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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Drama, #Relato

Señora de rojo sobre fondo gris (3 page)

BOOK: Señora de rojo sobre fondo gris
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Tu madre abandonó los estudios por propia voluntad. Le irritaban la estructuración de la carrera, los profesores adocenados, las ideas impuestas.

Su cabeza caminaba muy deprisa, iba por delante de la de sus mentores.

Aprobó fácilmente los dos cursos comunes pero ahí se plantó, se negó a continuar. Ese mismo año terminé yo Bellas Artes, pero seguía sin vender un cuadro. El título significaba la culminación de una etapa académica, pero únicamente eso. Carecía de medios de vida; no ganaba una peseta. Pero el hecho de que tu madre abandonara la Universidad fue ajeno a todo eso, a mi carrera, a la prisa por casarnos. Para ella, una sanción oficial de sus conocimientos a los veinte años resultaba irrelevante; no le daba importancia.

Lo importante era tenerlos, tener esos conocimientos quiero decir. Si ella hubiese deseado titularse, mi resistencia no hubiera servido de nada. Con el tiempo pensó de otra manera y a vosotras, por ejemplo, os orientó hacia la Universidad. Una paradoja. Ella contaba con gracia este capítulo de su vida pero nunca, en las diversas versiones que la oí del mismo, figuré yo como responsable.

De proponérselo, hubiera sido una gran fabuladora. Narraba las cosas con ingenio; sus digresiones eran tan divertidas como el tema central, pero nunca se perdía; iba y volvía, graduaba el interés, demoraba el desenlace, remedaba a los personajes. Daba igual que relatase una historia prolija que un breve trayecto en autobús. De todo sacaba partido, lo animaba con tal magia que era imposible sustraerse a su hechizo; hubiera sido capaz de sostener la atención del auditorio durante semanas. Pero, al margen de sus dotes de observación, creaba; tenía una imaginación espumosa. A menudo traté de animarla para que escribiese algo, pero ella me oía como quien oye llover, se burlaba de mí. ¡Me hubiese gustado tanto que lo intentara!

Recuerdo que cuando os detuvieron, a Leo le atribuían un cargo en el Frente, tesorero, secretario o qué sé yo, imputación que, de confirmarse, hubiera agravado su pena. Intervinieron vuestras cuentas en los Bancos y denunciaron dos partidas que consideraban sospechosas. Una mañana, tu madre dejó a la niña en la guardería y marchó al Tribunal de Orden Público a entrevistarse con el juez instructor. Aunque tenía fama de desabrido, se mostró receptivo con ella, la escuchó. Sin conocerle, le explicó la procedencia de aquel dinero y, al parecer, le envolvió: El aspecto económico del problema está resuelto, señora —terminó admitiendo el instructor—, a ver si tenemos la misma suerte con el político. Acudimos a las cárceles respectivas a daros la buena noticia. ¡Oh Dios, qué duras aquellas mañanas de invierno en Carabanchel! Aquellas amanecidas ominosas, la luz crepuscular en el gran patio gris, la bruma polvorienta sobre Madrid, cientos de visitantes a la espera y el carcelero voceando nuestros nombres: ¡Nicolás, Ana, Alicia, Martín, Paula, Basilio…! No teníamos apellidos. Era indigno, pero tu madre no se sentía vejada: Vamos, ¿no oís?, somos nosotros, reía. Desfilábamos por un pasillo de guardianes, entre barrotes… Aquel olorcillo de la cárcel… Caminábamos de uno en uno, como borregos, de uno en uno, la tarjeta de identidad en la mano, tu madre sonriendo, derramando optimismo entre los presos que iban apareciendo en las jaulas de la galería cada vez más delgados y mates. Y Basilio, tu cuñado, desde el centro de la galería, eufórico, saludaba a todos. Y los reclusos le respondían: Buenos días, Basilio. ¿Cómo van las cosas, Basilio?

