Sol naciente (13 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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»Por lo tanto, cuando usted piensa en lo que hace la «Nakamoto Corporation», tiene que preguntarse qué hace la
keiretsu
«Nakamoto» en el Japón. Y qué compañías de otras
keiretsu
se enfrentan a ella. Porque este asesinato es una contrariedad para la «Nakamoto». Incluso podría interpretarse como un ataque contra la «Nakamoto».

—¿Un ataque?

—Piensa un momento. «Nakamoto» prepara una fiesta espléndida, con asistencia de grandes celebridades, para inaugurar su edificio. Quieren que todo salga a la perfección. Por alguna razón, una de las invitadas es estrangulada. Y la cuestión es: ¿quién dio el aviso?

—¿Quién llamó a la Policía?

—Exactamente. Porque, al fin y al cabo, la «Nakamoto» controla perfectamente el terreno: es su fiesta y su edificio. Y para ellos nada más sencillo que esperar hasta las once, cuando hubiera terminado la fiesta y se hubieran marchado los invitados, para llamar a la Policía. Si a mí me preocuparan las apariencias y los matices de la imagen pública, eso es lo que haría. Porque otra cosa puede suponer un peligro para la imagen corporativa de la «Nakamoto».

—Conforme.

—Pero el aviso no se demoró —dijo Connor—. Al contrario, alguien llamó a las ocho treinta y dos, cuando la fiesta entraba en su apogeo. Haciendo peligrar el éxito de la velada. Y nuestra pregunta sigue siendo: ¿quién dio el aviso?

—Usted dijo a Ishigura que encontrara al que había hecho la llamada. Pero todavía no lo ha encontrado.

—Exactamente. Porque no puede.

—¿Él no sabe quién llamó?

—Justo.

—¿Usted no cree que la llamada la hiciera alguien de la «Nakamoto Corporation»?

—No.

—¿Un enemigo de la «Nakamoto»?

—Casi seguro.

—¿Y cómo podemos encontrarlo?

—Por eso he querido comprobar las llamadas del teléfono del vestíbulo. Es crucial.

—¿Por qué crucial?

—Imagine que usted trabaja para una empresa de la competencia y quiere enterarse de lo que pasa dentro de la «Nakamoto». No puede averiguarlo, porque las empresas japonesas conservan a sus directivos en régimen vitalicio. Se consideran miembros de una familia. Y ellos nunca traicionarían a su familia. Por consiguiente, la «Nakamoto Corporation» presenta una máscara impenetrable al resto del mundo, lo que hace que hasta los detalles más insignificantes tengan importancia: qué directivos han venido del Japón, quién habla con quién, las entradas y salidas, etcétera. Y de estos detalles puede enterarse si se hace amigo de un guardia de seguridad que se pasa todo el día sentado delante de los monitores. Especialmente, si ese guardia ha sido imbuido de los prejuicios de los japoneses contra los negros.

—Continúe —dije.

—Los japoneses con frecuencia tratan de sobornar a los empleados de seguridad de empresas competidoras. Los japoneses son gente honorable, pero su tradición les permite esas prácticas. Todo vale en la guerra y en el amor, y para los japoneses los negocios son la guerra. El soborno es lícito, si se tiene ocasión de esgrimirlo.

—De acuerdo.

—Bien. En los segundos que siguieron al asesinato, sólo dos personas sabían que aquí se había asesinado a una muchacha: una es el asesino y la otra, Ted Colé, que lo vio por los monitores.

—Espere un momento. ¿Ted Colé lo vio por los monitores? ¿Él sabe quién es el asesino?

—Evidentemente.

—Él dijo que se fue a las ocho y cuarto.

—Mentía.

—Entonces, si usted lo sabía, ¿por qué no le…?

—Él a
nosotros
nunca nos lo diría —respondió Connor—. Como tampoco nos lo diría Phillips. Por eso no arresté a Colé para interrogarle. Sería perder el tiempo… y en este caso el tiempo tiene importancia capital. Sabemos que él no nos lo dirá. Mi pregunta es:
¿lo dijo a otra persona?

Yo empezaba a ver a dónde quería ir a parar.

—¿Quiere decir que Colé salió del puesto de seguridad, fue al teléfono público del vestíbulo y llamó a alguien para decirle que aquí se había cometido un asesinato?

—Exactamente. Él no podía usar el teléfono del puesto; para llamar a esa persona, a un enemigo de la «Nakamoto», a un competidor, a quien sea, tuvo que ir al teléfono del vestíbulo.

—Y ahora sabemos que desde ese teléfono no se hizo ninguna llamada.

—Precisamente —dijo Connor.

—Entonces todo su razonamiento se viene abajo.

—En absoluto. Ahora queda más claro. Si Colé no avisó a nadie, entonces, ¿quién llamó a la Policía? Evidentemente, tuvo que ser el asesino.

Yo me quedé helado.

—¿Avisó a la Policía para poner en un brete a la «Nakamoto»?

—Probablemente —dijo Connor.

—¿Y desde dónde llamó?

