—Bob Richmond, de «Myers, Lawson y Richmond». —Su apretón de manos era firme. Estaba bronceado y tenía aspecto de jugar mucho al tenis. Nos sonrió alegremente—. Es pequeño el mundo, ¿eh?
Connor y yo nos presentamos.
—¿Llegó bien el senador Rowe? —pregunté.
—Oh, sí —dijo Richmond—. Gracias por su ayuda. —Sonrió—. No quiero ni pensar cómo se sentirá esta mañana. Pero imagino que no será la primera vez. —Se balanceaba ligeramente sobre los talones, como el tenista que espera el saque. Parecía un poco preocupado—. Desde luego, ustedes dos son las últimas personas a las que esperaba ver aquí. ¿Hay algo que yo deba saber? Represento a «Akai» en las negociaciones sobre la «MicroCon».
—No —respondió Connor con suavidad—. Sólo estamos recopilando información general.
—¿Tiene que ver con lo que ocurrió anoche en la «Nakamoto»?
—En realidad, no. Información general, nada más.
—Si lo desean, podemos hablar en la sala de juntas.
—Desgraciadamente, tenemos una cita y ya llevamos retraso —dijo Connor—. Pero quizá podamos hablar después, si no tiene inconveniente.
—Encantado. Dentro de una hora, estaré de vuelta en mi despacho. —Richmond nos dio su tarjeta.
—Perfecto —dijo Connor.
Pero Richmond aún no parecía estar tranquilo. Nos acompañó hasta el ascensor.
—Mr. Yoshida es de la vieja escuela —dijo—. Seguro que habrá estado muy cortés. Pero yo puedo decirles que está furioso por lo ocurrido con el asunto de la «MicroCon». Está recibiendo muchos palos de «Akai Tokyo». Y no es justo. Porque Washington le despistó. Le aseguraron que no se harían objeciones a la venta y luego Morton arrancó la alfombra de debajo de los pies.
—¿Eso ocurrió? —preguntó Connor.
—No le quepa duda. Yo no sé qué mosca le ha picado a John Morton, pero nos ha salido por donde menos lo esperábamos. Nosotros habíamos hecho todos los trámites pertinentes. El Comité para Inversiones Extranjeras no puso trabas hasta mucho después de que hubieran terminado las negociaciones. Así no se puede trabajar. Espero que John recapacite y deje que el asunto siga adelante. Porque ahora la cosa tiene visos de racismo.
—¿De racismo? ¿Usted cree?
—Desde luego. Es exactamente lo mismo que el caso Fairchild. ¿Lo recuerdan? En el ochenta y seis, la «Fujitsu» trató de comprar la «Fairchild Semiconductor», pero el Congreso vetó la operación alegando que era contraria a la seguridad nacional. El Congreso no quiere que la «Fairchild» sea vendida a una compañía extranjera. Un par de años después, la «Fairchild» fue vendida a una compañía francesa, y esta vez el Congreso ni chistó. Al parecer, no hay inconveniente en vender a una compañía extrajera… siempre que no sea
japonesa
. Yo digo que eso es una política racista pura y simple. —Llegamos al ascensor—. De todos modos, llámeme. Procuraré estar disponible.
—Gracias —dijo Connor.
Entramos en el ascensor. Las puertas se cerraron.
—Gilipollas —dijo Connor.
Íbamos en dirección al Norte, hacia la salida de Wilshire, para reunimos con el senador Morton.
—¿Por qué gilipollas?
—Hasta hace un año, Bob Richmond era ayudante de Amanda Marden en las negociaciones comerciales con el Japón. Asistía a todas las reuniones estratégicas del Gobierno norteamericano. Y un buen día cambia de bando y empieza a trabajar para los japoneses. Que ahora le pagan quinientos mil al año más bonificaciones para cerrar este trato. Y los vale, porque sabe todo lo que hay que saber.
—¿Eso es legal?
