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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Drama, #Relato

Señora de rojo sobre fondo gris (8 page)

BOOK: Señora de rojo sobre fondo gris
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Saque la lengua y cierre los ojos. No le dio tiempo de afligirse por su fracaso:

Dígame cuándo siente la punzada. Empezó a inspeccionar la parte baja de su rostro, primero la mejilla derecha, que tu madre acusaba instantáneamente, después la izquierda, entre la nariz y la boca, la comisura, la lengua. Empezó a vacilar: No sé; no estoy segura, decía. Luego, en torno a la barbilla, en el bozo izquierdo; nada. Sonreía con los ojos cerrados, expectante. De pronto, el doctor volvió a pinchar dos veces en el lado derecho de la boca: ¡Ahora!, exclamó triunfalmente, retirando un poco la cabeza. El punzón retornó a la zona izquierda, la comisura, el bigote, la aletilla de la nariz. Ella volvía a sonreír. El doctor imprimía ahora al punzón unos golpes secos, que formaban pequeños cráteres en la piel, pero ella continuaba impávida, sonriendo; tal vez imaginaba que este juego era aún más tonto que el anterior. El doctor insistía en explorar la zona acorchada, con cierta violencia, sin obtener respuesta. De pronto levantó el punzón y se sentó a la mesa: Está bien, dijo. Ella abrió los ojos y me miró intensamente, como preguntándome: ¿Qué tal lo he hecho? El doctor anotaba algo en un bloc y, al cabo, levantó la cabeza y la escrutó un instante con sus pequeños ojos rasgados: Esto quizá requiera una intervención quirúrgica, dijo. Y aunque ella le escuchaba impasible, sin mover un músculo, añadió: No se preocupe; hoy estas cosas se resuelven bien en el quirófano. Se me anudaba la garganta y mientras descendíamos las escaleras no pude decir palabra. En el primer descansillo, ella se detuvo y comentó con acento irónico:

Como médico será una notabilidad pero la casa parece que se la han puesto sus enemigos.

Sus ideas sobre lo bello y lo feo eran categóricas. Había en ella una predisposición contra lo preparado, lo obvio, lo pretencioso. En las casas le desconcertaba la inclinación al bulto, la aglomeración. Amaba los espacios libres, los muebles desnudos, el brillo espartano de una mesa de nogal. Y aborrecía, en cambio, las vitrinas, la exhibición, los bibelots, los libros en piel, los cuadros demasiado altos. En la naturaleza no era el orden natural sino el desorden lo que admiraba: el caos profundo de una noche estrellada o la frondosidad impenetrable del bosque. En la naturaleza sobraba la cuadrícula, la línea recta, la medida. Corno sobraban los remedos: el parque simulando un bosque. Su idea sobre el mundo vegetal era muy severa: debía existir, pero ajeno a toda domesticidad. Le conmovía la belleza de un macizo de flores iguales en el rincón más humilde e imprevisto de un jardín, y, detestaba, por contra, las glorietas de recibo, los arriates ostentosos, la miscelánea de los parterres. Esta faramalla le producía la misma ingrata impresión que una flor en una maceta o un pájaro enjaulado. Para ella las flores eran la imagen de lo espontáneo, de lo libre, lo más opuesto a la organización. Y todo lo que supusiera constreñir su libertad, hacer geometría con ellas, constituía un contrasentido. Sus juicios, que no ocultaba, escandalizaban a los estetas de la ciudad pero nadie solía darlos de lado. La anécdota de César Varelli lo prueba.

César llegó de París, consternado con su muerte, y no se le ocurrió mejor demostración de su dolor que depositar en su tumba una corona de claveles rojos. Pero, de regreso a la ciudad, fue sintiéndose incómodo. Conocía la aversión de tu madre a disciplinar las flores, a hacer filigranas con ellas, y, aunque una y otra vez pretendió desechar la idea de su cabeza, el reconcomio llegó a ser tan insufrible que, al fin, volvió sobre sus pasos para remediarlo pero se había echado la noche y encontró el cementerio cerrado. Entonces, a pesar de su corpulencia, saltó la tapia, localizó la sepultura y deshizo lo hecho, arrancó los claveles del armazón y los desparramó sobre la lápida. No es que aquella lluvia de claveles rojos le entusiasmara pero, al menos, había deshecho la simetría, había roto el esquema. Me sentí liberado, me decía. Y estoy seguro que Ana se habrá quedado tranquila.

