mucha iglesia, un enorme templo construido en tres etapas, con intermitencias de siglos. Y, tal vez por eso, por el espesor de sus sillares, o quizá debido a vuestra ausencia, la tuya y la de Leo, producía una impresión de frío que paulatinamente se fue atemperando merced al órgano y a los cánticos del grupo. Resultó una boda frugal y yo, desde el presbiterio, no hacía más que volver los ojos y mirarla: su rostro moreno sobre el blanco de la blusa, la voz inflamada, el frágil cuello erguido, cantando. Con su traje de terciopelo negro parecía una colegiala, y ponía tanta unción, que su voz destacaba sobre las de los demás y, en algunos pasajes, se diría que era ella sola la que cantaba. Al salir a los claustros, su alegría se desbordó: atendió a los invitados, concertó los grupos, se preocupó del servicio, acomodó a García Elvira y a las personas de edad, aunque ella permaneció de pie. No comió ni bebió, pero su inseparable vaso de agua parecía una fuente inagotable de energía. Tan sólo se sintió contrariada cuando, en un momento dado, le quité distraídamente con la punta de un dedo una miga de la barbilla. Tuvo una reacción desproporcionada, lo mismo que si alguien la hubiera sorprendido desnuda: ¡Qué horror!, dijo. Se limpió ásperamente los labios con una servilleta. No me había dado cuenta, se justificó. Asentí y me esforcé en quitarle importancia pero ella repentinamente se sintió insegura. Trató de recuperarse, y en alguna medida lo consiguió, pero su exagerada pulcritud no le permitió olvidar el incidente. De vez en cuando se aproximaba a las cristaleras del claustro para revisar la zona acorchada de su rostro. A partir de ese día, se acompañó de un espejo minúsculo que sacaba de la cartera cada cinco minutos para mirarse la cara. Fue un hábito defensivo, como el del vaso de agua, y, como éste, asumido con la mayor naturalidad.
De regreso, ya en el coche, me sonrió con un lado de la boca. No noto la lengua, me dijo. ¿Te importa que cierre un rato los ojos? Se recostó en el asiento, a mi lado y, durante la media hora que duró el trayecto, no pronunció una palabra. Esa noche roncó cuando dormía. Era una novedad tan insólita que se despertó a sí misma asustada y dio la luz. ¿Te ocurre algo? Es horrible, pero me parece que estaba roncando. Se mostraba agitada, no podía creer lo que decía. Tomó el vaso de agua de la mesilla y bebió después de humedecerse los labios. Me estoy volviendo desagradable, comentó. Se tiró de la cama y se marchó a la habitación independiente que se había habilitado.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, la descubrí con el rostro asimétrico. Bajé la vista, creyendo que se trataba de una alucinación, pero al levantarla de nuevo, la visión se confirmó: no era una alucinación. Su ojo derecho parpadeaba, en tanto el izquierdo se mantenía inmóvil, hueco, insondable. El mismo desequilibrio se advertía en la boca: mientras la comisura derecha sonreía, la izquierda se desmayaba en un gesto de gravedad. Quise aferrarme a su mitad viva pero el miedo se había instalado en mí, la taza de té me temblaba en la mano y el estómago iba fraguando como si fuese cemento. ¿Te ocurre algo? Me hablaba por el lado derecho de la boca y yo captaba sus palabras por el oído izquierdo, mientras su ojo negro desorbitado me miraba fijamente, sin la menor piedad. Encogí los hombros y me acomodé en la mesa, los ojos contra las palmas de las manos, hasta que noté su brazo sobre mis hombros. Entonces, al levantar la cabeza, advertí que la disparidad había desaparecido: había vuelto a ser ella misma. Callé. No le di explicaciones sobre el extraño fenómeno, ni lo comenté con nadie; pero me dejó la amarga impresión de que lo que había visto a través de su pupila estancada era la sombra de la muerte.
Volvimos por Madrid dos días después para someterle a la radiografía de contraste. Fue un reconocimiento refinado y cruel, en un día de octubre prematuramente frío, y tres horas más tarde, cuando la subieron a la habitación, temblaba como una hoja. Me rogó que entornara las ventanas y la dejáramos sola. Los familiares y amigos quedaron a la puerta y el doctor Gil confirmó su diagnóstico: tumor benigno en el nervio acústico, casi con seguridad un neurinoma. Aunque familiarizado con estas escenas, me observaba compasivamente con sus ojitos rasgados: Se operan fácilmente. No es urgente pero tampoco deben demorarlo demasiado, dijo. Nicolás, en vista de mi silencio, le preguntó por un neurocirujano de prestigio. Dio dos nombres. El mejor, apunté yo. No se atrevió a comprometerse. Las dos cumbres están fuera, pero hoy también pueden hacerlo aquí. La palabra cumbres me había obsesionado, pero cuando se lo propusimos a ella, no vaciló: Mejor Madrid; prefiero no alejarme demasiado. Afortunadamente a Óscar le pareció acertada la elección del doctor Calvo, así que marché a verle a Madrid. Era un hombre enérgico y contenido, distante pero seguro de sí mismo; probablemente lo que yo necesitaba en aquel momento. Nicolás, que me acompañaba, sacó adelante la entrevista. El optimismo del doctor superaba al del neurólogo: ¿Riesgo de muerte? Digamos un cinco por ciento.
