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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Drama, #Relato

Señora de rojo sobre fondo gris (4 page)

BOOK: Señora de rojo sobre fondo gris
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Ante mi temor de que os torturasen, visitó de nuevo a Alonso Cano, el fiscal. Cano, de estudiante, estuvo enamorado de ella y le hablaba con una suficiencia rebuscada: Parece mentira que una mujer como tú se crea esas mendacidades de los malos tratos, le decía. Los estudiantes se autolesionan para desprestigiar a la policía. Tu madre, más que por ti, temía por Leo; estaba más comprometido. Alonso Cano la desconcertó: ¿Te gustaría hacerle una visita para comprobar que no te engaño? Sí, claro que me gustaría, le respondió. Y allá nos fuimos los dos una tarde, a la prevención, una oficina siniestra, llena de polvo y expedientes. Y, tras unos minutos de espera, entró Leo maniatado, ceniciento, y charlamos, sentados sobre unos cajones, bajo la vigilancia de un policía cerril. Me sentía enfermo, pero antes de marchar le pregunté con disimulo si le habían maltratado. Lo negó y yo me tranquilicé.

Hacía cuatro días que os habían detenido y pensé que el momento más crítico había pasado ya. Pero bien fuese porque así lo tenían dispuesto o porque a aquellos tipos les fastidió nuestra visita, lo cierto es que esa misma noche le golpearon hasta que perdió el conocimiento. Por Nicolás y los de San Julio nos enteramos de la tortura. Tu madre escribió una carta a Alonso Cano pero nunca tuvo contestación. Automáticamente quedó clasificado como indecente.

Juzgaba a las personas con un criterio primario: decentes o indecentes, pero ser catalogado como indecente suponía únicamente que había perdido su confianza. No iba más allá, era incapaz de rencores; menos aún de rencores vitalicios. La aburrían. Durante los primeros meses de matrimonio, cada vez que discutíamos, se ataba un hilo al dedo meñique para recordar que estábamos enfadados. Luego lo olvidó; llegó a olvidar incluso la razón por la que se había atado el hilo. Era muy desmemoriada. En nuestros viajes iba regando los hoteles de objetos de uso personal: jerséis, blusas, un peine; rara vez las cosas que acababa de adquirir. Éstas, no las guardaba en las maletas, las llevaba a mano, en el asiento posterior, y de vez en cuando las extendía sobre su regazo para contemplarlas. Había en ella una suerte de deslumbramiento infantil ante lo nuevo-bello que rayaba en fetichismo.

A las leves incomodidades que originaba su mala cabeza no les daba importancia. A veces salía de casa sin dinero y, al advertirlo, montada ya en el autobús, sugería al cobrador pagarle el billete con un cheque. El hombre, naturalmente, se sorprendía. ¿Un cheque por dos reales, señora? Ella agregaba con cierta lógica: A no ser que prefiera un sello; he olvidado el monedero. El cobrador, cada vez más desconcertado, advertía que la Compañía no admitía sellos, y que tendría que apearse. Tu madre, entonces, apelaba a la solidaridad de los viajeros: ¿Habrá alguien tan amable, decía, que pueda prestarme dos reales para el autobús? Y, súbitamente, se producía la fascinación colectiva, aquel movimiento de adhesión que despertaba su presencia. Veinte manos, con veinte monedas, se alargaban hacia ella diligentes, desprendidas. Y ella tomaba una, daba las gracias y la entregaba al cobrador, quien, un tanto achicado por asimiento tan unánime, balbuceaba:

Discúlpeme, señora, pero las normas de la Compañía son las normas de la Compañía. Yo no puedo hacer otra cosa.

En vísperas de operarla, en la habitación de la clínica, me confesó que sólo había una persona en el mundo por la que hubiera sentido inquina: D.