—Desde luego. Es el procedimiento habitual. Todos lo hacen. Si Richmond hubiera trabajado para una empresa de alta tecnología como «Microsoft», habría tenido que firmar una declaración comprometiéndose a no trabajar para la competencia durante un período de cinco años. Porque hay que evitar la posibilidad de que la gente trafique con los secretos industriales. Pero nuestro Gobierno tiene una reglamentación menos estricta.
—¿Por qué es un gilipollas?
—Por esa tontería del racismo —resopló Connor—. Él sabe que no es verdad. Richmond sabe perfectamente lo que ocurrió con la venta de la «Fairchild». Y no tuvo nada que ver con el racismo.
—¿No?
—Y Richmond sabe también que el japonés es el pueblo más racista del mundo.
—¿En serio?
—Completamente. En realidad, cuando los diplomáticos japoneses…
Sonó el teléfono del coche. Pulsé el botón de comunicación Y dije:
—Teniente Smith.
—Aleluya.
¡Por fin!
¿Dónde diablos os habíais metido, chicos? Tengo ganas de irme a dormir.
Reconocí la voz: Fred Hoffmann, el jefe de guardia de la noche anterior.
—¿Te dieron mi recado? Gracias por llamar, Fred.
—¿Qué quieres?
—Tengo curiosidad por esas llamadas que recibiste anoche de la «Nakamoto».
—Tú y toda la ciudad —dijo Hoffmann—. La mitad del Departamento no hace más que marearme con esto. Jim Olson está prácticamente acampado en mi mesa repasando todo el papeleo. Y al principio parecía pura rutina.
—Si me hicieras un resumen de lo ocurrido…
—Desde luego. Primero, yo recibí el aviso a través de la Metropolitana. La llamada les fue hecha a ellos. Los de la «Metro» no estaban muy seguros de qué se trataba porque el que llamaba tenía acento asiático y parecía confuso. O drogado. Una y otra vez, se refería a «problemas para la retirada del cuerpo». Ellos no se aclaraban. Yo, por si acaso, mandé un coche patrulla. Serían las ocho y media. Cuando me confirmaron que había un homicidio, asigné el caso a Tom Graham y Reddy Merino. Y no queráis saber
todo lo que he tenido que aguantar
por ello.
—Aja.
—Pero, qué diantre, les tocaba a ellos. Ya sabéis que los casos se asignan a los detectives por riguroso orden de rotación. Para que no se diga que hay favoritismos. Es la forma. Yo me limité a seguirla.
—Aja.
—En fin. Luego, a las nueve, Graham me llama para decir que hay problemas y que solicitan un enlace de Servicios Especiales. Otra vez consulto la lista. Está de guardia Pete Smith. Así que doy a Graham el número de su casa. Y supongo que te llamaría, Pete.
—Sí; me llamó.
—Muy bien —dijo Connor—. ¿Qué pasó después?
—Unos dos minutos después de que me llamara Graham, recibo la llamada de un hombre que habla con acento extranjero, me parece que asiático, pero no estoy seguro. Y el tío me dice que, en nombre de la «Nakamoto», solicita que el caso sea asignado al capitán Connor.
—¿El hombre se identificó?
—Desde luego. Yo le hice identificarse. Y anoté el nombre. Koichi Nishi.
—¿Y era de la «Nakamoto»?
—Eso dijo —respondió Hoffmann—. Yo sólo estoy aquí atendiendo al teléfono, ¿qué voy a saber? Quiero decir que esta mañana la «Nakamoto» protesta oficialmente porque Connor se encargue del caso y dicen que no tienen a ningún Koichi Nishi trabajando para ellos. Dicen que es un infundio. Pero podéis estar seguros de que alguien me llamó, que yo no me lo invento.
—De eso estoy seguro —dijo Connor—. ¿Dices que tenía acento?
—Sí; hablaba el inglés bastante bien, casi correctamente, pero con un acento bastante marcado. Lo único que me sorprendió fue que parecía saber muchas cosas de ti.