—Eso todavía no está claro. Supongo que desde algún punto del edificio. Y hay algunos detalles más que resultan confusos y que todavía no hemos empezado a considerar.

—¿Como por ejemplo?

Sonó el teléfono del coche. Connor contestó y me pasó el auricular.

—Es para usted.

—No, no —dijo Mrs. Ascenio—. La niña está bien. Entré a verla hace un par de minutos. Está bien, teniente, sólo quería decirle que ha llamado Mrs. Davis. —Así era como solía referirse ella a mi ex esposa.

—¿Cuándo?

—Hace unos diez minutos, me parece.

—¿Dejó algún número?

—No. Dice que esta noche no estará localizable. Pero quería que usted supiera que ella quizá tenga que marchar fuera de la ciudad y que este fin de semana no podrá llevarse a la niña.

—Está bien —suspiré.

—Ha dicho que le llamará mañana para confirmárselo.

—Conforme.

No me sorprendía. Era típico de Lauren. Cambios de última hora. Nunca podías hacer planes en los que ella interviniera, porque siempre estaba cambiando el programa. Probablemente, este último cambio significaba que tenía otra pareja y que quizá se marchara con él. No lo sabría hasta mañana.

Yo pensaba que esta incertidumbre no podía ser buena para Michelle, que le producía inseguridad. Pero los niños son gente práctica. Michelle parece comprender el modo de ser de su madre y no se altera.

Yo soy el que se altera.

—¿Volverá usted pronto, teniente? —preguntó Mrs. Ascenio.

—No. Creo que voy a tener que pasar la noche fuera. ¿Puede usted quedarse?

—Sí, pero tengo que marcharme a las nueve de la mañana. ¿Abro el sofá?

Yo tenía un sofá-cama en la sala y ella dormía allí cuando se quedaba toda la noche.

—Sí, desde luego.

—Está bien. Adiós, teniente.

—Buenas noches, Mrs. Ascenio.

—¿Pasa algo malo? —preguntó Connor. Me sorprendió percibir tensión en su voz.

—No. Sólo mi ex con sus líos de siempre. No está segura de poder ocuparse de la niña este fin de semana. ¿Por qué?

—Curiosidad —dijo Connor encogiéndose de hombros.

Yo no creía que hubiera preguntado por simple curiosidad.

—¿Qué quiso decir antes con lo de que este asunto podía ponerse feo? —dije.

—Quizá no se ponga feo —respondió Connor—. Lo mejor que podemos hacer es resolverlo esta misma noche. Y creo que podemos conseguirlo. Ahí está el restaurante, a la izquierda.

Vi el rótulo luminoso. «Bora Bora».

—¿Es el restaurante de Sakamura?

—Sí. En realidad, él no es más que un socio. No deje que el mozo se lleve el coche. Aparque en zona prohibida. Quizá tengamos que marcharnos de prisa.

El «Bora Bora» era el restaurante que aquella semana hacía furor en Los Ángeles. Estaba decorado con máscaras y escudos polinesios. Detrás del bar, había una hilera de
outriggers
verde tilo colocados en sentido vertical que recordaban una dentadura. Sobre la cocina abierta, en una enorme pantalla de cinco metros, un vídeo de Prince parpadeaba fantasmagóricamente. El menú era típico de la Costa del Pacífico; el ruido, ensordecedor; la clientela, aspirantes a entrar en la industria del cine. Todo el mundo vestía de negro.

—Parece la plaza de un mercado después de que estallara una bomba, ¿no? —sonrió Connor—. No ponga esa cara de paleto. ¿Es que no le dejan salir de noche?

—La verdad es que no —dije. Connor habló a la directora del local, una eurasiática. En el bar vi a dos mujeres que se daban un beso rápido en los labios. Más allá, un japonés con cazadora de aviador rodeaba con el brazo a una rubia enorme. Los dos escuchaban a un hombre de pelo escaso y aire agresivo en el que reconocí al director de…

—Andando —dijo Connor—. Nos vamos.

—¿Cómo?

—Eddie no está.

—¿Dónde está?

—En Beverly Huís, en una fiesta. Vamos.

La casa estaba en una carretera sinuosa, sobre Sunset Boulevard. Hubiéramos dominado una buena vista, pero la bruma era muy densa. A uno y otro lado de la calzada se alineaban coches de lujo: la mayoría eran «Lexus» tipo sedán, con algún que otro «Mercedes» descapotable o «Bentley». Los mozos de aparcamiento parecieron sorprendidos cuando dejamos el «Chevrolet» y nos dirigimos a la casa.

Al igual que otras residencias de aquella calle, la propiedad estaba rodeada por una tapia de tres metros y tenía puerta de acero con control remoto. En lo alto de la puerta había una cámara de vigilancia y otra, en el camino que conducía a la casa. Junto al camino había un guardia de seguridad que examinó las placas.

—¿De quién es la casa? —pregunté.

Diez años atrás, los únicos habitantes de Los Ángeles que se dotaban de tan estrictas medidas de seguridad eran los mafiosos o las estrellas como Stallone, cuyos violentos personajes les hacían blanco de una violenta admiración. Pero últimamente parecía que todo el que vivía en zonas residenciales elegantes tenía servicio de seguridad. Era lo natural, casi la moda. Subimos una escalinata, cruzamos un jardín de cactos y nos acercamos a la casa que era moderna, de hormigón y con aspecto de fortaleza. Sonaba música estridente.

