—Lo siento. Son sólo unos minutos. Me entretuvieron en la U.S.C.
—Su retraso nos ha incomodado a todos. Por cortesía, ellos se han sentido obligados a hacerme compañía en la puerta del club mientras le esperaba. A los hombres de su categoría no les gusta esperar. Son personas ocupadas. Pero consideraron que no podían dejarme solo. Me ha colocado en una situación embarazosa. Y ha dejado en mal lugar al Departamento.
—Lo siento. No pensé.
—Pues empiece a pensar,
kohai
. No está solo en el mundo.
Puse en marcha el coche y di la vuelta. Miré a los japoneses por el retrovisor. Agitaban la mano. No parecían molestos ni ansiosos por marcharse.
—¿Con quién ha jugado?
—Aoki-san es el director de la «Tokyo Marine» de Vancouver. Hanada-san es vicepresidente del «Mitsui Bank» de Londres. Y Kenichi Asaka dirige todas las fábricas de «Toyota» en el sudeste de Asia, desde Kuala Lumpur hasta Singapur. Tiene la base en Bangkok.
—¿Qué hacen aquí?
—Están de vacaciones —dijo Connor—. Unas cortas vacaciones en Estados Unidos para jugar al golf. Les gusta relajarse en un país como el nuestro que se mueve a un ritmo más sosegado.
Subíamos por una carretera sinuosa hacia Sunset Boulevard. Nos detuvimos en un semáforo.
—¿Adónde?
—Al hotel «Cuatro Estaciones».
Torcí a la derecha, hacia Beverly Hills.
—¿Y por qué esos señores juegan al golf con usted?
—Oh, hace tiempo que nos conocemos. Un favor aquí y otro allá a lo largo de los años. Yo no soy importante. Pero hay que mantener las relaciones. Una llamada telefónica, un pequeño obsequio, un partido de golf cuando vienes de visita a la ciudad. Porque uno nunca sabe cuándo necesitará a sus contactos. Las relaciones son tu fuente de información, tu válvula de seguridad y tu sistema de aviso de peligro. Es la mentalidad japonesa.
—¿Quién propuso este partido?
—Hanada-san quería jugar. Yo sólo me uní a él. Juego bastante bien, ¿sabe?
—¿Por qué decidió jugar hoy?
—Porque quería saber algo más acerca de las reuniones del sábado —dijo Connor.
Las reuniones del sábado. Entonces recordé que en el vídeo que habíamos visto en la cabina de edición de informativos, Sakamura agarraba del brazo a Cheryl Austin diciendo: «Tú no lo entiendes, se trata de las reuniones del sábado».
—¿Y ellos le han dicho algo?
Connor asintió.
—Al parecer, empezaron hace tiempo, hacia mil novecientos ochenta. Al principio se celebraban en el «Century Plaza», después pasaron al «Sheraton» y, últimamente, al «Biltmore».
Connor miraba por la ventanilla. El coche se bamboleaba sobre los baches de Sunset Boulevard.
—Durante varios años, las reuniones fueron un acontecimiento periódico. A ellas asistían preeminentes empresarios japoneses que se encontraran de visita en la ciudad y escuchaban las discusiones acerca de lo que había que hacer respecto a Norteamérica. De cómo debía gestionarse la economía norteamericana.
—
¿Qué?
—Sí.
—Eso es indignante.
—¿Por qué?
—
¿Por qué?
Porque éste es
nuestro
país. ¡No se puede consentir que un hatajo de extranjeros celebre reuniones secretas para decidir cómo hay que administrarlo!
—Los japoneses no lo ven de ese modo —dijo Connor.
—¡No me extraña! ¡Sin duda piensan que tienen todo el derecho!
Connor se encogió de hombros.
—Efectivamente, eso es lo que piensan. Y ellos creen que se han ganado el derecho a decidir…
—
Hostia…
—Han hecho fuertes inversiones en nuestra economía. Nos han prestado mucho dinero, Peter,
mucho
dinero. Cientos de miles de millones de dólares. Durante la mayor parte de los quince últimos años, Estados Unidos han tenido un déficit comercial con el Japón de mil millones de dólares
a la semana
. Mil millones de dólares a la semana con los que hay que hacer algo. Un torrente de dinero que se les viene encima rugiendo. Ellos, realmente, no desean tantos dólares. ¿Qué pueden hacer con todos los miles de millones que les sobran?
»Decidieron prestárnoslo a nosotros. Nuestro Gobierno arrastraba un déficit presupuestario, año tras año. No llegábamos a pagar nuestros propios programas. Y entonces los japoneses financiaron nuestro déficit presupuestario. Invirtieron en nosotros. Y nos prestaron su dinero a cambio de ciertas seguridades de nuestro Gobierno. Washington aseguró a los japoneses que nosotros pondríamos en orden nuestra casa. Reduciríamos el déficit. Mejoraríamos la enseñanza, reconstruiríamos nuestra infraestructura e, incluso, aumentaríamos los impuestos, si era necesario. En resumidas cuentas, enmendaríamos nuestros yerros. Porque sólo en estas condiciones puede tener sentido invertir en Norteamérica.