Federico Corral, el administrador de la casa. Sus pleitos con don Federico solían producirse de año en año con motivo de pequeñas modificaciones en el piso. Ella se mostraba extrañada de la negativa cuando la obra redundaba en beneficio del inmueble, mientras don Federico alegaba que el proyecto alteraba su estructura. Esto de reformar los pisos donde vivía era en tu madre una auténtica dependencia, como puede ser en otros la droga o el alcohol. No sabía vivir sin ello. La casa más bella y mejor construida era susceptible de ser mejorada. A veces, la innovación era tan arbitraria, tan traída por los pelos, que ni ante sí misma acertaba a justificarla. Mas el final de la pugna nunca variaba: el administrador cedía a condición de doblar la renta. Tu madre clamaba, se indignaba, vivía una semana como si hubiera desistido del proyecto pero, al cabo, llamaba a los operarios y se ponía manos a la obra. Su marca será difícilmente superable: en siete años, hasta que tuvimos piso propio, nos doblaron la renta tres veces. Sus debilidades arquitectónicas, estando Leo y tú en la cárcel, las satisfizo con esta vieja casona. Venía, al menos, una vez por semana y, si hacía buen tiempo, se traía con ella a la niña y a algún estudiante para que la vigilara. Su quehacer inicial fue raspar la cal y el yeso, descubrir piedra y madera con objeto de ennoblecer los interiores.

Rastreaba vigas y arcos con apasionamiento de arqueólogo: Pique aquí, Teodoro, por favor, le decía al albañil. Rara vez ordenó dar un mazazo inútil.

Exhumaba sillares, arcos de dovelas, entibas de roble, gruesos dinteles de nogal… En las tres habitaciones delanteras, al picar el techo, apareció el primitivo artesonado que ella limpió amorosamente con aceite de linaza, poniendo especial esmero en los puntales y zapatas que lo sostenían. Pero donde concentró todo su entusiasmo fue en la cocina que acabas de ver.

Estaba ilusionada con ella. Incluso en Yeserías, donde no solía perder el tiempo en bagatelas, creo que te habló una vez de la cocina. La dichosa cocina llegó a ser para ella una idea fija. En torno al hogar, que dejó intacto, rehabilitó casi todo, techo, planta y tabiques; incluso recompuso los desportillados azulejos que ceñían el fogón, encargando algunos fragmentos a una cerámica de Puente. Aquello fue la obra de El Escorial.

Pero había que ambientar los rincones, calentarlos, como decía García Elvira. Con este propósito fue adquiriendo cazos, calderas y otros enseres de cobre en los pueblecitos vecinos. Pocas veces recurría a los anticuarios. Le divertía descubrir los viejos cachivaches por sí misma. En Caniseco, había un prendero que llamaba a estos chismes chichirimundis. Y a cuenta de ellos tu madre entró en conflicto con los baratillos de la capital, que la censuraban estar tirando el mercado. Mas cuando discutían, llegaba a desconcertarlos:

¿Por qué los campesinos desconfían de su palabra y no de la mía? ¿Por qué en todas partes, antes de vender un dedal a uno de ustedes me avisan a mí?

Callaban. Se miraban entre sí y no decían palabra.

La ornamentación de la casa fue avanzando muy deprisa. Aparte los chichirimundis, tu madre halló otra fuente de decoración en el Obispado, pinturas y tallas sin valor pero plásticas y sentimentales. Todos estos angelotes barrocos, fragmentos de retablos, santos de palo, litografías y cuadros de época proceden de allí. Mas faltaba lo verdaderamente peliagudo: amueblar la casa en un estilo adecuado. En los alrededores, encontraba alguna insignificancia: aguamaniles, mesillas de noche, atriles, escabeles… Pero todo ello, reunido, no hacía bulto; en una casa de tres pisos ni se veía. No obstante, hablando con unos y otros, se informó de que una tal doña África, familia de indianos, agonizaba en Linaza, una aldea próxima. Cuando conectó con los herederos ya la habían enterrado y estaban restaurando la casa a base de formicas, aglomerados y otros materiales más modernos, pues la pobre tía África vivía en la edad de piedra, dijeron. Tu madre se interesó por el destino de los muebles. Unos irán a los baratillos y otros a las hogueras de San Juan.