—Esta casa pertenece al dueño de «Maxim Noir». —Connor debió de ver mi cara de ignorancia—. Es una tienda de ropa cara, famosa por la insolencia de sus vendedores. Jack Nicholson y Cher se visten allí.

—Jack Nicholson y Cher —dije moviendo la cabeza—. ¿Y usted cómo lo sabe?

—Hay muchos japoneses que compran en «Maxim Noir». La mayoría de las tiendas caras de Norteamérica tendrían que cerrar, de no ser por la clientela de Tokyo. Dependen de los japoneses.

Cuando nos acercábamos a la puerta, apareció un hombre corpulento con americana sport. Tenía en la mano una tablilla con nombres.

—Lo siento, es sólo por invitación, señores.

Connor mostró la placa.

—Queremos hablar con uno de sus invitados —dijo.

—¿Con qué invitado, señor?

—Mr. Sakamura.

El hombre no parecía contento.

—Esperen aquí, por favor.

Desde el recibidor se veía la sala. Estaba repleta de invitados que, a primera vista, parecían una muestra de los asistentes a la recepción de la «Nakamoto». Al igual que en el restaurante, casi todo el mundo vestía de negro. Pero lo que más me llamó la atención
fue
la habitación en sí: completamente blanca y sin adornos. Sin cuadros. Sin muebles. Sólo paredes blancas y desnudas y moqueta. Los invitados parecían incómodos. Sostenían servilletitas de cóctel y copas y buscaban con la mirada un sitio donde dejarlas.

Pasó por nuestro lado una pareja camino del comedor.

—Rod siempre sabe lo que se hace —dijo la mujer.

—Sí —convino el hombre—. Minimalista con elegancia. Qué
detalle
en la ejecución de esa sala. No sé cómo habrá conseguido ese pintado. Es absolutamente perfecto. Ni una estría, ni un grumo. Una superficie impecable.

—Bien, tiene que serlo —dijo la mujer—. Forma parte de su concepto global.

—Desde luego, es muy atrevido.

—¿Atrevido? —dije—. ¿De qué están hablando? Si no es más que una habitación vacía.

—Yo lo llamo
faux zen
—sonrió Connor—. Estilo sin sustancia.

Yo recorrí la muchedumbre con la mirada.

—Ahí está el senador Morton. —El senador estaba perorando ante un grupo de personas en un rincón. Era el típico candidato presidencial.

—Ahí está; sí, señor.

En vista de que el guardia no volvía, avanzamos un par de metros en la sala. Al acercarme al senador Morton, le oí decir:

—Sí, les diré por qué me inquieta la envergadura que está tomando la participación japonesa en la industria norteamericana. Si perdemos la capacidad de fabricar nuestros productos, perdemos el control de nuestro destino. Así de sencillo. Por ejemplo, en 1987 nos enteramos de que «Toshiba» había vendido a los rusos una tecnología que permitió a los soviéticos silenciar las hélices de sus submarinos. Ahora tenemos submarinos nucleares rusos delante de nuestras costas y no podemos detectarlos porque están dotados de tecnología japonesa. El Congreso se indignó y la gente levantaba los brazos al cielo. Y con razón, porque fue un escándalo. El Congreso quiso imponer sanciones económicas a «Toshiba», pero las compañías norteamericanas salieron en defensa de los japoneses, porque empresas como la «Hewlett-Packard» y la «Compaq» dependían de los suministros de «Toshiba» para sus ordenadores. No hubieran podido resistir un boicot porque no tenían otros proveedores. Y la realidad fue que no pudimos tomar represalias. Ellos vendían tecnología vital a nuestros enemigos y nosotros no podíamos hacer nada al respecto. Eso es lo malo. Ahora dependemos del Japón, y yo pienso que América no debería depender de otra nación.

Alguien hizo una pregunta y Morlón asintió.

—Sí, es verdad que nuestra industria no marcha bien. El salario real está al nivel de 1962. El poder adquisitivo del obrero norteamericano es el mismo de hace treinta años. Y eso es grave, incluso para los que ahora están aquí, incluso para la gente de posibles, porque significa que el consumidor norteamericano no tiene dinero para ver las películas, o comprar los coches, o la ropa, o lo que sea que vosotros vendéis. La verdad es que nuestra nación está perdiendo terreno.

Una mujer hizo otra pregunta que no pude oír y Morton dijo:

—Sí; he dicho el nivel de 1962. Sí, ya sé que cuesta creerlo, pero no tienen más que pensar en los años cincuenta, en que el obrero norteamericano tenía casa propia, mantenía a una familia y podía enviar a sus hijos a la Universidad, todo con un solo salario. Ahora trabajan marido y mujer y la mayoría no pueden tener casa propia. Con un dólar se compra mucho menos, todo es más caro. La gente batalla sólo para no perder lo que tiene. No prospera.

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