Sol naciente (35 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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—No: ése es uno de los pocos errores que han cometido los japoneses. Pero no pudieron evitarlo. No podían burlar su propia tecnología.

Me apoyé en la pared y miré a Theresa con gesto de disculpa. Estaba muy hermosa en la penumbra de los monitores.

—Lo siento: me he perdido.

—Eso le ocurre porque rechaza usted la explicación evidente,
kohai
. Piense. Si ve una batería de grabadoras, cada una de las cuales funciona con unos segundos de diferencia respecto a la anterior, menos una, que rompe la secuencia, ¿qué piensa?

—Que la cinta de esta grabadora se cambió más tarde.

—Sí. Y eso es exactamente lo que ocurrió.

—¿Qué cambiaron una cinta más tarde?

—Sí.

—Pero ¿por qué? —pregunté frunciendo el entrecejo. Todas las cintas fueron cambiadas a las nueve. O sea que en ninguna de las cintas de aquel juego se veía el asesinato.

—Exactamente —dijo Connor.

—Entonces, ¿por qué iban a cambiar una cinta después?

—Buena pregunta. Es desconcertante. Tardé en encontrar la respuesta. Pero ya la tengo —dijo Connor—. Hay que recordar el horario. Todas las cintas se cambiaron a las nueve. Luego, a las diez y cuarto, cambian sólo una. Por lo tanto, es de suponer que entre las nueve y las diez y cuarto ocurrió algo importante que fue grabado en esa cinta y que la cinta fue retirada por una buena razón. Yo me preguntaba: ¿Cuál pudo ser este hecho importante?

Reflexioné. Fruncí el entrecejo. No se me ocurría nada.

Theresa empezó a sonreír moviendo la cabeza de arriba abajo, como si algo la divirtiera.

—¿Usted lo sabe? —pregunté.

—Lo supongo —sonrió ella.

—Bien —dije—, celebro que todo el mundo conozca la respuesta menos yo. Porque a mí no se me ocurre qué hecho importante pudo quedar grabado en esa cinta. A las nueve, se había colocado la cinta amarilla, acordonando el escenario del crimen. El cadáver de la muchacha estaba en el otro extremo del piso. Había una muralla de japoneses delante de los ascensores, y Graham me llamaba por teléfono para pedirme que fuera a ayudarle. Pero nadie inició la investigación hasta que yo llegué, sobre las diez. Entonces hubo sus más y sus menos con Ishigura. No creo que alguien
cruzara
la cinta hasta casi las diez y media. Digamos las diez y cuarto como muy temprano. Por lo tanto, en la grabación no podía haber más que una habitación vacía y una muchacha tendida encima de la mesa. Nada más.

—Muy bien —dijo Connor—. Pero olvida usted algo.

—¿Nadie cruzó la habitación? —preguntó Theresa—. ¿Absolutamente nadie?

—No —respondí—; habíamos tendido la cinta amarilla. Nadie podía pasar al otro lado de la barrera. En realidad… —Y entonces lo recordé—: ¡Eh, un momento! Alguien pasó: aquel tipo bajito de la cámara. Estaba tomando fotografías, al otro lado de la barrera.

—Exactamente —dijo Connor.

—¿Qué tipo bajito? —preguntó ella.

—Un japonés. Tomaba fotografías. Preguntamos a Ishigura quien era y dijo que se llamaba…

—Mr. Tamaka —dijo Connor.

Exactamente. Mr. Tamaka. Y usted pidió a Ishigura la película de la cámara. —Fruncí el entrecejo—. Pero él no nos la dio.

—No —dijo Connor—. Y, francamente, no creí que nos la diera.

—¿Ese hombre tomaba fotografías? —preguntó Theresa.

—Dudo que realmente tomara fotografías —dijo Connor—. O tal vez sí, porque tenía en la mano una de esas pequeñas «Canon»…

—¿Esas que no tienen película sino que toman instantáneas de vídeo?