O ¿es que le gustan a usted? Entonces sugirió quedarse con el lote por un tanto alzado y en seguida llegaron a un acuerdo. Te parecerá mentira, pero estas camas de hierro de bolos dorados, otra pareja de cabeceros pintados, la de barco, donde vas a dormir, una mesa de roble de tres metros, de una pieza, las sillas a juego, dos librerías encristaladas, una cómoda de nogal, un canapé, ese reloj de ojo de buey, la consola, y el resto del mobiliario fueron tasados por ellos en cincuenta mil duros, en el convencimiento, además, de que la estaban engañando.

Disfrutó mucho con estas adquisiciones. Veía más allá que el común de los mortales. Tenía el ojo enseñado a mirar; nació con esta intuición selectiva.

Este estudio donde estamos, cuya existencia no trasciende al exterior, lo sacó de su cabeza. El entarimado de enebro, la entreplanta con los caballetes, el techo revestido, y la gran claraboya invisible desde la carretera, fueron cosa suya. Me conmovía su confianza en mis posibilidades. Imaginaba que si había destacado pintando en cualquier parte, haciéndolo adecuadamente podría llegar a ser un genio. Abordó la obra guiada por dos objetivos fundamentales: recogimiento y luz. Para conseguir lo primero forró la buhardilla de corcho y en los tragaluces y las vidrieras puso doble cristal. Pero la luz era todavía más importante. A su juicio, disponiendo de luz, todo lo que el artista guardara dentro terminaría por aflorar. Mas había que conseguir esa luz sin que la claraboya se divisara desde fuera. La comodidad del artista era esencial, pero lo era aún más la estructura de la casa. Entonces ideó esta linterna, para que la claridad procedente de las vertientes ocultas del tejado inundara el estudio sin hacerse visible desde el exterior. Un verdadero hallazgo arquitectónico.

Empeñó en esta obra toda su imaginación y consiguió lo que se proponía: una luz blanca, sin sombras, como si yo trabajara bajo los focos de un estadio; y mucho silencio. Disponía de toda la luz del mundo y de un silencio de camposanto, de tal manera que, si en adelante no pintaba Las Meninas, mi capacidad creadora quedaría en entredicho. Un desafío insoportable. A veces pienso que fue esta condición la que me inutilizó el verano pasado, cuando lo estrené. Ella había empezado a notar molestias en el hombro, la niña estaba alicaída esos días no sé por qué, tu hermano Gus enfermo de hepatitis, vosotros en la cárcel… Había cosas que no marchaban en casa, que me alteraban, pero la verdadera razón de mi impotencia creo que radicaba en un exceso de bienestar, en el hecho de saber que disponía de un estudio sumamente confortable y si no pintaba algo singular sería por falta de aptitudes. Lo tenía todo; hasta tu madre se me brindó como modelo, aunque sabía que esta colaboración era inútil; terminaría, como de costumbre, en el diván. Pero cuantas más facilidades se me daban, mayor era mi incapacidad.

En los períodos de aridez, nunca he tratado de rebelarme. Suelo sobrellevarlos con paciencia, retocando viejos cuadros, simulando que hago, en espera del soplo creador; exactamente lo que estoy haciendo ahora. Sin embargo, el verano pasado perdí la serenidad. No puedo recordarlo sin sonrojo. Le culpé a ella, fui injusto y atrabiliario, pero ya me conoces, en lugar de asumir mi ineptitud, le dije que era imposible trabajar en la pura asepsia, que aquel silencio sepulcral me inutilizaba, que yo necesitaba calor humano, gritos de niños, peleas, para hacer algo; para pintar vida precisaba vida y que toda su teoría sobre el espléndido aislamiento había sido un error. Apenas se inmutó.

