Sol naciente (32 page)

Read Sol naciente Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
4.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí que me han gustado.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—Nada —dijo Connor—. Pensaba en lo que
dijo
de verdad.

—Mencionó la «Fairchild».

—Desde luego —dijo Connor—. Morton conoce bien la verdadera historia de la «Fairchild».

Yo iba a pedir que me la contara, pero él no esperó a que se lo pidiera.

—¿Ha oído hablar de Seymour Cray? Durante años, fue el mejor diseñador de superordenadores más rápidos del mundo. Los japoneses trataban de ponerse a su altura, pero no lo conseguían. Él era brillante. Pero, a mediados de los ochenta, el
dumping
de chips que practicaban los japoneses había hecho cerrar a la mayoría de proveedores de Cray. Por lo tanto, Cray tuvo que pedir sus chips especiales a fabricantes japoneses. En Estados Unidos ya no quedaba quien los fabricara. Y los proveedores japoneses tenían misteriosas dificultades para suministrárselos. En una ocasión tardaron
un año
en entregarle unos chips… y durante este tiempo, los competidores japoneses avanzaron a pasos agigantados. También se habló de si habían robado su nueva tecnología. Cray estaba furioso. Sabía que estaban jodiéndole. Comprendió que tenía que asociarse con un fabricante norteamericano, y eligió a «Fairchild Semiconductor». Y «Fairchild» estaba fabricando la siguiente generación de chips especiales para Cray cuando él se enteró de que «Fairchild» iba a ser vendida a la «Fujitsu». Su gran competidor. Fue la preocupación por situaciones de este tipo, con sus implicaciones sobre seguridad nacional, lo que indujo al Congreso a vetar la venta a la «Fujitsu».

—¿Y qué pasó después?

—Bien, el veto no resolvió los problemas financieros de la «Fairchild». La empresa siguió en dificultades. Y tuvo que ser vendida. Pero la compró la «Bull», una firma francesa que no compite en el mercado de los superordenadores. Y por ello el Congreso autorizó la venta.

—¿Y la «MicroCon» es otra «Fairchild»?

—Sí, por cuanto que la «MicroCon» dará a los japoneses el monopolio en maquinaria para la fabricación de chips. Y, cuando tengan el monopolio, estarán en condiciones de impedir que estas máquinas lleguen a las empresas norteamericanas. Pero ahora me parece que…

Fue entonces cuando sonó el teléfono. Recibí la comunicación por el altavoz.

—¿Peter?

—Hola, Lauren —dije.

—Peter, llamo para decirte que hoy recogeré temprano a Michelle. —Su voz sonaba tensa y formal.

—Ah, ¿sí? No sabía que pensaras venir siquiera.

—Yo nunca dije eso, Peter —respondió rápidamente—. Naturalmente que iré a recogerla.

—Muy bien. Fantástico. A propósito, ¿quién es Rick?

Hubo una pausa.

—Desde luego… Eso es indigno de ti.

—¿Por qué? Tengo curiosidad. Michelle lo mencionó esta mañana. Dijo que tiene un «Mercedes» negro. ¿Es el nuevo amigo?

—Peter, no creo que pueda compararse.

—¿Compararse con qué?

—Basta de juegos —dijo ella—. Bastante difícil resulta ya. Te llamo para decirte que he de recoger temprano a Michelle porque voy a llevarla al médico.

—¿Por qué? Ya está mejor del resfriado.

—La llevo a un reconocimiento, Peter.

—¿Por qué?

—Un
reconocimiento
.

—Ya te he oído —dije—. Pero…

—El médico es Robert Strauss, un especialista, creo. He preguntado en la oficina cuál es el mejor. No sé lo que va a resultar de esto, Peter, pero quiero que sepas que estoy preocupada, especialmente con tus antecedentes.

—Lauren, ¿de qué estás hablando?

—Estoy hablando de abusos a menores —dijo ella—. De abusos sexuales.

—¿Qué?

—No hay vuelta de hoja. Tú sabes que se te acusó de eso en el pasado.