Me confortaba oírle, pero Nicolás le fue llevando insensiblemente a otro terreno: el peligro de abrir el cofre, de hurgar en un mecanismo tan delicado.
El doctor examinó en silencio los diagnósticos, las radiografías normales y las de contraste. La localización es muy definida. Lo más probable es que tengamos que sacrificar el facial, dijo al fin. ¿El nervio? Sonrió y dobló la cabeza: Rompemos el equilibro del rostro, ya lo sé, pero algo hay que jugarse.
Se me endurecía el estómago; se me bloqueaba. Nicolás le hizo ver que su madre era aún una mujer joven, con un alto concepto de la belleza. Mientras hablaban, yo recordaba al profesor Anta, convertido en una caricatura de sí mismo al serle seccionado el nervio facial. Tan deformado estaba que le habían dado de baja en el Instituto donde enseñaba. Tenía la sensación de hallarme dentro de un túnel con las dos salidas cegadas: cualquiera que fuera la solución del problema, tu madre estaba abocada a transfigurarse, a dejar de ser la mujer que habíamos conocido. Determinamos la fecha: 7 de noviembre.
Previamente el doctor verificaría un reconocimiento de la enferma aunque las radiografías de contraste eran suficientemente explícitas.
Al llegar a casa nos encontramos con Alicia y Juan que habían interrumpido su viaje de novios: Estoy más tranquila aquí. Tu madre fingió enfadarse pero la noté aliviada. Tal vez el regreso de tu hermana fue la última satisfacción que experimentó puesto que todo se iba agravando por días: la paresia, el acorchamiento, la sordera. Y aunque conservaba su gentileza, se acentuaba también el decaimiento físico, que yo trataba de paliar sacándola al campo, sometiéndola a un leve ejercicio diario. Le gustaban los pinos, los únicos árboles cálidos, según decía. La tamuja crepitaba bajo nuestros pies y el sol del membrillo filtrándose entre las acículas le agradaba. Una de aquellas mañanas que nos sentíamos más próximos, le comuniqué lo del facial, la posibilidad de que el cirujano, para extraer el tumor, hubiera de cortar el nervio. ¡Había temido tanto aquel momento! Caminábamos cogidos de la mano y en el instante de la revelación se la oprimí. El facial es el nervio que equilibra el rostro, añadí ante su falta de reacción. Su pequeña mano, dentro de la mía, no hizo el menor movimiento; parecía un pájaro muerto. Me detuve y la tomé por los hombros: No irás a decirme que no te importa. Ella no se alteró. Dijo al fin, serenamente: Tal vez sea preferible eso a no vivir. En todo caso, siempre será mejor que engordar quince quilos. Por la noche, al comentar sus palabras, Alicia, sorprendentemente, se puso de su parte.
Todavía quise hacerles ver la desproporción de la alternativa, pero ella zanjó la discusión en dos palabras: La estética también cuenta.
Entró noviembre sin nubes, ni frío; tan sólo unos jirones de niebla blanda que, a medida que se disipaba, iba levantando el cielo y tiñéndolo de azul. Y aunque el sol tenía un tono descolorido salíamos al campo y paseábamos lentamente durante dos horas. Yo buscaba en mi cabeza temas de conversación que pudieran interesarla, pero me sucedía lo mismo que ante el lienzo en blanco: no se me ocurría nada. A mayor empeño, mayor ofuscación.
Se lo expliqué una mañana que, como de costumbre, caminábamos cogidos de la mano: ¿Qué vamos a decirnos? Me siento feliz así, respondió ella. Yo sabía que callaba cosas pero ignoraba qué y, con su silencio, me negaba cualquier posibilidad de consuelo.