Mi pataleta era tan infantil que no merecía respuesta. Pero su indiferencia se volvió contra mí: me hizo verme pequeño y ruin; sentirme incómodo dentro de mi piel. Solía sucederme a menudo; era una forma de expiación. Sin embargo el amor propio me impedía excusarme, aunque esta vez, en la sobremesa, tan pronto advertí que ella se había anudado un hilo blanco en el dedo meñique de la mano izquierda, se me aflojó la garganta, le tomé la mano y le pedí perdón.

No obstante, es ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad.

Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales. Ensimismado en su tarea, uno cree, sobre todo si es artista, que los demás le deben acatamiento, se erige en ombligo del mundo y desestima la contribución ajena. Pero, un día adviertes que aquel que te ayudó a ser quien eres se ha ido de tu lado y, entonces, te dueles inútilmente de tu ingratitud. Tal vez las cosas no puedan ser de otra manera, pero resulta difícilmente tolerable. La imposibilidad de poder replantearte el pasado y rectificarlo, es una de las limitaciones más crueles de la condición humana. La vida sería más llevadera si dispusiéramos de una segunda oportunidad.

Durante el semestre que pasamos en Washington, en casa de los Tucker, yo comía poco y enflaquecía. No me adaptaba a la comida ni al horario americanos, y tu madre, que conocía mi aprensión, me metía el botón del cuello de la camisa cada cierto tiempo, para que no lo advirtiera. Te parecerá cómico, pero en la clínica no lograba arrancar este recuerdo de mi cabeza.

¿Cómo no valoré antes este detalle? Cuando las cosas de este tenor se están produciendo no les das importancia, las consideras normales. Incluso te parece ridículo el reconocimiento ante los allegados. Pero un día falta ella, se hace imposible agradecerle que te metiese el botón de la camisa y, súbitamente, su atención deja de parecerte superflua para convertirse en algo importante. En la vida has ido consiguiendo algunas cosas pero has fallado en lo esencial, es decir, has fracasado. Esta idea te deprime, y es entonces cuando buscas apuradamente un remedio para poder arrostrar con dignidad el futuro.

Hay otro asunto que hace unos meses consideraba un juego, pero que ahora advierto que no era un juego. Algunas tardes, en las sobremesas de mediodía, ella se me quedaba mirando y, al cabo de un rato, me preguntaba:

¿Volverías a casarte si yo me muriera? Yo sometía la cuestión a mi cerebro adormilado y respondía sin interés: Seguramente no, pero agregaba un poco inquieto: No debemos jugar con esas cosas. Su pequeña cabeza denegaba: No se trata de un juego. Sé que me moriré antes que tú. Esta iniciación de su discurso resultaba gris, un poco melodramática. Yo callaba, pero sus palabras dejaban en mi corazón un rastro ceniciento. El juego propiamente dicho, empezaba más tarde: la evaluación de candidatas. Luisa Aranda te llevaría los papeles al día. Tal vez, pero ¿quién se mete luego en la cama con Luisa Aranda? Tu madre reía: Maite Noriega haría eso mucho mejor. ¿Tú crees que se conformaría conmigo? Volvía a reír: Habría que verlo. Eres un amador aceptable pero tampoco nada del otro jueves. Iban desfilando los nombres de las candidatas y lo que a una le sobraba le faltaba a otra: ¿No habrá alguna que reúna las virtudes de todas ellas?, preguntaba yo. La chispa maliciosa de sus ojos se acentuaba: No es fácil eso. Entonces pensaba que había iniciado la conversación para que yo la halagase y le decía: Tú eres un hallazgo; no es probable que se repita. La envanecía saber que era difícil hallar una sustituía, pero añadía: Debes pensarlo; tú no podrías vivir sin una mujer al lado. ¿Se refería al cuerpo o al espíritu? Había una velada invitación en su voz. Trataba de seducirme. Lo hacía siempre, y siempre con extrema delicadeza. Era, inevitablemente, el colofón del juego.

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