—Aja —exclamé yo.
—Pero nosotros no hicimos nada de eso. Dejamos que el déficit creciera y devaluamos el dólar. En mil novecientos ochenta y cinco, redujimos su valor a la mitad. ¿Sabe usted lo que eso supuso para las inversiones japonesas en Norteamérica? Una trastada. Lo que habían invertido en mil novecientos ochenta y cuatro rendía ahora la mitad.
Yo recordaba vagamente algo de eso.
—Creí que la idea era reducir el déficit comercial, fomentar las exportaciones.
—Efectivamente, pero la operación no dio resultado. Nuestra balanza de pagos con el Japón se desequilibró más todavía. Normalmente, si reduces a la mitad el valor de tu moneda, el precio de todas las importaciones se duplica. Pero los japoneses bajaron los precios de sus vídeos y sus copiadoras y conservaron su parte del mercado. Recuerde, los negocios son la guerra.
»Lo único que conseguimos fue abaratar el precio del suelo y de las empresas norteamericanas para que los japoneses pudieran comprarlos, porque ahora el yen era el doble de fuerte. Hicimos que los mayores Bancos del mundo pasaran a ser japoneses. E hicimos de Norteamérica un país pobre.
—¿Y eso qué tiene que ver con las reuniones del sábado?
—Bien —dijo Connor—. Supongamos que usted tiene un tío borracho. Él dice que, si usted le presta dinero, dejará la bebida. Pero no la deja. Y usted desea recuperar su dinero. Salvar lo que pueda de su mala inversión. Y usted sabe que su tío, por ser un borracho, cualquier día, bajo los efectos del alcohol, puede hacer daño a alguien. Su tío es un descontrolado. Algo hay que hacer. Y la familia se reúne para decidir lo que hay que hacer con el problemático tío. Y eso decidieron hacer los japoneses.
—Ya. —Connor debió percibir la nota de escepticismo de mi voz.
—Vamos, quítese ya de la cabeza esa idea de que hay una conspiración. ¿Quiere usted apoderarse del Japón? ¿Gobernar el país? Claro que no. Ningún país sensato quiere apoderarse de otro. Hacer negocios, sí. Mantener relaciones, sí. Pero
apoderarse
, no, nadie desea esa responsabilidad. Nadie quiere preocupaciones. Ocurre lo que con el tío borracho. El consejo de familia se reúne cuando no hay más remedio. Es el último recurso.
—¿Y es así como lo ven los japoneses?
—Lo que ellos ven son miles y miles de millones de dólares de su bolsillo,
kohai
. Invertidos en un país que tiene graves problemas. Lleno de gente extraña e individualista que no hace más que hablar. Que constantemente se enfrentan unos a otros. Que discuten sin parar. Gente que no tiene una buena educación, que no sabe mucho del mundo, que extrae su información de la televisión. Gente que no trabaja mucho, que tolera la violencia y el consumo de drogas y que no parece tener nada contra esas cosas. Los japoneses tienen miles de millones de dólares en este peculiar país y desean obtener un beneficio decente de la inversión. Y, a pesar de que la economía norteamericana se derrumba, ya que pronto será la tercera del mundo, detrás del Japón y de Europa, consideran importante sostenerla. Y es lo único que pretenden.
—¿Eso hacen? —dije—. ¿La buena obra de salvar a Norteamérica?
—Alguien tiene que hacerlo —dijo Connor—. No podemos seguir como hasta ahora.
—Ya nos arreglaremos.
—Eso dicen siempre los ingleses. —Movió la cabeza—. Pero ahora Inglaterra es pobre. Y Norteamérica está empobreciéndose.
—¿Por qué está empobreciéndose? —dije, en voz más alta de lo que pensaba.
—Los japoneses dicen que porque Norteamérica se ha convertido en una nación sin esencia. Dejamos que la manufactura decaiga. Ya no fabricamos. Cuando se fabrica un producto se añade valor a la materia prima y se crea riqueza. Y Norteamérica ha dejado de hacer eso. Ahora los norteamericanos ganan dinero manipulando papel y eso, dicen los japoneses, a la larga tiene que perjudicarnos, porque los beneficios del papel no reflejan una riqueza real. Ellos piensan que nuestra fascinación por Wall Street y los «bonos basura» es cosa de locos.
—¿Y, por lo tanto, los japoneses tendrían que administrarnos?
—Ellos piensan que
alguien
debe hacerlo. Preferirían que lo hiciéramos nosotros, desde luego.
—Joder.
Connor se revolvió en el asiento.
—Puede ahorrarse su indignación,
kohai
. Porque, según Hanada-san, las reuniones del sábado se acabaron en mil novecientos noventa y uno.
—¿Sí?
—Efectivamente. Entonces fue cuando los japoneses decidieron no seguir preocupándose por si Norteamérica enmendaba sus yerros. Vieron las ventajas de la situación actual: Norteamérica está dormida y puede comprarse a precio de ganga.