Y los policías y los carceleros, apocados, se hacían los desentendidos, aquejados de un sentimiento de culpabilidad.

A pesar de los alardes de tu cuñado, de las voces familiares de los detenidos, de la desmoralización de sus guardianes, aquel ambiente me oprimía. Me quedaba inmóvil, encogido, mudo. No encontraba una palabra de aliento. En cambio ella se aproximaba a vosotros con una nota en la mano. Un guión para aprovechar el tiempo, decía. Os hablaba ordenadamente sobre la niña —sus comidas, su plan de vida, su próxima visita—; luego, de sus entrevistas con el juez, con vuestros amigos, con los compañeros de Universidad… Los últimos minutos los dedicaba a frivolizar, mientras los guardianes vigilaban por detrás de las jaulas, aburridos, un poco intimidados.

Algunas veces, al concluir las visitas, íbamos a ver a Primo, a Primitivo Lasquetti, interrumpiéndole la tarea matutina. Les van a meter un montón de años, vaticinaba. Hoy día las chiquilladas se pagan caras; las revoluciones no se hacen con aficionados. En realidad no acudíamos a él para consultarle, pero le escuchábamos porque sabíamos cómo las gastaba; conocíamos de sobra su modo de ser. Y ¿quién es la detenida, la guapa?, preguntaba de pronto. Tu madre se sentía lastimada, erguía su flaco cuello: Ninguna de mis hijas es fea.

Él la miraba atentamente, desde detrás de la máquina de escribir, por encima de las gafas: Verdaderamente no tienen motivo. Bajaba los ojos y reanudaba el tecleo: Disculpadme; voy a terminar esto antes de que llegue el motorista, decía. Y allí, con nosotros delante, Primo terminaba su crítica, con la misma concentración que si estuviera solo. Ya le conoces. Es un tipo sobrado. Cada vez que le hablo del estiaje del creador suelta la carcajada. No cree en esas cosas.

Tu hermana me telefoneó ayer anunciándome tu visita. Me dijo que estabas bien, quizá un poco baja de color; tampoco la cárcel es el lugar idóneo para curtirse. Y, bien mirado, peor podría haber sido. Estas cosas vas viendo cómo se enredan, pero es imposible predecir cómo van a terminar. Recuerda tu desmoronamiento de los primeros días: A Leo se le va a caer el pelo, decías. ¿Te acuerdas? Tampoco los de San Julio eran optimistas: Son demasiados cargos; la organización del Frente, la copiadora del chalé, las cajas de octavillas… ¡Menos de seis años, nada! ¡Dios mío, seis años! En aquellas sombrías reuniones, era ella la única que aportaba un poco de esperanza. Ese hombre no va a ser eterno, recuerdo que dijo la primera vez.

Lo dijo serenamente, sin encono. Dijo únicamente ese hombre. No se ensañó, pero, inconscientemente, al despojarle de sus títulos, lo apeó del pedestal, le arrancó las medallas del pecho, lo desnudó. Pero, además, fue la que dio en el clavo. Ese hombre no fue eterno. Incluso cuando especulábamos en San Julio sobre vuestros años de condena ya estaba herido de muerte. En cambio, lo suyo no lo previó tu madre. Se sentía fuerte, entonces, con buena salud, y sabía que era necesaria. Alicia y Mar dicen que ya, por entonces, la encontraban delgada. Pero ¿estuvo alguna vez gruesa tu madre? Odiaba las grasas, ya lo sabes. Le repugnaban. Esto formaba parte de su culto a la belleza. Admitía cualquier cosa antes que engordar un quilo. ¡Era tan armoniosa su figura! ¿Cómo pudo criar tantos hijos sin echarla a perder? Ella decía que el tamaño del pecho nada tenía que ver con su fertilidad y, obviamente, le sobraba razón. Nunca la deformó la maternidad. Se le abultaba el vientre, tal vez una pizca los pechos, pero, con la ropa suelta, el embarazo apenas trascendía. Encinta de Pablo, el más grande de todos, la piropearon un día en la calle un mes antes de dar a luz. Llegó a casa desconcertada: Me han gastado una broma cruel. ¿Cómo puedo estar atractiva en semejante estado?, decía. Pero lo estaba; estaba atractiva. En ella, el embarazo era escuetamente un vientre, no afectaba para nada al resto del cuerpo. En nueve meses engordaba siete quilos, pero una hora después de dar a luz pesaba lo mismo que el día que quedó encinta. Ella se sentía orgullosa de su vientre, de su comportamiento. Alojaba criatura tras criatura sin protesta; no se aflojaba, no se fruncía. Tras el parto volvía a su tersura normal, ligeramente hundido entre los huesos de las caderas, resumido, el ombligo como única referencia. Nunca se resintió su figura a causa de un hijo. Los pliegues, la celulitis, las grietas, nada tenían que ver con ella. Así cumplió 48 años, tan grácil y atractiva como cuando la conocí en el parque, a los dieciséis.

