Yo asentí. Lo mismo, poco más o menos, había dicho Sanders.
—Por otra parte —prosiguió Connor—, los japoneses son eficaces pero no audaces. Son minuciosos y concienzudos. Por lo tanto, no nos dan los originales porque no quieren correr riesgos. Bien. ¿Qué más descubrió acerca de las cintas?
—¿Qué le hace pensar que hay algo más?
—Cuando miró usted las cintas, seguro que observaría un detalle importante que…
Entonces nos interrumpió el timbre del teléfono.
—Capitán Connor —dijo una voz jovial por el altavoz—. Aquí Jerry Orr, del Sunset Hills Country Club. Se dejó usted los papeles.
—¿Los papeles?
—La solicitud de ingreso —dijo Orr—. Tiene usted que rellenarla, capitán. Desde luego, es puro trámite. Le aseguro que no habrá dificultades, con esos avalistas.
—Esos avalistas —dijo Connor.
—Sí, señor —repuso Orr—. Y enhorabuena. Como ya sabrá, hoy en día es casi imposible conseguir una plaza de socio de Sunset. Pero la empresa de Mr. Hanada había adquirido una plaza hace tiempo y han decidido ponerla a su nombre.
Desde luego, es todo un detalle de sus amigos.
—Sí que lo es —dijo Connor frunciendo el entrecejo.
Yo le miraba.
—Ellos saben lo mucho que le gusta jugar al golf aquí —dijo Orr—. Usted ya conoce las condiciones, desde luego. Manada adquiere el título de socio para cinco años y, transcurrido este plazo, será transferido a nombre de usted. De manera que, si desea darse de baja, podrá venderlo. Dígame, ¿pasará a recoger los papeles o quiere que se los enviemos a su casa?
—Mr. Orr —dijo Connor—, haga el favor de expresar a Mr. Hanada mi más cordial y sincero agradecimiento por su gran generosidad. Realmente, no sé qué decir. Pero permítame usted que le llame después.
—Conforme. Sólo díganos a dónde tenemos que enviárselos.
—Ya le llamaré —dijo Connor.
Oprimió el pulsador para terminar la conversación y se quedó mirando al frente, cejijunto. Hubo un largo silencio.
—¿Cuánto puede costar hacerse socio de ese club? —pregunté.
—Setecientos cincuenta. Quizás un millón.
—Es un buen regalo el que le hacen sus amigos. —Estaba pensando otra vez en Graham y en sus constantes insinuaciones de que los japoneses tenían a Connor en el bolsillo. Parecía estar bastante claro.
—No lo entiendo. —Connor movía la cabeza.
—¿Qué es lo que hay que entender? Canastos, capitán, yo diría que está bien claro.
—No; no lo entiendo —repitió.
Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era para mí.
—¿Teniente Smith? Aquí Louise Gerber.
Me alegro
de haber podido localizarlo.
El nombre no me sonaba.
—¿Sí?
—Puesto que mañana es sábado, pensé que quizá tendría tiempo para visitar una casa.
Entonces recordé quién era. Hacía un mes, había visitado varias casas con un corredor de fincas. Michelle estaba creciendo y quería sacarla del apartamento. Llevarla a una casa con jardín. La visita fue bastante decepcionante. A pesar de la crisis inmobiliaria, las casas más pequeñas costaban entre cuatrocientos y quinientos mil. Con mi salario, no podía ni pensar en ello.
—Se ha presentado una oportunidad muy especial que me ha hecho pensar en usted y su hijita. Es una casa pequeña, en Palms. La casa es muy pequeña, pero hace esquina y tiene un jardín muy bonito atrás. Flores y césped. El precio es trescientos, pero pensé en usted porque el vendedor está dispuesto a dar facilidades. Creo que podría conseguirla por una entrada muy pequeña. ¿Quiere verla?
—¿Quién es el vendedor?
—Pues en realidad, no lo sé. Es un caso muy especial. La casa es propiedad de una anciana que se ha ido a vivir a una residencia y su hijo, que vive en Topeka, quiere venderla; pero, en lugar de hacer la venta al contado, prefiere recibir ingresos parciales. La finca todavía no ha sido puesta en el mercado, pero me consta que el vendedor está decidido. Si pudiera ir mañana, quizá consiguiera una opción. Y el jardín es muy bonito. Ya me parece ver allí a su hija.
Ahora era Connor el que me miraba a mí.
—Miss Gerber —dije—, me gustaría tener más datos. Quién es el vendedor, etcétera.
—Creí que le entusiasmaría la oferta. Oportunidades como ésta no abundan. ¿No quiere ver la casa?
Connor me miraba moviendo la cabeza afirmativamente y musitando «sí».
—Luego la llamo, ¿de acuerdo?
—Está bien, teniente. —Parecía defraudada—. Por favor, dígame algo.
—Descuide.
Colgué.
—¿Qué puñetas pasa? —pregunté. Porque era innegable: acababan de ofrecernos un montón de dinero a los dos. Un
montón
de dinero.