—¿Sí?
—Sí. Me preguntó si tenía tu número o quería que él me lo diera. Yo le dije que ya lo tenía. Pensé: no necesito que un japonés me dé los números de teléfono de la gente del Cuerpo. Luego me dice: es que, ¿sabe?, el capitán Connor no siempre contesta al teléfono. Será mejor que envíe a alguien a recogerlo.
—Interesante —dijo Connor.
—Entonces llamé a Pete Smith y le dije que pasara a recogerte. Y eso es todo lo que sé. Yo diría que todo esto responde a algún problema político que deben de tener en la «Nakamoto». Yo sabía que Graham no se sentía a gusto en el caso. Supuse que lo mismo debía de ocurrir a otras personas. Y todo el mundo sabe que Connor tiene relaciones especiales con la comunidad japonesa, de modo que hice lo que me pedían. Y hay que ver la que me ha caído encima. No tengo ni puta idea de lo que pasa.
—Dime qué te ha caído encima —dijo Connor.
—La cosa empezó anoche, sobre las once. El jefe me llama para preguntarme por qué había dado el caso a Graham. Yo le explico el porqué. Pero él no se da por satisfecho. Luego, al final de mi turno, a eso de las cinco de la mañana, empiezan las preguntas acerca de cómo intervino Connor en el caso. Cómo ocurrió y por qué ocurrió. Y luego está la crónica del
Times y
toda esa historia del racismo de la Policía. No sé cómo decir las cosas para que me crean. Yo no hago más que explicar que me limité a seguir las normas. Nadie lo cree y es la verdad.
—Desde luego —dijo Connor—. Otra cosa, Fred. ¿Has escuchado la grabación de la llamada que recibió la «Metro»?
—Claro que la he escuchado. Hace una hora aproximadamente. ¿Por qué?
—¿La voz que hizo esa llamada se parece a la de Mr. Nishi?
Hoffmann rió.
—Jo, quién sabe. Quizá. Lo que tú me preguntas es si una voz asiática se parece a otra voz asiática que oí antes. Honradamente, no lo sé. La voz de la primera llamada parece la de una persona confusa. Quizá bajo los efectos de un
shock
. O de las drogas. No estoy seguro. Lo único que puedo decirte es que, quienquiera que sea Mr. Nishi, sabe muchas cosas de ti.
—Bien, todo eso nos servirá de gran ayuda. Ahora vete a descansar. —Connor dio las gracias a Hoffmann y colgó el teléfono. Yo salí de la autopista y cruzamos Wilshire, camino del lugar en el que nos había citado el senador Morton.
—Muy bien, senador, ahora vuélvase hacia este lado, por favor… un poco más… eso es, así queda
muy
enérgico, muy
varonil
, me gusta, sí. Condenadamente bueno. Ahora necesito tres minutos, por favor. —El director, un hombre nervioso, con cazadora de aviador y gorra de béisbol, bajó del soporte de la cámara y empezó a dar órdenes con voz seca y acento británico—: Jerry, ahí un filtro, el sol es demasiado fuerte. ¿Y no podríamos hacer algo en los ojos? Necesito un poco de maquillaje en los ojos, por favor. ¿Ellen? Ya ves ese brillo del hombro derecho. Tamízalo, cariño. Alísale el cuello. Le asoma el micro por la corbata. Y no veo bien el gris del pelo. Acentúalo. Y alisen la alfombra, para que no tropiece, gente.
Por favor
. Vamos, ya. Estamos desperdiciando una luz preciosa.
Connor y yo estábamos a un lado, con una ayudante de producción muy bonita que se llamaba Debbie. Abrazando una tablilla nos dijo en tono significativo:
—El director es Edgar Lynn.
—¿Deberíamos conocer su nombre? —preguntó Connor.
—Es el director de anuncios más caro y más solicitado del mundo. Es un
gran
artista. Él hizo el
fantástico
anuncio de «Apple» en mil novecientos ochenta y cuatro y… cantidad de otros anuncios. También ha dirigido películas famosas. Edgar es,
sencillamente
, el
mejor
.
