Sol naciente (34 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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Phillip Sanders echaba chispas.

—Han cerrado el laboratorio —dijo, levantando los brazos con desesperación—. Y yo no puedo hacer nada. Nada.

—¿Cuándo ha sido? —preguntó Connor.

—Hace una hora. Se presentaron los de Edificios e Instalaciones y nos ordenaron salir del laboratorio. Luego lo cerraron. Sencillamente. Han puesto un candado enorme en la puerta.

—¿Y qué explicación le dieron?

—Que había un informe de que la estructura del techo era débil, lo cual hacía que el sótano fuera poco seguro. Y que, si la pista de patinaje se nos caía encima, invalidaría el seguro de la Universidad. Que lo primero era la seguridad de los alumnos. Lo cierto es que cerraron el laboratorio, hasta que el arquitecto haga un informe.

—¿Cuándo será eso?

Señaló al teléfono.

—Estoy esperando que me lo confirmen. Quizá dentro de una semana. Quizá dentro de un mes.

—Un
mes
.

—Exactamente. —Sanders se pasó los dedos por el revuelto cabello—. Hasta he ido al Rectorado. Pero en el Rectorado no saben nada. La orden ha venido de las alturas. De la junta de Gobierno de quienes conocen a los que hacen donativos multimillonarios. La orden vino de lo más alto. —Sanders se echó a reír—. En la actualidad, ya no es un misterio.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Tiene usted que saber que el Japón está muy introducido en la estructura de las Universidades norteamericanas, especialmente en los departamentos técnicos. Es algo que ocurre en todas partes. Actualmente, las empresas japonesas subvencionan veinticinco cátedras en el M.I.T.,
[3]
muchas más que cualquier otra nación. Porque ellos saben que, cuando se acaben todas estas gilipolleces, ellos no pueden innovar como nosotros. Y, como necesitan innovación, hacen lo más natural: comprarla.

—A las Universidades norteamericanas.

—Desde luego. Miren, en la Universidad de California de Irvine hay dos plantas de un edificio de investigación en que no se puede entrar sin pasaporte japonés. Investigan para la «Hitachi». Una Universidad norteamericana, cerrada a los norteamericanos. —Sanders dio media vuelta abriendo los brazos—. Y aquí, cuando algo no les gusta, basta una llamada al presidente de la junta de gobierno. ¿Y qué va a hacer él? No puede permitirse irritar a los japoneses. De modo que consiguen todo lo que quieren. Y, si quieren que se cierre el laboratorio, se cierra.

—¿Y las cintas?

—Todo está dentro. Nos obligaron a dejarlo todo.

—¿De verdad?

—Tenían mucha prisa. Fue una acción a lo Gestapo. Nos empujaban para que nos fuéramos. No pueden imaginarse el pánico que se desata en una Universidad americana cuando peligra una subvención. —Suspiró—. No sé, quizá Theresa haya conseguido sacar algunas cintas. Podrían preguntárselo.

—¿Dónde está?

—Creo que se fue a patinar sobre hielo.

—¿A patinar sobre hielo? —pregunté frunciendo el entrecejo.

—Eso dijo. Pueden ir a ver si la encuentran.

Y al decirlo miraba a Connor. De un modo significativo.

Theresa Asakuna no estaba patinando sobre hielo. En la pista había treinta niños pequeños con una maestra joven que trataba de controlarlos sin gran éxito. Parecían de cuarto grado. Sus gritos y risas resonaban en el alto techo de la cancha.

La nave estaba casi desierta, no había nadie en las gradas. Un grupo de muchachos estaban en un rincón, mirando a la pista y dándose palmadas en los hombros. En nuestro lado, muy arriba, cerca del techo, un conserje pasaba la bayeta. Junto a la barandilla, cerca de la pista había varios adultos que parecían padres. Frente a nosotros, un hombre leía el periódico.

No se veía por ninguna parte a Theresa Asakuma.

Connor suspiró. Se sentó pesadamente en el banco, echando el cuerpo atrás y cruzó las piernas. Yo le miraba, de pie.

—¿Qué hacemos aquí? Ella no está.

—Siéntese.

—Pero usted siempre tiene prisa.

—Siéntese. Disfrute de la vida.

Me senté a su lado. Observamos a los niños que daban vueltas a la pista. La maestra gritaba:

—¡Alexander! ¡Alexander! ¿Cuántas veces te lo he de decir? ¡No se pega! ¡Que no le pegues!

Me apoyé en el banco, tratando de relajarme. Connor observaba a los niños riendo entre dientes. Parecía completamente tranquilo, sin la menor preocupación.

—¿Cree que Sanders tiene razón? —pregunté—. ¿Qué los japoneses coaccionaron a la Universidad?

—Desde luego —dijo Connor.

—¿Y toda esa historia de que el Japón está comprando tecnología norteamericana? ¿Que subvenciona cátedras en el M. I. T.?

—No es ilegal. Apoyan la cultura. Un noble ideal.

—¿Entonces le parece bien? —pregunté frunciendo el entrecejo.

