Sol naciente (22 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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—¿Y qué hacen entonces los americanos?

—Se quedan a trabajar para los japoneses. No existe la menor dificultad. Los japoneses necesitan que les enseñen a llevar un rancho. Y a toda la gente del rancho se le aumenta el sueldo. Los japoneses son muy considerados con los sentimientos de los norteamericanos. Son gente muy sensible.

—Eso ya lo sé —dijo el otro hombre—. Pero no me gusta. El plan no me gusta nada.

—Está bien, Ted. ¿Y qué quieres hacer? ¿Escribir a tu diputado? Si todos trabajan para los japoneses. ¡Qué carajo, si los japoneses explotan esos ranchos con subsidios del Gobierno norteamericano! —El primer hombre retorcía una cadena de oro que llevaba en la muñeca. Se acercó al otro—. Mira, Ted, no nos pongamos tan morales. Porque no puedo permitírmelo. Ni tú tampoco. Estamos hablando de una comisión del cuatro por ciento sobre una operación de setecientos millones, pagaderos en cinco años. Vamos a no perderlo de vista, ¿quieres? Tú personalmente te llevarás dos millones cuatrocientos mil sólo el primer año. Y son cinco años, ¿recuerdas?

—Ya lo sé, pero me preocupa.

—Mira, Ted, yo pienso que cuando cerremos la operación se habrán terminado tus preocupaciones. Pero tenemos que atender un par de detalles… —En esto parecieron darse cuenta de que yo escuchaba. Se levantaron y se apartaron de mí. Yo oí al primer hombre decir algo acerca de «garantías de que el Estado de Montana apoya y autoriza…», mientras el otro asentía lentamente. El primero le dio un golpecito en el hombro, para animarlo.

—¿Teniente Smith?

Al lado de mi butaca había una mujer.

—¿Sí?

—Soy Kriste, la ayudante del doctor Donaldson. Nos ha llamado Kevin del JPL para anunciarnos su visita. ¿Es algo relacionado con unas cintas?

—Sí. Necesito sacar una copia.

—Siento no haber estado aquí cuando llamó Kevin. Tomó el recado una de las secretarias que no estaba al corriente de la situación.

—¿Existe algún inconveniente?

—Desgraciadamente, el doctor Donaldson no está. Tiene que dar una conferencia esta mañana.

—Ya.

—Y, no estando él en el laboratorio, nos resulta muy difícil…

—Sólo se trata de copiar unas cintas. Quizá pueda ayudarme otra persona.

—Normalmente, sí; pero hoy no es posible.

La muralla japonesa. De cortesía, pero muralla. Suspiré. Probablemente, había sido un iluso al pensar que un instituto de investigación japonés me ayudaría. Incluso en algo tan sencillo como copiar unas cintas.

—Comprendo.

—Es que esta mañana no queda nadie en el laboratorio. Todos estuvieron trabajando por la noche en una cosa urgente y supongo que se quedarían hasta las tantas. Por eso la gente llega hoy tan tarde. Y eso es lo que la muchacha que tomó el recado no sabía. La gente llega tarde. De modo que no sabría qué decirle.

Hice un último intento.

—Como usted sabe, trabajo para el jefe de Policía. Éste es el segundo sitio en el que pruebo esta mañana. Y él me presiona para que consiga el duplicado lo antes posible.

—Me gustaría ayudarle. Sé que al doctor Donaldson le encantaría. Ya hemos hecho trabajos especiales para la Policía antes. Y estoy segura de que podemos sacar duplicados de cualquier material que usted tenga. Quizá más tarde. O si quiere dejarlo…

—Lo siento, pero no puedo dejárselo.

—Desde luego. Es natural. Comprendo. En fin, lo siento mucho, teniente. Quizá si vuelve más tarde… —Se encogió de hombros ligeramente.

—Probablemente no pueda volver. Mala suerte que todo el mundo haya tenido que trabajar esta noche.