—Sí. ¿Servirían de algo en los retoques?

—Quizá —dijo alguien—. Esas imágenes podrían utilizarse para completar la imagen. Se acoplarían con rapidez porque ya estaban codificadas.

Connor asintió.

—Entonces quizás estuviera tomando fotografías a fin de cuentas. Pero me pareció que su actividad fotográfica no era más que una excusa para poder andar por el otro lado de la cinta amarilla.

—Ah —exclamó Theresa moviendo la cabeza afirmativamente.

—¿Y usted cómo lo sabe? —pregunté.

—Piense —dijo Connor.

Yo estaba de cara a Ishigura cuando Graham gritó: Pero ¿qué hace ese hombre? Volví la cabeza y vi a un japonés de corta estatura a unos diez metros más allá de la cinta amarilla. El hombre estaba de espaldas a mí. Tomaba fotografías del escenario del crimen. La cámara era muy pequeña. Le cabía en la palma de la mano.

—¿Recuerda cómo se movía el hombre? Se movía de un modo muy particular.

Traté de recordarlo. No lo conseguía.

Graham había ido hacia él gritando: ¡Por los clavos de Cristo, no se puede estar ahí! Esto es el escenario de un crimen. ¡No se pueden hacer fotografías! Y hubo alboroto. Graham gritaba a Tanaka, pero éste parecía completamente absorto en su actividad, y siguió disparando la cámara y andando de espaldas hacia nosotros. A pesar de los gritos, no hizo lo que hubiera hecho cualquier persona normal: dar media vuelta y dirigirse hacia la cinta. No; él siguió andando de espaldas y, sin volverse, se agachó y pasó por debajo de la cinta.

—No se volvió en ningún momento —dije—. Andaba de espaldas a nosotros.

—Exactamente. Primer misterio. ¿Por qué tenía que andar de espaldas? Ahora creo que ya lo sabemos.

—¿Lo sabemos?

Theresa dijo:

—El hombre repetía en sentido inverso el recorrido de la muchacha y el asesino, para pasarlo a cinta de vídeo. De este modo, tendría la pauta de dónde incidían las sombras de la habitación.

—Exactamente —dijo Connor.

Recordé entonces que, cuando protesté, Ishigura me dijo: Es empleado nuestro. Trabaja para el departamento de Seguridad de la «Nakamoto».

Y yo dije: Esto es un escándalo. No se puede hacer fotografías.

A lo que Ishigura repuso: son para uso de la empresa.

Entretanto, el hombre había desaparecido por entre el grupo de empleados congregados delante de los ascensores.

Para uso de la empresa.

—¡Maldita sea! —dije—. ¿Entonces Tanaka bajó al puesto de vigilancia y cambió una sola cinta, la que había registrado su propio paso por la sala con las sombras que él proyectaba?

—Sí, señor.

—¿Y necesitaba esa cinta para modificar las cintas originales?

—Exactamente.

Por fin empezaba a comprender.

—Pero ahora, aunque demostráramos que las cintas fueron modificadas, ya no podríamos utilizarlas ante un tribunal. ¿No es así?

—Así es —dijo Theresa—. Cualquier buen abogado podría conseguir que fueran rechazadas.

—De manera que la única manera de salir adelante es encontrar un testigo que declare lo ocurrido. Sakamura podría saberlo, pero ha muerto. O sea que estamos en un callejón sin salida, a no ser que consigamos poner la mano encima a Mr. Tanaka. Creo que más valdrá detenerlo cuanto antes.

—Dudo mucho que podamos —dijo Connor.

—¿Por qué? ¿Cree que ellos podrán mantenerlo fuera de nuestro alcance?

—No creo que tengan que molestarse. Es muy probable que Mr. Tanaka ya esté muerto.

Connor se volvió inmediatamente hacia Theresa.

—¿Es buena en su trabajo?

—Sí —dijo ella.

—¿Muy buena?

—Creo que sí.