Sentí una náusea que me quemaba el estómago. Cuando una relación se agria siempre queda un resto de resentimiento, un rincón de rencor y de cólera… y muchas cosas íntimas que sabes acerca de la otra persona, que puedes esgrimir contra ella. Si decides hacerlo. Lauren no lo había hecho nunca.

—Lauren, tú sabes que la acusación era falsa. Sabes todo lo que ocurrió. Estábamos casados.

—Yo sólo sé lo que tú me contaste. —Su voz sonaba distante, moralista, un poco sarcástica. Su voz de fiscal.

—¡Lauren, por el amor de Dios! Esto es ridículo. ¿Qué es lo que ocurre?

—No es ridículo. Yo tengo mis responsabilidades de madre.

—Responsabilidades que nunca te han preocupado excesivamente. Y ahora tú…

—Es cierto que tengo un trabajo muy absorbente —dijo con voz helada—, pero nunca ha existido la menor duda acerca de que lo primero es mi hija. Y lamentaría, lamentaría
profundamente
que mi conducta pasada hubiera contribuido a provocar esta desagradable situación. —Yo tenía la impresión de que no me hablaba a mí. Estaba ensayando. Probando a ver cómo sonarían sus palabras delante de un juez—. Desde luego, Peter, si hubo abusos a menores, Michelle no puede seguir viviendo contigo. Ni siquiera deberías verla.

Sentí un dolor en el pecho. Como si se me abriera.

—¿Qué disparates estás diciendo? ¿Quién te dijo que hubo abuso a menores?

—Peter, no creo que sea correcto que yo diga más en este momento.

—¿Ha sido Wilhelm? ¿Quién te ha llamado, Lauren?

—Peter, no tiene objeto seguir hablando. Te llamo para comunicarte oficialmente que a las cuatro de la tarde recogeré a Michelle. Quiero que esté arreglada a las cuatro de la tarde.

—Lauren…

—Miss Wilson, mi secretaria, está escuchando y tomando nota de la conversación en taquigrafía. Te aviso formalmente de mi intención de recoger a mi hija para llevarla a reconocimiento médico. ¿Alguna pregunta acerca de mi decisión?

—No.

—A las cuatro. Gracias por tu colaboración. Y, Peter, personalmente quiero decirte que siento mucho que se haya llegado a esta situación.

Y colgó.

Cuando era detective, yo había intervenido en casos de abusos sexuales y sabía lo que solía ocurrir. La verdad es que un reconocimiento casi nunca es claro. Siempre queda una duda. Y cuando una niña es interrogada por un psicólogo que la abruma con preguntas, al fin se deja llevar y acaba por dar las respuestas que le parece que el psicólogo quiere oír. Lo normal es exigir que la entrevista se grabe en vídeo, para demostrar que el interrogatorio no ha sido inductivo. Pero cuando el caso llega ante el juez casi nunca está claro. Y, por lo tanto, el juez tiene que ser precavido en el fallo. Lo que significa que, si existe la menor duda, separará a la niña del acusado. O, por lo menos, no permitirá que la vea a solas. Ni visitas de más de un día. Quizá ni siquiera…

—Ya es suficiente —dijo Connor a mi lado en el coche—. Regrese.

—Lo siento —dije—. Pero es preocupante.

—Desde luego. Ahora diga: ¿qué es lo que no me ha contado?

—¿Acerca de qué?

—De esa acusación de abusos.

—Nada. No hubo nada.


Kohai
—dijo en voz baja—, no puedo ayudarle si no me lo cuenta.

—No tuvo nada que ver con abusos sexuales —dije—. Fue algo totalmente distinto. Dinero.

Connor no dijo nada. Sólo esperaba. Mirándome.

—Ah, mierda —dije.

Y se lo conté.

Existen etapas en la vida en las que crees que sabes lo que haces, y no es así. Después, al mirar atrás, te das cuenta de que no obraste bien. Te habías creado problemas y estabas completamente descentrado. Pero entonces pensabas que todo iba bien.

Lo que me había ocurrido era que estaba enamorado. Lauren era una de esas muchachas de porte regio: esbelta, elegante y con distinción natural. Parecía haber crecido con caballos. Y era más joven que yo, y hermosa.