Desoí las advertencias de Alicia y Mar. Claro que estaba delgada, pero ¿cuándo no lo había estado? Alicia iba a casarse unos meses después y recuerdo la actividad de tu madre en esa época; no dejaba un cabo suelto, no paraba. Tu hermana decía a veces: Hay días que no puedo seguirla.

Tímidamente sugerí la idea de aplazar la boda hasta que se resolviese lo vuestro, al menos hasta que se celebrase el juicio, pero ella se opuso: Nadie tiene derecho a condicionar la vida de nadie. No obstante, fue la niña la que llenó su vida durante esos meses. Nunca imaginé que el primer año de un bebé tuviera que ajustarse a unas pautas tan delicadas. Para mí, el primer año de vida de un ser humano se resumía en tres momentos decisivos: los primeros balbuceos, el primer diente y los primeros pasos. Iniciarse a hablar, a comer y a andar. Ése era todo el aprendizaje. A mi entender, un niño sano no podía facilitar otras noticias que ésas. Pero junto a tu madre aprendí que el proceso evolutivo de un niño estaba lleno de matices. ¡Cuánta minucia, cuánta sutileza! Recuerdo las cartas que te dirigía a la cárcel con sus descubrimientos: «La niña sigue mi dedo con los ojos; ya sabe mirar», «la niña tiende los brazos cada vez que me acerco a la cuna», «por primera vez hoy sonrió inducida por un objeto inanimado, un perrito de peluche». ¡Tantas cosas inimaginables! Paralelo a su desarrollo estaba su vestuario: sus jerséis, sus faldones, sus capotas, sus botitas. Cada vez que te la llevaba a la cárcel la cambiaba de indumentaria. A la visita siguiente comentabais sobre lo que la favorecía y lo que no la favorecía. Recuerdo que un día decidió quitarle los faldones y te la envió con las piernecitas al aire. No le di mayor importancia a la novedad pero tu recibimiento el lunes siguiente fue clamoroso: voces, risas, bromas; no parabais de hablar; ¡hasta aventurabais juicios sobre la conformación futura de las piernas de la niña! Nunca, imagino yo, un ser tan pequeño produjo entre los adultos una conmoción tan grande.

Nada de esto impedía a tu madre atender sus obligaciones como secretaria. Conocía mis compromisos, mis deseos y caprichos; seguía mi vida tan puntualmente que rara vez me consultaba antes de responder a una carta.