Frente a la cámara, el senador John Morton soportaba pacientemente que cuatro personas le retocaran la corbata, la americana, el pelo y el maquillaje. Morton llevaba traje oscuro. Estaba de pie debajo de un árbol, con el ondulante campo de golf y los rascacielos de Beverly Hills al fondo. El equipo de producción había tendido una alfombra para que caminara sobre ella al acercarse a la cámara.
—¿Y qué tal, el senador? —pregunté.
—Muy bien —dijo Debbie moviendo la cabeza afirmativamente—. Yo diría que tiene posibilidades.
—¿Quiere decir, de alcanzar la presidencia? —preguntó Connor.
—Sí. Sobre todo, si Edgar le da su toque mágico. Quiero decir que, hay que desengañarse, el senador Morton no es precisamente
Mel Gibson
, ustedes ya me entienden, ¿no? Tiene la nariz grande y es un poco calvo, y esas pecas son un
problema
porque se destacan mucho en fotografía. Hacen que el público se fije menos en los ojos. Y son los ojos lo que vende a un candidato.
—Los ojos —dijo Connor.
—Sí; a las personas se las elige por los ojos. —La muchacha se encogió de hombros, como si lo que acababa de decir fuera de dominio público—. Pero si el senador se pone en manos de Edgar… Edgar es un artista. Él puede conseguirlo.
Edgar Lynn pasó por nuestro lado, hablando animadamente con el cámara.
—Canastos, a ver si puedes disimular las bolsas de los ojos —dijo Lynn—. Y busca un ángulo que imprima firmeza en la mandíbula.
—Está bien —dijo el cámara.
La ayudante de producción se fue y nosotros nos quedamos esperando y mirando. El senador Morton aún estaba a cierta distancia, recibiendo los últimos toques de maquillaje y vestuario.
—¿Mr. Connor? ¿Mr. Smith? —Me volví. A nuestro lado estaba un joven con traje azul marino con rayita blanca. Tenía aspecto de trabajar en el Senado: pulcro, atento, cortés—. Soy Bob Woodson, de la oficina del senador. Gracias por haber venido.
—De nada —dijo Connor.
—El senador desea hablar con ustedes —dijo Woodson—. Lo siento, parece que vamos a retrasarnos. Estaba previsto que el rodaje terminara a la una. —Miró el reloj—. Quizás aún tardemos un rato. Pero me consta que el senador desea hablar con ustedes.
—¿Sabe de qué? —preguntó Connor.
—¡Último ensayo! ¡Último ensayo de sonido y cámara! —gritó una voz.
El grupo que rodeaba al senador Morton se dispersó y Woodson concentró su atención en la cámara.
Edgar Lynn volvía a mirar por la lente.
—Todavía no hay suficiente gris. ¿Ellen? Ponle más gris en el pelo. No se ve.
—Espero que no le haga parecer más viejo —dijo Woodson.
—Es sólo para la toma —dijo Debbie, la ayudante de producción—. La cámara no capta el tono y hay que acentuar el gris. Ellen se lo pone ahora en las sienes, ¿ve? Le dará un aire más distinguido.
—No quiero que parezca viejo. A veces, cuando está cansado, lo parece.
—No se apure —dijo la ayudante.
—Ya está bien —dijo Lynn—. Ya basta. ¿Senador? ¿Hacemos un ensayo?
—¿Dónde empiezo? —preguntó el senador Morton.
—¿Entrada?
Una «script» apuntó:
«Quizá, lo mismo que yo…».
Morton dijo:
—Entonces, ¿ya hemos hecho la primera parte?
—Exactamente, amigo. Ahora empezamos cuando usted se vuelve hacia la cámara con actitud enérgica, directa y muy masculina y dice: «Quizá, lo mismo que yo…». ¿De acuerdo?