Yo siempre supe que lo nuestro no podía funcionar, pero me había empeñado en hacer que funcionara. Cuando nos casamos y nos fuimos a vivir juntos, ella empezó a sentirse insatisfecha. No le gustaba mi apartamento, ni donde estaba, ni le gustaba mi sueldo. Y, además, había empezado a vomitar, lo cual no contribuía a arreglar las cosas. Tenía galletas en el coche, galletas al lado de la cama, galletas en todas partes. Al verla tan desmoralizada, yo me esforzaba por complacerla con pequeños detalles. Le hacía regalitos. Le preparaba la comida. Me encargaba de trabajos caseros. No iba con mi carácter, pero estaba enamorado. Me había acostumbrado a mimarla. A tratar de agradar.

Y existía una presión constante. Más de esto, más de lo otro. Más dinero. Más, más.

Además, teníamos un problema. El seguro médico de la oficina del fiscal no cubría los gastos del parto, y el mío, tampoco. Cuando nos casamos, no hubo tiempo de suscribir un seguro porque los plazos de carencia eran demasiado largos. El parto iba a costamos ocho mil dólares, y de algún sitio teníamos que sacarlos. Ninguno de los dos tenía ese dinero. El padre de Lauren era médico en Virginia, pero ella no quería pedirle el dinero porque se había opuesto a que se casara conmigo. Mi familia no tiene dinero. Así estaban las cosas. Ella trabajaba para el fiscal del distrito. Yo trabajaba para el Departamento. Ella tenía deudas acumuladas en su Mastercard y debía dinero del coche. Teníamos que reunir ocho mil dólares. Es algo que planea sobre nuestras cabezas. Cómo conseguirlos. Y, tácitamente, empieza a estar claro, por lo menos para ella, que yo tengo que resolver el problema.

Una noche del mes de agosto me llaman para un caso de riña doméstica en Ladera Heights. Un matrimonio de hispánicos. Los dos están bebidos y se han atizado bien, ella tiene el labio abierto y él, un ojo morado. En la habitación de al lado berrea una criatura. No tardamos en calmarlos y, como no ha pasado nada grave, decidimos marcharnos. Al vernos marchar, la mujer empieza a chillar que su marido ha estado haciéndole cosas a la niña. Abusando de ella físicamente. Cuando el hombre oye esto, se indigna. A mí me parece una mentira, me da la impresión de que la mujer, simplemente, lo hace para chincharle. Pero ella se empeña en que examinemos a la niña. Yo entro en la habitación. Es una niña de unos nueve meses y está colorada de tanto chillar. Le levanto la manta para ver si tiene señales de violencia y veo un kilo de polvo blanco. Debajo de la manta, con la niña.

Vaya.

No sé qué hacer, es una de esas situaciones complicadas: están casados, o sea que ella tendría que testificar contra su marido, la denuncia no prosperaría. El registro no es válido. Por poco bueno que sea el abogado, puede sacarlo en libertad sin dificultades. De modo que salgo y llamo al hombre. Yo sé que no puedo hacer nada. Lo único que se me ocurre es que, si la niña llega a chupar del paquete, podía haber muerto. Y de eso quiero hablarle. Quiero darle un buen susto. Meterle el miedo en el cuerpo.

Ahora estamos los dos en la habitación de la niña. La mujer sigue fuera, con mi compañero. De repente, el tío saca un sobre de dos centímetros de ancho. Lo abre. Veo billetes de cien. Dos dedos de billetes de cien.

—Gracias por su ayuda, oficial —me dice.

Debe de haber diez mil dólares en ese sobre. Quizá más. No sé. El tipo me tiende el sobre y me mira. Esperando que lo tome.

Yo digo tímidamente que es peligroso esconder mierda en una cuna. Al momento, el tipo coge el paquete, lo deja en el suelo y lo echa debajo de la cama de un puntapié. Luego me dice:

—Tiene razón. Gracias, oficial. No quiero que le pase algo a la niña —y me tiende el sobre.

En fin.