—Sí, es algo excepcional.

—¿Qué pasó? ¿Algún problema de investigación?

—En realidad, no lo sé. Nuestro laboratorio es tan versátil que a veces nos piden cosas realmente fuera de lo normal. Un anuncio de televisión que precisa un efecto especial o cosas por el estilo. Nosotros intervinimos en el vídeo de Michael Jackson para «Sony». A veces, se trata de restaurar cinta destruida. Ya sabe, reconstruir la señal. Pero no sé qué fue lo de anoche. Sólo sé que debió de dar mucho trabajo. Hubo que trabajar en una veintena de cintas. Y con mucha urgencia. Tengo entendido que no terminaron hasta después de medianoche.

No es posible
, pensé.

Traté de imaginar qué haría Connor, cómo manejaría él la situación. Decidí que merecía la pena dar un palo de ciego.

—Desde luego, la «Nakamoto» estará muy agradecida por su trabajo.

—Oh, sí. Porque quedó muy bien. Estaban muy contentos.

—Dijo usted que Mr. Donaldson daba una conferencia…

—El
doctor
Donaldson, sí.

—¿Dónde es?

—En un seminario de formación de mandos en el hotel «Bonaventure». Técnicas de dirección en la investigación. Debe de estar muy cansado esta mañana; pero es muy buen orador.

—Gracias. —Le di la tarjeta—. Ha sido usted muy amable. Si se le ocurre algo, o puedo serle útil en algo, llámeme.

—Está bien. —Miró la tarjeta—. Gracias.

Di media vuelta para marcharme. Cuando yo salía, bajó en el ascensor un muchacho norteamericano de veintitantos años, con un traje de «Armani» y el aire presumido de un «master» en Administración de Empresas que lee revistas de moda. Se acercó a los dos hombres y dijo:

—Mr. Nakagawa les espera.

Los hombres se levantaron de un salto, recogieron sus relucientes fotografías y folletos y siguieron al muchacho que se dirigía al ascensor con paso tranquilo y mesurado. Yo salí al smog.

En el letrero del vestíbulo se leía: TRABAJO CONJUNTO: ESTILOS DE DIRECCIÓN JAPONÉS Y NORTEAMERICANO. Dentro de la sala de conferencias, se celebraba uno de esos crepusculares seminarios de técnicas empresariales en los que hombres y mujeres sentados a largas mesas cubiertas de tapete gris toman apuntes en la semipenumbra mientras el conferenciante habla en el podio con voz monótona.

Yo me había quedado de pie delante de una mesa en la que se veían las tarjetas de identificación de los rezagados. Una mujer con gafas se me acercó y me preguntó:

—¿Está inscrito? ¿Le han dado la carpeta?

Me volví ligeramente y le mostré la placa.

—Deseo hablar con el doctor Donaldson.

—Es nuestro siguiente orador. Tiene que hablar dentro de siete u ocho minutos. ¿No podría ayudarle otra persona?

—Sólo será un momento.

Ella vacilaba.

—Es que queda tan poco tiempo…

—Entonces vale más que se dé usted prisa.

Me miró como si la hubiera abofeteado. No sé qué esperaría. Yo era oficial de Policía y preguntaba por una persona. ¿Imaginaba que me conformaría con un sustituto? El joven maniquí del traje de «Armani» me había puesto de mal humor. Con qué suficiencia precedía a los dos corredores de fincas. ¿Por qué se creía tan importante aquel mozo? Por muy «master» en Administración de Empresas que fuera, hacía de conserje de su jefe japonés.

Seguí con la mirada a la mujer que andaba alrededor de la sala de conferencias, en dirección a un estrado en el que había cuatro hombres esperando turno para hablar. El auditorio seguía tomando apuntes mientras el hombre de pelo pajizo que hablaba desde el podio decía:

—… En la empresa japonesa hay sitio para los extranjeros. No en la cúspide, desde luego, tal vez ni siquiera en los cuadros superiores. Pero hay sitio. Deben ustedes considerar que el lugar que como extranjeros ocupan en una empresa japonesa es importante, que son ustedes respetados y que tienen su labor. Por ser extranjeros,
quizá
tengan que vencer ciertos obstáculos, pero pueden hacerlo. Y, si recuerdan que en todo momento deben saber
cuál es su sitio
, triunfarán.