—No; no me parece bien. Si renuncias al control de tus instituciones, renuncias a todo. Y, por regla general, el que subvenciona una institución, la controla. Si los japoneses están dispuestos a aportar el dinero (y ni el Gobierno ni la industria norteamericanos lo aportan), los japoneses controlarán la enseñanza en Norteamérica. Ya
poseen
diez colegios universitarios. Son sus propietarios. Los han comprado para que estudien sus jóvenes. Así tienen la seguridad de poder enviar a los estudiantes a Norteamérica.

—Pero eso ya lo hacen. En las Universidades norteamericanas estudian infinidad de japoneses.

—Sí; pero, como de costumbre, los japoneses hacen planes a largo plazo. Ellos saben que, en el futuro, puede ser más difícil. Saben que, antes o después, tiene que haber una reacción. Por mucha diplomacia que le echen… y ahora que están en la fase de adquisición, actúan con la mayor diplomacia. Porque la verdad es que a ningún país le gusta ser dominado. No le gusta la ocupación, ni militar ni económica. Y los japoneses piensan que un día los norteamericanos tienen que despertar.

Yo miraba cómo patinaba la chiquillería. Escuchaba sus risas. Pensaba en mi hija. Pensaba en la visita de las cuatro.

—¿Por qué estamos aquí sentados? —dije.

—Porque sí —contestó él.

Allí nos quedamos. La maestra estaba reuniendo a los niños, haciéndoles salir de la pista.

—Los patines, aquí. Quitaos los patines aquí. Tú también, Alexander. ¡Alexander!

—¿Sabe? —dijo Connor—. Si usted quisiera comprar una firma japonesa, no podría. Los de la empresa considerarían una vergüenza pasar a depender de extranjeros. Sería la deshonra. Nunca lo consentirían.

—Creí que sí se podía. Tenía entendido que los japoneses habían liberalizado su legislación.


Técnicamente
, sí —sonrió Connor—. Técnicamente, puede usted comprar una empresa japonesa. En la práctica, no. Porque, para adquirir una empresa, antes tiene que ponerse en contacto con su Banco. Y conseguir la autorización del Banco. Sin eso, no se puede hacer anda. Y el Banco, no lo autoriza.

—Creí que la «General Motors» era dueña de la «Isuzu».

—La «GM» es dueña de una tercera parte de «Isuzu». No tiene una participación mayoritaria. Y, desde luego, hay casos aislados. Pero, en general, durante los diez últimos años, las inversiones extranjeras en el Japón se han reducido a la mitad. Una tras otra, las empresas sacan la conclusión de que el mercado japonés es excesivamente duro. Se cansan de tantas trabas, del hostigamiento, de las connivencias, de la manipulación del mercado, del dango, los pactos secretos para mantenerlos al margen… Se cansan de las disposiciones del Gobierno. De tantas martingalas. Y abandonan. Sencillamente… abandonan. La mayoría de países han abandonado: alemanes, italianos, franceses… Todos se cansan de tratar de hacer negocios con el Japón. Porque, por más que digan, el Japón está cerrado. Hace varios años, T. Boone Pickens compró una cuarta parte de las acciones de una compañía japonesa, pero no pudo llegar al Consejo de Administración. El Japón está
cerrado
.

—¿Y qué podemos hacer?

—Lo que hacen los europeos —dijo Connor—. Exigir reciprocidad. Toma y daca. Uno de los tuyos por uno de los míos. Todo el mundo tiene el mismo problema con el Japón. Es sólo buscar la solución que funcione mejor. La de los europeos es bastante directa. Funciona bien, por lo menos, hasta ahora.

En la pista, unas adolescentes empezaban a hacer calentamiento y a dar saltos con precaución. La maestra conducía a su clase por el pasillo. Al llegar a nuestra altura, preguntó:

—¿Alguno de ustedes es el teniente Smith?

—Sí, señora —dije.

Uno de los chicos preguntó:

—¿Tiene pistola?

La maestra dijo:

—Una muchacha me pidió que le dijera que lo que busca está en el vestuario de los hombres.

—¿Sí? —pregunté.

—¿Me la enseña? —dijo el niño.

—¿Conocen a la muchacha oriental? —dijo la maestra—. Me ha parecido oriental.

—Sí —dijo Connor—. Muchas gracias.

—Yo quiero ver la pistola.

—¡Calla, tonto! —dijo otro chico—. A ver si te enteras. Están en
misión secreta
.

—Yo quiero ver la pistola.

Connor y yo echamos a andar. Los niños nos seguían, sin dejar de pedir que les enseñáramos las pistolas. Al otro lado de la pista, el hombre del periódico levantó la mirada con curiosidad y se quedó observando nuestra marcha.

—Nada como un mutis discreto —dijo Connor.

El vestuario de los hombres estaba desierto. Yo fui mirando en todos los armarios, uno tras otro, en busca de las cintas. Connor no se molestó. Le oí llamarme.

—Aquí detrás.

Estaba en el fondo, junto a las duchas.