Hay un gran alboroto. La mujer está fuera, chillando a mi compañero. Aquí está la niña, chillándonos a nosotros. El hombre me alarga el sobre. Sonríe y mueve la cabeza. Como diciendo: vamos, tómalo. Es tuyo. Y yo pienso… no sé lo que pensé.

Sin saber cómo estoy otra vez fuera en la sala y digo que la niña está bien, y ahora la mujer empieza a chillar con su voz de borracha que
yo
he tocado a la niña. Ahora soy yo y no el marido. Dice que yo estoy de acuerdo con su marido, que los dos somos corruptores de menores. Mi compañero opina que está borracha, nos marchamos y asunto terminado.

—Has estado un buen rato ahí dentro —me dice.

Y yo:

—Tenía que examinar a la niña.

Eso es todo. Pero al día siguiente, la mujer va y hace una acusación formal de que yo abusé de la niña. Tiene resaca y antecedentes, pero la acusación es grave y se siguen los trámites, por lo menos hasta la vista preliminar, donde es desestimada por carecer de fundamento.

Eso es todo.

Es lo que ocurrió.

Toda la historia.

—¿Y el dinero? —preguntó Connor.

—Aquel fin de semana fui a Las Vegas. Gané. Ese año pagué impuestos por trece mil dólares de ingresos extraordinarios.

—¿De quién fue la idea?

—De Lauren. Ella me explicó lo que tenía que hacer.

—¿Entonces ella sabe lo ocurrido?

—Desde luego.

—¿Y la investigación? ¿Se levantó acta de la vista preliminar?

—Creo que no llegó a tanto. Fue una vista oral y se desestimó. Probablemente, habrá una anotación en el archivo, pero no un acta.

—Bien —dijo Connor—. Ahora cuénteme el resto.

De modo que le hablé de Ken Shubik, del
Times
y de
la Comadreja
. Connor me escuchaba en silencio, con el entrecejo fruncido. Mientras yo hablaba, él empezó a sorber el aire a través de los dientes, que es la forma en que los japoneses expresan desaprobación.


Kohai
—me dijo cuando hube terminado—, me complica mucho la vida. Y, desde luego, me deja en ridículo en el peor momento. ¿Por qué no me lo dijo antes?

—Porque no tiene nada que ver con usted.


Kohai
—dijo sacudiendo la cabeza—.
Kohai…

Yo estaba pensando otra vez en mi hija. En la posibilidad, la mera posibilidad, de no poder verla, de no poder…

—Ya le dije que podía ser desagradable —dijo Connor—. Y le doy mi palabra de que puede ponerse mucho más desagradable todavía. Esto no es más que el principio. La cosa puede ponerse
fea
de verdad. Tenemos que darnos prisa en resolver el caso.

—Creí que ya estaba resuelto.

Connor suspiró moviendo la cabeza.

—No lo está —dijo—. Y ahora hemos de tenerlo resuelto antes de que usted vea a su esposa a las cuatro. De manera que vamos a darnos prisa.

—¡Como hay Dios, yo diría que el caso está resuelto! —dijo Graham. Estaba paseando por la casa de Sakamura en las colinas de Hollywood. El personal del laboratorio estaba recogiendo el equipo para marcharse—. No sé por qué cuernos el jefe tiene tanta prisa. Los chicos del laboratorio han tenido que hacer casi todo el trabajo aquí mismo. Pero gracias a Dios todo encaja perfectamente. Sakamura es nuestro hombre. El vello púbico que hemos encontrado en su cama concuerda con el que encontramos en la chica. Hemos analizado saliva del cepillo de dientes. Concuerda con el tipo de sangre y las características genéticas del esperma que había dentro de la muerta. La concordancia es del noventa y siete por ciento. Es su semen y es su vello púbico. Él folló con ella y luego la mató. Y cuando vinimos a arrestarlo, tuvo pánico, huyó y se estrelló. ¿Dónde está Connor?

Other books

Silk Sails by Calvin Evans
Night's Honor by Thea Harrison
The First Apostle by James Becker
JACK: Las Vegas Bad Boys by Frankie Love
Into the Dark by Alison Gaylin
Jack & Jill by Burke, Kealan Patrick
The Hostage of Zir by L. Sprague de Camp