Yo miraba a los asistentes, con americana y corbata, escribiendo con la cabeza inclinada. Me hubiera gustado saber qué escribían. ¿Saber cuál es su sitio? El orador prosiguió:

—Muchas veces, oirán decir a un directivo: «Yo no tenía sitio en una empresa japonesa, y tuve que marcharme». O a alguien que comenta: «No me escuchaban, no tenía posibilidad de poner en práctica mis ideas, no podía prosperar». Estas personas no comprendieron el papel de un extranjero en la sociedad japonesa. No consiguieron encajar y por eso tuvieron que marcharse. Pero es problema de
ellos
. Los japoneses están perfectamente dispuestos a aceptar a los norteamericanos o a otros extranjeros en sus empresas. Es más, están deseosos de tenerlos. Y ustedes serán aceptados: siempre que recuerden cuál es su sitio.

Una mujer levantó la mano y preguntó:

—¿Qué hay de los prejuicios contra las mujeres en las empresas japonesas?

—No hay prejuicios contra las mujeres —dijo el orador.

—He oído decir que las mujeres no ascienden.

—No es verdad.

—Entonces, ¿por qué hay tantas demandas judiciales? El «Sumitomo Bank» acaba de perder una fuerte demanda por discriminación. He leído que una tercera parte de las empresas japonesas han sido demandadas por sus empleadas norteamericanas. ¿Qué puede decir sobre ello?

—Que es perfectamente comprensible —dijo el orador—. Es fácil que la empresa que empieza a trabajar en un país extranjero cometa errores mientras se amolda a los hábitos y patrones locales. Cuando las empresas norteamericanas empezaron a introducirse en Europa, en los años cincuenta y sesenta, se encontraron con dificultades y también entonces hubo demandas. Por lo tanto, no es de extrañar que las empresas japonesas que se establecen en América tengan que pasar un período de adaptación. Hay que tener paciencia.

Un hombre dijo riendo:

—¿Existe algún momento en el que
no haya
que tener paciencia con el Japón? —Pero parecía más pesaroso que enfadado.

Los otros seguían tomando notas.

—¿Oficial? Soy Jim Donaldson. ¿De qué se trata?

Me volví. El doctor Donaldson era un hombre alto, delgado, con gafas y un aire meticuloso, casi remilgado. Vestía al estilo del clásico profesor: americana sport de
tweed
y corbata roja, pero del bolsillo de la camisa le asomaba la hilera de bolígrafos típica del cateto. Supuse que era ingeniero.

—Sólo un par de preguntas acerca de las cintas de la «Nakamoto».

—¿Las cintas de la «Nakamoto»?

—Las que llevaron anoche a su laboratorio.

—¿A mi laboratorio? Mr… ah…

—Smith, teniente Smith. —Le di mi tarjeta.

—Teniente, lo siento, pero no sé de qué me habla. ¿Cintas en mi laboratorio, anoche?

—Kristen, su secretaria, me dijo que todo el laboratorio estuvo trabajando con unas cintas.

—Sí, es cierto. La mayoría de mi personal.

—Y que las cintas procedían de la «Nakamoto».

—¿De la
«Nakamoto»?
—Movió negativamente la cabeza—. ¿Quién se lo ha dicho?

—Ella.

—Le aseguro, teniente, que las cintas no eran de la «Nakamoto».

—Tengo entendido que había veinte cintas.

—Sí; por lo menos, veinte. No estoy seguro del número exacto. Pero eran de la «McCann-Erickson». Una campaña publicitaria para la cerveza «Asahi». Tuvimos que cambiar el logo de todos los anuncios. Ahora que «Asahi» es la cerveza número uno de Norteamérica.