Tenemos muy poco tiempo. Trabaje con Peter. Vea lo que pueden sacar de esa cinta.
Gambatte
: ponga el máximo empeño. Puedo asegurarle que sus esfuerzos serán recompensados. Ahora me marcho. Tengo que hacer varias llamadas.

—¿Se marcha? —dije.

—Sí. Necesito el coche.

Le di las llaves.

—¿A dónde va?

—Yo no soy su
mujer
.

—Era sólo una pregunta —dije.

—No se preocupe. Tengo que ver a varias personas. —Se volvió para marcharse.

—Pero ¿por qué dice que Tanaka ha muerto?

—Bien,
quizá
no haya muerto. Ya hablaremos de eso cuando haya tiempo. Por el momento, tenemos muchas cosas que terminar antes de las cuatro de la tarde. Es la hora en la que expira el plazo. Creo que tengo alguna sorpresa para usted,
kohai
. Llámelo
chokkan
, intuición si quiere. ¿De acuerdo? Si surgen problemas o imprevistos, llámeme al teléfono del coche. Suerte. Trabaje con esta dama encantadora.
Urayamashii na!

Y se fue. Oímos cerrarse la puerta trasera.

—¿Qué ha dicho? —pregunté a Theresa.

—Que le envidia. —Ella sonrió en la oscuridad—. Vamos a empezar.

Pulsó rápidamente varios botones de los aparatos. La cinta se rebobinó hasta el principio de la secuencia.

—¿Qué hay que hacer? —pregunté.

—Hay tres maneras básicas de averiguar cómo se ha modificado un vídeo. La primera es el desenfoque y los matices. La segunda es el perfil de las sombras. Podemos tratar de trabajar con estos elementos, pero es lo que he hecho estas dos últimas horas y no he conseguido casi nada.

—¿Y la tercera?

—Elementos reflejados. Todavía no los he examinado.

Yo moví la cabeza negativamente.

—Básicamente, los elementos reflejados son, como su nombre indica, las partes de la escena que se reflejan dentro de la imagen. Como la cara de Sakamura, en el espejo, en el momento de salir. Tiene que haber otros reflejos. Una lámpara de sobremesa cromada que capte, deformada, una figura que pase por su lado. Los tabiques de la sala de conferencias son de vidrio. Quizá consigamos localizar algún reflejo. También pudo recogerlo un pisapapeles de plata de encima de una mesa. Un florero de cristal. Un recipiente de metacrilato. Cualquier superficie lisa y reluciente.

Observé cómo preparaba las cintas. Mientras ella hablaba, su mano se movía rápidamente de una máquina a la otra. Producía una sensación extraña estar delante de una mujer tan hermosa y tan inconsciente de su hermosura.

—En la mayoría de imágenes hay algún objeto reflectante —dijo Theresa—. En el exterior, los parachoques de los coches, las calles mojadas, las lunas de los escaparates. Dentro de una habitación, los marcos de los cuadros, los espejos, los candelabros de plata, los pies cromados de una mesita… Siempre hay algo.

—¿Y no se pueden modificar también los reflejos?

—Si se dispone de tiempo, sí. Porque actualmente hay programas informáticos capaces de
trazar
una imagen sobre cualquier forma. Por difícil e irregular que sea una superficie, siempre se puede
trazar
en ella una figura. Pero se necesita tiempo. De modo que esperemos que ellos no lo tuvieran.

Puso en marcha las cintas. La primera parte, cuando Cheryl Austin salía del ascensor, estaba oscura. Miré a Theresa y le pregunté:

—¿Qué efecto le produce todo esto?

—¿A qué se refiere?

—A esto de ayudarnos a la Policía.

—¿Siendo japonesa, quiere decir? —Me lanzó una rápida mirada y sonrió. Era una sonrisa extraña, torcida—. Yo no me hago ilusiones acerca de los japoneses. ¿Sabe dónde está Sako?