Una tarde me comunicó que deseaba confesarse. No revistió con tintes sombríos su deseo: Iré a Madrid más tranquila, se justificó. Luego mencionó a Julio Bartolomé, el cura que os casó a Alicia y a ti. Salvo excepciones, a ella no le agradaban los curas. Antes de caer enferma, hablaba con desdén de las homilías mostrencas o pretenciosas, faltas de sencillez. No aceptó que Julio viniera a casa. ¿Por qué? Puedo ir yo a la parroquia perfectamente. No quedó tranquila tras la confesión. Había un extremo que la mortificaba y que Julio no acertó a conjurar. De niña había incumplido una promesa y el sentimiento de culpa le había perseguido toda la vida. Y cuando el cura y yo, como puestos de acuerdo, tratamos de hacerla ver que se trataba de un escrúpulo pueril, se enojó: En estas cosas la edad no cuenta, dijo. Aunque entonces fuese una niña, yo sé que hubo pereza y dejadez. Intentamos calmarla en vano; nos enredaba en su lógica irrebatible: El pecado es la conciencia. Y la mía no está tranquila. Bartolomé llegó a preocuparse. Le sugirió un sacrificio equivalente, una pena subsidiaria, pero ella no se avenía: Una limosna ¿verdad? Y ¿qué mérito tiene ese sacrificio si el dinero no me falta?, dijo. La cuestión estribaba en evaluar el significado de la omisión en su mente infantil y establecer la equivalencia adulta. Era preciso reflexionar, abstenerse de sugerencias precipitadas con las que sólo conseguíamos sacarla de sus casillas. En el fondo, creo que este nuevo problema la desvió de sus calladas obsesiones, alivió la tensión de aquella espera, y, en cierto modo, fue positivo para ella.
Pero tenía tal prisa por hallar una solución que llegó a desazonarme. Julio Bartolomé subía cada tarde a tomar café y deslizaba tímidamente nuevas propuestas que ella iba descartando, sucesivamente, una tras otra. Durante aquellas largas sobremesas, tan concentradas que se diría que estábamos dirimiendo el misterio de la Trinidad, ella sostenía en la mano su vaso de agua, y se miraba constantemente la boca en el espejo. Julio la observaba con atención y una tarde le dijo de improviso: ¿Por qué no prescindes del espejo unos días, hasta tu marcha a Madrid? Esta vez no se enojó. Se le quedó mirando, la cabeza ligeramente ladeada, con cierta perplejidad: Eso ya tiene sentido, dijo al fin. Dio media vuelta y encerró el espejo en un cajoncito del bargueño. Se volvió sonriente: Ya está, dijo. Su extrema tenuidad, su flaco cuello erguido, le hacían parecer más alta. Sustituyó el espejo por una servilleta de papel que se pasaba con frecuencia por los labios. Y, en su defecto, se acariciaba la barbilla con la mano simulando una actitud cavilosa.
Día a día se acentuaban las molestias y no parecía lejano el momento del total derrumbamiento. Unos y otros procurábamos acompañarla, pero ¿qué sería de ella en los momentos de soledad, o en la alta noche, durante sus insomnios interminables? Movido por el deseo de serle útil me convertí en su sombra. Y, cada tarde, después de la sobremesa, bajaba silenciosamente del estudio y la buscaba por la casa. Ordinariamente la encontraba escuchando música o leyendo un libro en la mecedora. La música variaba cada tarde, pero el libro era siempre el mismo: los poemas de Ungaretti, un volumen color de rosa, en edición sudamericana. Pero una tarde, al bajar del estudio, no oí música ni la encontré leyendo en la mecedora, aunque el libro seguía allí, abierto boca abajo, sobre la mesita supletoria. Creyéndome solo, lo cogí, y, al volverlo, me hirió el título del poema «Agonía» y, casi mecánicamente, pasé los ojos por los versos: «Morir como las alondras sedientas / en el espejismo. / O, como la codorniz / una vez atravesado el mar / en los primeros arbustos… / Pero no vivir del lamento / como un jilguero cegado». Inesperadamente, su rostro apareció tras el respaldo del sofá donde yo me apoyaba. Me abordó solícita: ¿Quieres algo? Me quedé tan cortado que dejé el libro sobre la mesa sin saber qué decir. Ella se pasó la mano por la frente en un gesto de abandono. Me dolía un poco la cabeza y me tumbé un rato, dijo. Me senté a su lado y charlamos. Solía ocurrir que la conversación fluía cuando no la buscábamos, cuando impensadamente nos encontrábamos lejos del lugar y la hora en que solíamos charlar. Entonces surgían palabras, ideas, incluso proyectos… Sin embargo, estas expansiones provocadas por la sorpresa, no me engañaban. Yo sabía, por ejemplo, que el anuncio del corte de pelo la había llenado de zozobra, aunque se hubiera abstenido de comentarlo. No obstante, esa noche, en la sobremesa de la cena, hizo una parodia de la pelada aplastándose el cabello con una malla y estirándose con un dedo hacia arriba la comisura de la boca. Así seré yo dentro de unos días, dijo. Este sarcasmo fue su única manifestación de rebeldía. Debió de ver mi gesto de desagrado porque se quitó la malla y puso cara de sorpresa fingida: No debes preocuparte, dijo; nada cambiará entre nosotros. Asistiré a tus conferencias en la última fila y, al final, me acercaré a felicitarte como si fuera una extraña.