Pero, pese a conocer sus preferencias, sus palabras en la escalera del doctor Gil me sorprendieron. ¿Era oportuno su juicio sobre la casa estando su vida en juego? Me miraba como pidiendo mi asentimiento y ello aumentaba mi desconcierto. (Aunque, en rigor, quizá fuera su capacidad para sorprender lo que me deslumbró de ella, lo que a lo largo de los años me mantuvo tenazmente enamorado). Una vez en la calle, en cambio, me pareció lo más natural del mundo que se encaminara ilusionada a una tienda exquisita y comprara una mantelería para Alicia: Con unas cosas y otras a esta pobre hija la tengo totalmente abandonada, dijo.

Óscar confirmó dos días después el diagnóstico. Se trataba de un tumor, probablemente un neurinoma, y lo procedente era someter a tu madre a una nueva exploración bastante desagradable: una neumoencefalografía. Me sentía conmocionado, como un boxeador contra las cuerdas, y Óscar me vio tan aturdido que se creyó en la necesidad de aclarar: Una exploración de contraste. Insuflar aire en la cabeza para localizar el tumor. Le aparté horrorizado: Calla, no sigas, dije. Ella no objetó nada; simplemente lo condicionó: De acuerdo, dijo, pero de momento vais a dejarme tranquila hasta que Alicia se case.

Entró en un período de agitación que recordaba mejores tiempos: llamadas telefónicas, encargos, visitas, compras, invitaciones. No paraba.

Aunque Alicia no se casaba de blanco, las dos marcharon a Madrid a comprar el vestido de novia. Volvió cansada, pero, recostada en el diván, charlaba incansablemente con tu hermana, se reían, dirigía las operaciones. Alicia decía: Para intimar con mamá no hay como casarse. ¡Siempre pensé que sentía predilección por Ana!

En realidad, ella y tú congeniasteis siempre. Salvo en Gustavo, ella tuvo en vuestra manera de ser, incluso en vuestro físico, una influencia superior a la mía. Afortunadamente podía más que yo. Tú coincidías con ella en muchas cosas, en casi todas, pero carecías de su autonomía; antes de dar un paso requerías su parecer. Por otro lado, si adquirías algo bello no disfrutabas plenamente del goce de la posesión en tanto ella no la compartiera. Vuestras charlas telefónicas eran interminables, nunca languidecían. Y, en fuerza de dar vueltas a las cosas, podíais llegar a convertir un asunto baladí en importante y a la inversa. Recuerdo ahora cuando Leo y tú alquilasteis el pequeño chalé de las Rozas. Los planos de la casa, con las mediciones exactas, la acompañaban a todas partes, y ella los iba emborronando con esquemas de muebles cuyo orden alteraba constantemente. Pero cuando terminasteis con la casa, se anunció la niña y la comunicación entre vosotras, salvo tus horas en la Escuela, se hizo permanente. Le hablabas de tu estado, de tus molestias, le consultabas… A ella le alentaba tu confianza. Mediada la gestación, te preocupaba no sentir apenas a la niña, pero ella te decía que no creyeras que la criatura tenía que estar el día entero bailando dentro de ti, ¿recuerdas? Y una vez que la niña nació se hizo ya imposible contar con ella. Cualquier motivo era bueno para desplazarse a Madrid. Su debilidad por los bebés aumentaba con la edad: Compréndeme, decía, diez años sin tener en brazos un bebé. ¿Te das cuenta? Un argumento viciado: la abstinencia, el receso, el mono. ¡Diez años sin tener entre los brazos un bebé! No obstante, cada vez que regresaba, la encontraba perpleja: No es mía. No debo ilusionarme demasiado, se decía. La primera nieta la trastornó. Durante nuestro siguiente viaje al extranjero no llegó a concentrarse; se olvidaba de los cuadros, de su disposición, tarea a la que siempre había dedicado muchas horas. Ahora había de colocarlos yo solo mientras ella recorría los comercios de la ciudad, no buscando faldones o pañales como, dada la edad de la niña, podría esperarse, sino vestidos o zapatos para cuando cumpliera tres o cuatro años, prendas que con toda seguridad habrían dejado de ser divertidas cuando la niña alcanzase esa edad. Fue una chifladura circunstancial. Probablemente veía en la niña un eco o intuyó, en esta subrogación, la inmortalidad. No puedo saberlo. Lo cierto es que cada mañana, al abrir los ojos, se preguntaba: ¿Por qué estoy contenta? E inmediatamente, se sonreía a sí misma y se decía: Tengo una nieta. Luego, mientras desayunábamos, en el hotel, hacía proyectos a largo plazo; se imaginaba vieja, recorriendo con su nieta la ruta de los castillos del Loira o los museos de Roma. Algunas veces, después de comunicarme sus planes, movía la cabeza de un lado a otro, desalentada: Soy una tonta. La niña, tan pronto cumpla dieciséis años, dirá lo mismo que yo hubiera dicho a esa edad: ¿Dónde voy con este vejestorio? Repentinamente se entristecía.