Connor movía la cabeza.
—No lo sé.
—¿Tendrá algo que ver con la «MicroCon»?
—No lo sé. Creí que la «MicroCon» era una empresa pequeña. Esto no tiene sentido. —Parecía muy intranquilo—. ¿Qué es
exactamente
la «MicroCon»?
—Me parece que sé a quién preguntárselo.
—¿La «MicroCon»? —preguntó Ron Levine, mientras encendía un gran cigarro—. Claro que puedo hablarte de la «MicroCon». Es una fea historia.
Estábamos en la redacción de la «American Financial Network», una cadena de televisión de noticias por cable situada cerca del aeropuerto. Por la ventana del despacho de Ron se veían las blancas antenas parabólicas instaladas en el tejado del garaje contiguo. Ron daba chupadas al cigarro y nos sonreía ampliamente. Antes de dedicarse a la televisión, había sido reportero de la sección de finanzas del
Times
. La «AFN» era una de las pocas cadenas de televisión en las que la gente que salía en pantalla no tenía guión, por lo que había de saber lo que se decía, y Ron lo sabía.
—«MicroCon» fue fundada hace cinco años por un consorcio de fabricantes de ordenadores norteamericanos —dijo—. La finalidad de la Compañía era el desarrollo de una nueva generación de máquinas de litografía por rayos X para chips de ordenador. Cuando la «MicroCon» empezó a trabajar, en Norteamérica no había fabricantes de máquinas de litografía porque en los años ochenta habían sido barridos por la fuerte competencia de los japoneses. La «MicroCon» desarrolló nueva tecnología y desde entonces ha venido fabricando máquinas para empresas norteamericanas. ¿Comprendido?
—Comprendido —dije.
—Hace dos años, la «MicroCon» fue vendida a la «Darley-Higgins», una empresa de gestión de Georgia. Las otras compañías de la «Darley» hacían aguas por lo que se decidió vender la «MicroCon» a fin de allegar fondos. El comprador que encontraron fue «Akai Ceramics», una empresa de «Osaka» que ya fabricaba máquinas de litografía en el Japón. La «Akai» tenía mucha liquidez y estaba dispuesta a comprar la compañía norteamericana por un precio alto. Y entonces el Congreso se opuso a la venta.
—¿Por qué?
—El declive de la industria norteamericana empieza a preocupar incluso al Congreso. Ya son demasiadas las industrias básicas que nos ha adquirido el Japón: en los sesenta, siderúrgicas y construcción naval; en los setenta, televisión e informática; en los ochenta, máquinas herramientas. Un buen día alguien se despierta y se da cuenta de que estas industrias son vitales para la defensa del país. Hemos perdido la capacidad de fabricar piezas que son esenciales para nuestra seguridad nacional. Dependemos por completo de los suministros del Japón. Así que el Congreso empieza a preocuparse. De todos modos, tengo entendido que la operación sigue adelante. ¿Por qué? ¿Tienen ustedes algo que ver con la venta?
—En cierto modo —dijo Connor.
—Afortunados mortales —dijo Ron dando chupadas al cigarro—. Intervenir en una venta de los japoneses es como encontrar petróleo. Todo el mundo se hace rico. Imagino que a ustedes les caerán bonitos regalos.
—Muy bonitos —dijo Connor moviendo afirmativamente la cabeza.
—Seguro. Se ocuparán bien de ustedes. Les comprarán una casa, un coche, les conseguirán una financiación barata o algo por el estilo.
—¿Por qué habían de hacer eso? —pregunté.
—¿Por qué comen
sushi
? Es su manera de hacer negocios.
—Pero ¿no es «MicroCon» una operación pequeña?
—Sí, más bien pequeña. La compañía vale unos cien millones. «Akai» la compra por ciento cincuenta. Además, probablemente, tengan previstos otros veinte millones para incentivos a los actuales mandos de la empresa, quizá diez millones para gastos legales, diez para honorarios de asesores, distribuidos por Washington y diez millones para regalos varios para personas como ustedes. Pongamos doscientos millones en total.
—¿Doscientos millones por una compañía que vale cien? —pregunté—. ¿Por qué pagan más de lo que vale?
—Nada de eso —dijo Ron—. Ellos lo consideran una ganga.
—¿Por qué?
—Porque si tienes las máquinas para fabricar una cosa, como chips para ordenador, también son tuyas las industrias que dependen de lo que fabrican esas máquinas. La «MicroCon» les dará el control de la industria norteamericana de la informática. Y, como de costumbre, nosotros no hacemos nada para impedirlo. Así perdimos nuestra industria de la televisión y nuestra industria de máquinas-herramientas.
—¿Qué pasó con la industria de la televisión? —pregunté.
Él miró su reloj.
—Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era el primer fabricante de televisores del mundo. Veintisiete compañías norteamericanas, como «Zenith», «RCA», «GE» y «Emerson» tenían una sólida ventaja tecnológica respecto a los fabricantes extranjeros. Las compañías norteamericanas vendían en todo el mundo, salvo en el Japón. No podían penetrar en el cerrado mercado japonés. Se les dijo que, si querían vender en el Japón, tenían que conceder licencias de fabricación a compañías japonesas. Y así lo hicieron, de mala gana y bajo presión del Gobierno que quería mantener al Japón como aliado frente a la Unión Soviética. ¿Comprendido?
—Comprendido.
—Ahora bien, conceder licencias es mala idea. Significa que el Japón consigue nuestra tecnología para su propio uso y que nosotros perdemos el mercado japonés. Muy pronto, el Japón empieza a fabricar televisores baratos en blanco y negro y a exportarlos a Norteamérica, mientras nosotros seguimos sin poder exportar al Japón, ¿comprenden? En mil novecientos setenta y dos, el setenta por ciento de los televisores que se venden en Estados Unidos son de importación. En mil novecientos setenta y seis, son de importación todos. Hemos perdido el mercado de los televisores en blanco y negro. Los obreros norteamericanos ya no fabrican esos aparatos. Son empleos que hemos perdido.
»Decimos que eso no importa: nuestras empresas han pasado a fabricar televisores en color. Pero el Gobierno japonés inicia un programa intensivo para el desarrollo de la industria de la televisión en color. Y, una vez más, Japón consigue licencias de la tecnología norteamericana, las perfecciona en sus mercados protegidos y nos inunda con sus exportaciones. Y, una vez más, las importaciones desplazan a las empresas norteamericanas. Exactamente la misma historia. En mil novecientos ochenta, sólo tres compañías norteamericanas fabrican televisores en color. En mil novecientos ochenta y siete, sólo una: «Zenith».
—Pero los televisores japoneses eran mejores y más baratos —dije.
—Mejores, quizá —dijo Ron—. Pero sólo eran más baratos porque se vendían a precios inferiores a los costes de fabricación, para barrer a los competidores norteamericanos. Eso se llama
dumping
. Es una práctica ilegal tanto según el Derecho norteamericano como según el Derecho internacional.
—Entonces, ¿por qué no lo impedimos?
—Buena pregunta. Particularmente por cuanto que el
dumping
no era sino una de tantas técnicas japonesas ilegales de comercialización. También fijaban los precios: tenían lo que ellos llamaban el Grupo del Décimo Día. Cada diez días, los empresarios japoneses se reunían en un hotel de Tokyo para fijar los precios para Estados Unidos. Nosotros protestábamos, pero las reuniones continuaron. También promovían la distribución de sus productos con métodos de competencia desleal. Al parecer, los japoneses pagaban millones en primas a distribuidores como «Sears». Perpetraban fraudes aduaneros masivos. Y destruyeron a la industria norteamericana, que no podía competir.
»Sí, nuestras empresas protestaban y demandaban; se formularon docenas de denuncias contra compañías japonesas por
dumping
, fraude y monopolio ante los tribunales federales. Generalmente, los casos de
dumping
se resuelven antes de un año. Pero nuestro Gobierno no hacía nada por ayudar… y los japoneses son maestros en el arte de la dilación. Pagaban millones a los traficantes de influencias norteamericanos para que les buscaran recomendaciones. Cuando se veía la causa, al cabo de doce años, ya había terminado la batalla en el mercado. Y, naturalmente, durante este tiempo las empresas norteamericanas no podían desquitarse en el Japón. No les permitían ni meter el pie por una rendija de la puerta.
—¿Quiere decir que los japoneses se hicieron con la industria de la televisión por medios ilegales?
—No hubieran podido conseguirlo sin nuestra ayuda —dijo Ron encogiéndose de hombros—. Nuestro Gobierno le bailaba el agua al Japón que les parecía un país pequeñito que empezaba a despegar. Y no daba la impresión de que la industria norteamericana necesitara ayuda gubernamental. Aquí siempre ha habido una cierta prevención contra todo lo que sea negocio. Pero nuestro Gobierno no parecía darse cuenta de que aquí no es exactamente lo mismo. Cuando «Sony» lanza el «Walkman», no decimos: «Bonito producto. Ahora ustedes tienen que conceder licencia de fabricación a la “GE” y venderlo a través de una compañía norteamericana». Si buscan distribución, no les decimos: «Lo sentimos, pero las tiendas norteamericanas tienen convenios con los fabricantes norteamericanos. Tendrán que distribuir a través de una empresa norteamericana». Si buscan patentes, no decimos: «Se tarda ocho años en conceder una patente y, durante este tiempo, su solicitud estará disponible públicamente, a fin de que nuestras compañías puedan leer lo que ustedes han inventado y copiarlo gratis, de manera que cuando les demos la patente, ellas ya dispondrán de su propia versión de su tecnología».
»Nosotros no hacemos ninguna de estas cosas. El Japón las hace todas. Sus mercados están cerrados. Los nuestros, abiertos de par en par. No es un campo de juego en el que las fuerzas estén equilibradas; es una calle de una sola dirección.