—¿Así que las reuniones del sábado ya no existen?
—Aún se celebra alguna, esporádicamente. Por
nichibei
, las actuales relaciones nipo-norteamericanas. Ahora las economías de ambos países están entrelazadas. Ni uno ni otro puede desasirse, aunque lo desee. Pero las reuniones ya no son importantes. Básicamente, son actos sociales. Por lo tanto, lo que Sakamura dijo a Cheryl no es cierto. Y la muerte de la muchacha no tiene nada que ver con las reuniones del sábado.
—¿Con qué tiene que ver?
—Mis amigos parecen pensar que fue algo personal. Un
ninjozata
, un crimen pasional. Sus protagonistas: una hermosa
kichigai
y un hombre celoso.
—¿Y usted les cree?
—Lo cierto es que se mostraron unánimes. Los tres hombres de negocios expresaron la misma opinión. Desde luego, los japoneses son reacios a mostrar discrepancias incluso en el campo de golf de un país agrícola y subdesarrollado. Pero he podido descubrir que la unanimidad frente a un
gaijin
puede tapar multitud de pecados.
—¿Cree que mentían?
—Mentir, no. —Connor sacudió la cabeza—. Pero me dio la impresión de que decían algo con su silencio. El partido de esta mañana fue
hará no naka o misenai
. Mis amigos no estaban comunicativos.
Connor describió el partido de golf. Había habido largos silencios durante toda la mañana. Los cuatro hombres se habían mostrado en todo momento corteses y considerados, pero los comentarios habían sido escasos y reservados. Durante la mayor parte del tiempo, habían recorrido el campo en completo silencio.
—¡Y usted que había ido en busca de información! —dije—. ¿Cómo pudo soportarlo?
—Oh, yo obtenía información. —Pero, según dijo, era información sin palabras. Básicamente, los japoneses poseen medios de comprensión adquiridos a lo largo de muchos siglos de compartir una cultura y pueden comunicar sentimientos sin necesidad de hablar. Es algo parecido a la compenetración que en Occidente existe entre padres e hijos: a veces, a un niño le basta una mirada de la madre o del padre para comprender. Pero, en general, los norteamericanos no se sirven de la comunicación tácita y los japoneses, sí. Es como si todos los japoneses fueran miembros de una misma familia y pudieran entenderse sin hablar. Para un japonés, los silencios tienen significado.
—No es nada místico ni prodigioso —prosiguió Connor—. La mayor parte de las veces, se debe a que los japoneses están tan coartados por reglas y convencionalismos que acaban por no ser capaces de hablar. Por cortesía, para quedar bien, la otra persona está obligada a interpretar la situación, el contexto y el sutil lenguaje del gesto y la emoción contenida. Porque la primera persona es incapaz de usar las palabras. Hablar sería poco delicado y hay que transmitir el mensaje por otros medios.
—¿Y así pasó la mañana? ¿Callando?
Connor movió la cabeza negativamente. Él sabía que había mantenido buena comunicación con los golfistas japoneses, por lo que sus silencios no le inquietaban.
—Dado que les pedía que hablaran de otros japoneses, es decir, de miembros de su familia, tenía que formular mis preguntas con sumo cuidado. Como si a usted le preguntara si su hermana estaba en la cárcel o tocara un asunto que le resultara doloroso o embarazoso. Yo estaría atento a cuánto tardaba usted en contestar, las pausas que hacía entre frase y frase, su tono de voz… todo tipo de cosas, además de las palabras en sí, ¿comprende?
—Comprendo.
—Quiere decir que captas el sentido por intuición.
—¿Y qué intuyó usted?
—Ellos me decían: «Tenemos en consideración que, en el pasado, usted nos ha prestado servicios. Nosotros, ahora, deseamos ayudarle. Pero este asesinato es un asunto de japoneses y no podemos decirle todo lo que nos gustaría decirle. De nuestro silencio, usted puede sacar conclusiones útiles acerca de la cuestión de fondo». Eso me decían.
—¿Y cuál es la cuestión de fondo?
—Verá, mencionaron varias veces a la «MicroCon».
—¿La empresa de tecnología punta?
—Sí; la que ahora se vende. Al parecer, se trata de una pequeña empresa de Silicon Valley de maquinaria para informática muy especializada. Y la venta plantea problemas de índole política. Se refirieron varias veces a esos problemas.
—¿Entonces este asesinato tiene que ver con la «Micro-Con»?
—Creo que sí. —Se volvió hacia mí—. A propósito, ¿qué averiguó acerca de las cintas en la U.S.C.?
—En primer lugar, que son copias.
—Me lo figuraba. —Connor asintió.
—¿Se lo figuraba?
—Ishigura nunca nos hubiera dado los originales. Los japoneses piensan que todo el que no es japonés es un bárbaro. Así lo creen, literalmente:
bárbaro
. Un bárbaro estúpido, grosero y asqueroso. Lo asumen con mucha cortesía, porque comprenden que uno no tiene la culpa de padecer la desgracia de no haber nacido japonés. Pero, de todos modos, lo piensan.