Quería conservarse joven para su nieta. Y, con objeto de granjearse de antemano su favor, salía a la calle y regresaba con un par de zapatos, que en unos años no tendrían aplicación, pero que tú celebrabas con grandes muestras de regocijo. (¿Eran tal vez para ti, para ilusionaros juntas, aquellos regalos?). La presencia de la niña la hacía feliz; sobrevaloraba el hecho de saberse abuela; el mismo vocablo abuela, lo paladeaba como un caramelo, le producía placer. Menospreciaba a los que recurrían a eufemismos para suavizarlo. Gustaba de ejercer de abuela, de proclamarlo. En la clínica, en Madrid, tras la última exploración, con la habitación en penumbra, únicamente la distraía la presencia de la niña. Cada vez que llegaba parecía renacer, observaba sus pasos vacilantes, la cabeza vuelta sobre la almohada, sonreía:

Echa el pie lo mismo que su abuelo. ¡Siempre sus perspicaces observaciones!

Apenas podía hablar, deseaba estar sola, pero la irrupción de la niña le animaba. Después de verla corretear, nos pedía que descorriéramos las cortinas y se la acercáramos. La analizaba facción por facción, aproximaba los ojos a su carita, la alejaba como buscando una perspectiva, observaba sus manos, las uñas de sus dedos, la densidad de su cabello, sacaba parecidos, y en esta inspección se olvidaba del dolor de cabeza, del aire estancado en su cerebro. Desde que nació, sintió pasión por la pequeña. Y la noche que os detuvieron a Leo y a ti tuvo miedo, temió que su devoción la desbordase, que un celo excesivo pudiera perjudicarla. Se esforzaba en controlarse, en no exteriorizar ternura, en dominar sus emociones. Si su madre no sale pronto de la cárcel sabe Dios qué va a ser de esta criatura, decía con frecuencia.

Cuando Alicia dijo burlonamente una tarde que nada como casarse para intimar con mamá, tenía un punto de razón. Había dos edades en los hijos que la enternecían: los primeros meses y la adolescencia. Ella percibía sin duda el desvalimiento que se produce en los niños a estas edades. Mientras erais bebés pasaba las horas muertas con vosotros en brazos, dibujaba con un dedo vuestros bostezos, las húmedas boquitas, y os estrechaba contra su regazo como si pretendiese meteros dentro de su cuerpo otra vez. Literalmente se conmovía, se la humedecían los ojos. Sin embargo, cuando crecíais y a mí empezabais a divertirme, a ella dejabais de fascinarla, disminuía la atracción que sentía por vosotros. No es que se distanciara, pero os veía suficientes, sin una necesidad imperiosa de ella. Esta actitud volvía a cambiar cuando a los varones les apuntaba el bigote, se les rompía la voz con los primeros gallos y las niñas os desarrollabais. Diríase que revivía en vosotros su adolescencia, los rebuscados problemas de la pubertad. Este proceso del desarrollo lo vivía de cerca, emocionalmente, y es cuando empezaba a anudarse entre vosotros una relación que se hacía especialmente intensa al aproximarse la hora de la separación.