»Es una ciudad, mejor dicho, un pueblo grande del Norte. Está en Hokkaido. Un lugar provinciano. Allí hay una base
aérea
norteamericana. Yo nací en Sako. Mi padre era
kokujin
, mecánico. ¿Conoce esta palabra,
kokujin? Niguro.
Negro. Mi madre trabajaba en una casa de comidas frecuentada por el personal del aeropuerto. Se casaron, pero mi padre murió en un accidente cuando yo tenía dos años. A la viuda le quedó una pequeña pensión, por lo que algún dinero teníamos. Pero mi abuelo se quedaba con la mayor parte, porque decía que mi nacimiento había sido una deshonra para él. Yo era
ainoko
y
niguro
. No eran palabras cariñosas las que él me dedicaba. Pero mi madre quería seguir allí, quería vivir en el Japón. De modo que yo me crié en Sako. En aquel…
sitio…

Había amargura en su voz.

—¿Sabe lo que son los
burakumin?
¿No? No es de extrañar.

En el Japón, el país en el que, supuestamente, todos son iguales, nadie habla de los
burakumin.
Pero, antes de una boda, la familia del novio investiga a los antepasados de la novia para comprobar que ninguno rué
burakumin.
Y otro tanto hace la familia de la novia. Y si existe la menor duda, no hay boda. Los
burakumin
son los intocables del Japón. Los parias, lo más bajo. Son descendientes de curtidores y artesanos de la piel, oficios que el budismo considera impuros.

—Comprendo.

—Y yo era peor que los
burakumin
porque era deforme. Para los japoneses toda deformidad es vergonzosa. No es una desgracia ni una incapacidad. Es una
vergüenza.
Significa que has hecho algo malo. La deformidad es una vergüenza para ti, para tu familia y para tu comunidad. De manera que quienes te rodean piensan que sería preferible que estuvieras muerta. Y, si eres medio negra, la
ainoko
de un nariz larga americano… —Sacudió la cabeza—. Los niños son crueles. Y aquello era un lugar de provincias, un pueblo.

La muchacha observaba la cinta.

—Por eso estoy contenta de poder vivir aquí. Ustedes, los norteamericanos, no saben la bendición que disfruta este país. La libertad de que gozan sus corazones. No puede imaginar lo dura que llega a ser la marginación en el Japón. Yo lo sé muy bien. Y no me apenaría en absoluto que ahora los japoneses tuvieran que sufrir un poco a causa de lo que yo pueda hacer con
mi mano buena.

Me miraba con ojos brillantes. La vehemencia convertía su cara en una máscara.

—¿Queda respondida su pregunta, teniente?

—Sí —contesté—; queda respondida.

—Cuando llegué a los Estados Unidos, me pareció que la actitud de los norteamericanos hacia los japoneses era insensata… pero no importa. Aquí está la secuencia. Usted mire los dos monitores de arriba y yo miraré los tres de abajo. Busque cualquier objeto reflectante. Ponga mucha atención. Ahí está.

Yo miraba los monitores en la oscuridad. Theresa Akasuma sentía resquemor hacia los japoneses, y yo también. El encuentro con Wilhelm
la Comadreja
me había indignado. Indignado como sólo puede estarlo el que tiene miedo. Una de las frases que él había dicho me resonaba una y otra vez en los oídos.

Dadas las circunstancias, ¿no le parece que el juez se equivocó al concederle la custodia de su hija?

Yo no quería la custodia. Con el trauma del divorcio, de la marcha de Lauren, de verla hacer las maletas… esto es tuyo… esto es mío…, lo último que yo deseaba era la custodia de una criatura de siete meses. Shelly empezaba a gatear por la sala, a ponerse de pie sujetándose en los muebles. Ya decía «mamá». Su primera palabra. Pero Lauren no quería la responsabilidad, y repetía: «No puedo encargarme, Peter, no puedo». De modo que yo asumí la custodia. ¿Qué más podía hacer?

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