—¿Las ha encontrado?

—No.

Sostenía una puerta abierta.

Bajamos un tramo de escaleras hasta un rellano. Había dos puertas. Una daba a una entrada de camiones situada bajo el nivel de la calle. La otra conducía a un oscuro pasillo con vigas de manera.

—Por aquí —dijo Connor.

Bajamos por el pasillo, agachados. Estábamos otra vez debajo de la pista. Pasamos junto a unas máquinas de acero que vibraban y llegamos a una serie de puertas.

—¿Usted sabe a dónde vamos? —pregunté.

Una de las puertas estaba entornada. Él la empujó. Las luces estaban apagadas, pero pude darme cuenta de que nos encontrábamos en el laboratorio. En un rincón vi el débil resplandor de un monitor.

Nos dirigimos hacia allí.

Theresa Asakuma echó el cuerpo atrás, se subió las gafas a la frente y se frotó sus hermosos ojos.

—Si no hacemos mucho ruido, no pasa nada —dijo—. Antes había un guardia en la puerta principal. No sé si aún seguirá ahí.

—¿Un guardia?

—Sí; eso de cerrar el laboratorio se lo han tomado muy en serio. Fue algo espectacular. Como una redada de Narcóticos. Sorprendió mucho a los norteamericanos.

—¿Y a usted?

—Yo no tengo la misma idea que ellos de este país.

Connor señaló el monitor que ella tenía delante. Mostraba una imagen congelada de la pareja mientras iban hacia la sala de juntas abrazados. En otros monitores del pupitre se veía la misma imagen captada desde cámaras situadas en distintos ángulos. Algunos de los monitores mostraban unas líneas rojas superpuestas que irradiaban de las lámparas de la iluminación nocturna.

—¿Qué ha descubierto en esas cintas?

Theresa señaló la pantalla principal.

—No estoy segura —respondió—. Para eso, tendría que trazar secuencias tridimensionales de ambientación a fin de adaptar la imagen a las proporciones de la habitación y rastrear todas las fuentes de luz y las sombras proyectadas por ellas. No lo he hecho y, con el equipo que tenemos en esta sala, no creo que pueda hacerse. Probablemente, se precisaría toda una noche de trabajo con un mini. Quizá la semana próxima pudiera conseguir que el departamento de Astrofísica nos prestara uno. Pero, según están las cosas, no lo creo. De todos modos, estoy casi segura…

—¿De qué?

—Las sombras no concuerdan.

Connor asintió en la oscuridad, como si le encontrase significado a la respuesta.

—¿Qué sombras no concuerdan? —pregunté.

Ella señaló la pantalla.

—Mientras esas dos personas se mueven por la planta, las sombras que proyectan no pasan con exactitud. O no están donde deberían estar o no tienen la forma que deberían tener. La diferencia es muy pequeña. Pero creo que está ahí.

—Y el que las sombras no casen quiere decir…

—Yo diría que las cintas han sido modificadas, teniente —dijo ella encogiéndose de hombros.

Se hizo un silencio.

—¿Modificadas, cómo?

—No estoy segura del alcance de los cambios, pero parece estar claro que en la habitación había otra persona; por lo menos, durante un rato.

—¿Otra persona? ¿Una tercera persona, quiere decir?

—Sí; alguien que observaba. Y esa persona ha sido borrada sistemáticamente.

—No.
Mierda
—dije.

La cabeza me daba vueltas. Miré a Connor. Él contemplaba fijamente los monitores. No parecía sorprendido.

—¿Es que ya lo sabía? —le pregunté.

—Sospechaba algo.

—¿Por qué?

—Verá, desde el principio de la investigación, parecía evidente que las cintas iban a ser modificadas.

—¿Por qué? —dije.

—Detalles,
kohai
—sonrió Connor—. Esas pequeñas cosas que solemos olvidar. —Miró a Theresa, como si no quisiera hablar más de la cuenta delante de ella.

—No; quiero que me lo explique —dije—. ¿Cuándo supo usted que las cintas estarían modificadas?

—En la cabina de seguridad de la «Nakamoto».

—¿Por qué?

—Por la cinta que faltaba.

—¿Qué cinta? —dije. Ya lo había mencionado antes.

—Piense —dijo Connor—. En la cabina de seguridad, el guardia nos dijo que había cambiado las cintas cuando entró de servicio, alrededor de las nueve.

—Sí…

—Y los temporizadores de las grabadoras indicaban aproximadamente unas dos horas de funcionamiento. Cada temporizador señalaba entre diez y quince segundos menos que él invertía en el cambio de cada cinta.

—Exactamente… —Eso lo recordaba.

—Pero yo le hice observar que una de las grabadoras no encajaba en la secuencia. Sólo hacía media hora que grababa. Por eso le pregunté si estaba averiada.

—Y el guardia parecía pensar que sí.

—Eso dijo. En realidad, lo que yo hacía era brindarle una salida. Porque él sabía perfectamente que la grabadora no estaba averiada.

—¿No?

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