Procuraba desbrozarme el camino para que yo trabajase despreocupado: Lo tuyo es pintar, solía decirme. Por encima de premios y honores, del juicio de los críticos, era su fe lo que me animaba. Y cuando la Academia votó mi ingreso en su seno, ella se mostraba radiante. Decía: Cada mañana, al despertar, me pregunto: ¿Por qué tengo que estar contenta? Y ella misma se contestaba: ¡Ah, sí, la Academia! Le preocupaba mi discurso, el tema, su extensión. Se interesaba por la confección del frac, la camisa, los zapatos. En cualquier caso sabía lo que me convenía; lo que procedía hacer. Se relacionaba con los marchantes, con las galerías directamente. Para ella, un cuadro era un mundo independiente y, en consecuencia, cada uno requería una posición, una luz, una altura. De ahí que organizarme una exposición constituyese un arco de iglesia. Pero ella no se amilanaba. Gozaba con las dificultades y sospecho que, fuera de sus fantasías adolescentes, nunca tuvo otras aspiraciones. ¿Que le sobraba talento para haber abordado una actividad más personal? No lo dudo, pero puedo asegurarte que yo no la coaccioné para que no lo hiciera. Lo nuestro fue una especie de convenio tácito, con ciertas vacilaciones al principio, pero definitivamente implantado tras la medalla del Salón de Otoño. Ese premio nos cambió la vida. Trajo consigo un despegue y una ampliación de horizontes, que nos indujo a preocuparnos más de mi trabajo, nuestros hijos y nuestro dinero. Ella asumió esta tarea espontáneamente, sin imposición de nadie. Y si yo no le pedí la gestión de nuestras cosas, tampoco consideré machista avenirme a que lo hiciera. La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro administraba. Normal, ¿no? Ella nunca se sintió postergada por eso. Al contrario, le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva, ella era la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer. En toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo, aunque otra cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad. A sus amigas solía aconsejarlas evitar los encuentros frontales, un sabio consejo. El aspecto formal de la lucha por el poder durante los primeros meses de matrimonio se le antojaba grotesco, por no decir de mal gusto. Creía que el hombre cuida la fachada, y declina la dirección; pero entendía que algunas mujeres ponían, por encima de la autoridad, el placer de proclamarlo, esto es, aceptaban el poder, pero sin ocultar cierto resentimiento. Por supuesto, ella era de otra pasta. Y si entre nosotros no hubo un explícito reparto de papeles, tampoco hubo fricciones; nos movimos de acuerdo con las circunstancias. ¿Si hubiese aceptado yo un segundo plano, trastocar los papeles, ella arriba y yo abajo, ella a la vista y yo detrás, en la penumbra? Nunca me lo planteé; tu madre estaba tan embebida en sus problemas, que su primera preocupación cuando se le manifestó la enfermedad fueron sus hijos, qué sería de vosotros el día que ella faltase. A Alicia se lo confesó un día: Soy tan tonta, le dijo, que he llegado a creerme que era yo la que ganaba el dinero.

Pero el dinero no era todo en nuestras vidas. Anteponíamos otras cosas.

Familia, proyectos, amigos. Éste era su terreno. Evelio Estefanía me anticipó que, en su discurso de recepción en la Academia, iba a aludir a esta cualidad suya, pero, ante las circunstancias, hubo de cambiarlo. Ella había muerto en el intervalo. Entonces dijo esa gran verdad de que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir. ¿Puede decirse de alguien algo más hermoso?

El día que tú le pediste unos papeles para renovar tu contrato en la Universidad, ella se apresuró a llevártelos a la cárcel, pero los celadores se negaron a admitirlos: Una reclusa no tiene nada que firmar salvo su declaración. ¿Por qué su hija, en lugar de meterse en líos, no se va a la Gran Vía a mover el culo?, le dijeron. La zafiedad la humillaba hasta extremos indecibles. Al salir de la cárcel se metió en un portal, para llorar a gusto. Pero allí mismo, entre lágrimas, decidió no rendirse a la brutalidad y, tan pronto llegó a casa, firmó los papeles por sí misma, imitando tu letra, y los entregó personalmente en la Universidad. Ni el grafólogo más exigente hubiera advertido la suplantación. Tu madre sonreía divertida. No le remordía la conciencia. Delitos eran violar, matar, robar; la firma indebida de documentos era para ella un simple pasatiempo.

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