Durante las dos semanas que precedieron a la boda, no conoció un instante de reposo. Era como si preparase su propia boda: quería tener todos los cabos en la mano, controlar hasta el más mínimo detalle. La ceremonia iba a ser sencilla, como la tuya y la de Martín, pero como tu hermana deseaba evitar el espectáculo, decidió casarse en el Monasterio del Santo Sudario, fuera de la ciudad, y allí mismo, en los claustros, dar una copa. El proyecto originó frecuentes desplazamientos, en particular por causa de los frailes, pues sospecho que desde la Edad Media no se casaba nadie allí. Una semana antes, el niño de Paula se puso enfermo, con unas fiebres pertinaces, y ella pasaba a su lado los ratos libres que la dejaban los preparativos. El bebé, ahora que la niña empezaba a dejar de serlo, era su juguete preferido: le bañaba para que le bajara la fiebre, le friccionaba con agua de colonia y luego le medía el tórax, la distancia de hombro a hombro, la mano, el pie: Este niño es extraordinariamente grande, comentaba. No me explico cómo nació con esa facilidad. Y miraba largamente a Paula, tan grácil y esbelta, como si nos hubiera hecho trampa. La indefensión, la dependencia, la disponibilidad del bebé, despertaban en ella un súbito afán protector. En esos días se acostumbró a vivir con un vaso de agua en la mano. Para quien ignorase el contenido del vaso, su apariencia era la de una bebedora impenitente. Iba de un lado a otro con él en alto, le ponía hielo, y cada vez que conversábamos, entre frase y frase, bebía un pequeño sorbo como un conferenciante a quien se le secara la lengua. Lo curioso es que adoptara estos hábitos naturalmente, sin relacionarlos para nada con la enfermedad. En las sobremesas, solíamos sentarnos frente a frente y charlábamos. Yo seguía en el yermo y estas pláticas me serenaban un poco. Asentía cuando ella me preguntaba si bajaban los ángeles, engañándola a sabiendas. Ella también intentaba engañarme diciéndome que se encontraba algo mejor que la víspera. En aquellas sobremesas, empleábamos palabras ambiguas, solapadas. Ninguno de los dos éramos sinceros pero lo fingíamos y ambos aceptábamos, de antemano, la simulación. Pero las más de las veces, callábamos. Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad.

Pero, tras la sobremesa, acechaba de nuevo el suplicio del lienzo en blanco. Ante él me invadía una sensación de frustración, como si nunca hubiera pintado: su blancura me mareaba y, en principio, no osaba mancharlo y, si me resolvía a hacerlo, resultaba inevitablemente un borratajo. Para consolarme pensaba en mejores días, en mis éxitos, en mis cuadros más celebrados, y dudaba de que fuera yo su autor. Se daba la paradoja de envidiar al pintor que había sido, al pintor que era yo seis meses antes, y me preguntaba si era posible que fuésemos el mismo hombre. Mas cuanto más me esforzaba en concentrarme, menos cosas se me ocurrían, más se acentuaba la sequedad. El convencimiento de que mi pintura se estimaba, me permitía ganar dinero, no me aportaba el menor consuelo. ¿Qué valor tenía saber que había sido, si había dejado de ser? Incluso llegué a pensar que mi importancia como pintor fue un vano invento, que únicamente existió la voluntad de tu madre de que lo fuera y, ahora que ella languidecía, el gran fraude se ponía de manifiesto. Ciertamente tenía dos exposiciones en Europa y un eficaz marchante, pero los cuadros se iban vendiendo y había que reponerlos. ¿Con qué? La ansiedad acrecentaba mi ineptitud y, con objeto de evitar la total desmoralización, recurría a los cuadros arrinconados, volvía sobre ellos, los retocaba una y otra vez, suscitándome la mezquina impresión de que creaba.

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