—Pero la «Nakamoto»…

—Teniente —me atajó con impaciencia, mirando al podio—, voy a explicarle una cosa. Yo trabajo para los laboratorios de investigación «Hamaguri». «Hamaguri» forma parte de las «Industrias Kaikatsu». Competidoras de la «Nakamoto». La competencia entre las empresas japonesas es muy intensa. Muy
intensa
. Le doy mi palabra de que anoche mi laboratorio no trabajó en cintas de la «Nakamoto». Esto no puede suceder bajo ningún concepto. Si mi secretaria se lo dijo, mi secretaria está equivocada. Es algo que queda completamente fuera de toda posibilidad. Perdone, pero tengo que dar una conferencia. ¿Algo más?

—No —dije—. Gracias.

Sonaron débiles aplausos cuando el orador que estaba en el podio acabó de hablar. Yo di media vuelta y me marché.

Cuando me alejaba del Bonaventure en mi coche, llamó Connor desde el campo de golf. Parecía molesto.

—Recibí su recado. He tenido que interrumpir el partido. Más le valdrá que sea algo importante.

Le dije que el senador Morlón nos esperaba a la una.

—Está bien. Recójame aquí a las diez y media. ¿Algo más?

Le conté mi visita al JLP y a la «Hamaguri» y mi conversación con Donaldson.

—Ha sido perder el tiempo.

—¿Por qué?

—Porque la Hamaguri está financiada por la «Kaikatsu» que es competidora de la «Nakamoto». Imposible que se avinieran a ayudar a la «Nakamoto».

—Es lo que me dijo Donaldson.

—¿A dónde va ahora?

—A los laboratorios de vídeo de la U.S.C.
[2]
Aún intento que alguien me saque copias de las cintas.

Connor hizo una pausa.

—¿Algo más que yo deba saber?

—No.

—Bien. Hasta las diez y media.

—¿Por qué tan temprano?

—Diez y media —repitió, y colgó.

Apenas colgué, volvió a sonar el teléfono.

—Oye, ¿no habíamos quedado en que me llamarías? —Era Ken Shubik desde el
Times
. Parecía irritado.

—Lo siento. Me han entretenido. ¿Podemos hablar ahora?

—Desde luego.

—¿Tienes información para mí?

—Escucha. —Hizo una pausa—. ¿Estás por aquí cerca?

—A unas cinco calles.

—Entonces ven a tomar un café.

—¿No podrías decírmelo por teléfono?

—Es que…

—Vamos, Ken. A ti te gusta hablar por teléfono. —Shubik, al igual que los demás reporteros del
Times
, se pasaba el día sentado delante del ordenador, con los auriculares puestos y hablando por teléfono. Era su forma preferida de hacer las cosas. Tenía siempre todo el material ante sí y era
capaz
de teclear sus notas en el ordenador mientras hablaba por teléfono. Cuando yo era encargado de Prensa, tenía el despacho en la jefatura de Parker Center, a dos calles del edificio «Times». Y no obstante, un reportero como Ken prefería hablar conmigo por teléfono antes que en persona.

—Vente por aquí, Pete.

No podía estar más claro.

Ken no quería hablar por teléfono.

—De acuerdo —dije—. Hasta dentro de diez minutos.

El
Los Ángeles Times
es el periódico más próspero de Norteamérica. La Redacción ocupa toda una planta del edificio «Times», por lo que tiene la superficie de todo un bloque. El espacio ha sido subdividido con habilidad, de manera que nunca se te aparece en toda su extensión ni ves de golpe a los cientos de personas que allí trabajan. De todos modos, te da la impresión de que pasas días y días caminando por entre reporteros sentados en despachos modulares, con pantallas incandescentes, teléfonos con lucecitas que parpadean y los retratos de los niños clavados en la pared.

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