Sol naciente (36 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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Pero de aquello hacia casi dos años. Yo había cambiado de forma de vida, de actividad, de horario. Ahora era
mi hija.
Y la idea de verme obligado a renunciar a ella me producía el mismo efecto que si alguien me retorciera un cuchillo en el estómago.

Dadas las circunstancias, ¿no le parece…?

En el monitor vi a Cheryl Austin esperar en la oscuridad la llegada de su amante. La vi mirar en derredor.

El juez se equivocó…

No; yo no creía que el juez se hubiera equivocado. Lauren no podía encargarse de la niña; nunca supo cuidarla. La mitad de los fines de semana no aparecía. Estaba tan ocupada que no tenía tiempo ni de ver a su hija. Una vez, al regreso del fin de semana, la niña lloraba. Lauren dijo: «No sé qué hacer con ella». Yo me di cuenta de que la pequeña tenía el pañal húmedo y una dolorosa irritación. A Michelle se le irrita la piel con mucha facilidad si no se le cambia el pañal en seguida.

Durante el fin de semana, Lauren no le había cambiado los pañales con la frecuencia necesaria. Yo la cambié. La niña tenía rayitas de caca en la vagina. Ni siquiera había limpiado bien a su hija.

¿No le parece que el juez se equivocó…?

No.

Dadas las circunstancias, ¿no le parece…?

—Mierda —dije.

Theresa oprimió una tecla y detuvo las cintas. La imagen se congeló en todos los monitores.

—¿Qué hay? —dijo—. ¿Qué ha visto? —Me miraba fijamente.

—Lo siento. Pensaba en otra cosa.

—Pues no piense.

Volvió a poner en marcha la cinta.

En los cinco monitores, el hombre abrazó a Cheryl Austin. Las imágenes de las cinco cámaras se conjugaban de un modo inquietante. Era extraño poder contemplar un mismo acto desde distintas perspectivas: frontal, posterior, superior y laterales. Era como un plano arquitectónico en movimiento.

Y las imágenes producían horror.

Mis dos monitores mostraban imágenes tomadas desde el fondo y desde la vertical. En una de las pantallas, Cheryl y su amante aparecían muy pequeños y, en la otra, sólo podía verles la parte superior de la cabeza. Pero miraba atentamente.

A mi lado, Theresa Akasuma respiraba despacio y con regularidad. El aire entraba, el aire salía… La miré.

—Esté atento.

Me volví otra vez hacia las pantallas.

Los amantes se abrazaban apasionadamente. El hombre apretó a Cheryl contra una mesa. Cuando ella se echó atrás, la cámara situada en la vertical le captó la cara. A su lado, encima de la mesa, cayó un portarretratos.

—Ahí —dije.

Theresa detuvo la cinta.

—¿Qué?

—Ahí. —Señalé el portarretratos, que había quedado con el cristal hacia arriba. Reflejada en él se veía la silueta de la cabeza del hombre que se inclinaba sobre Cheryl. Era sólo una sombra.

—¿Puede sacar una imagen de eso? —pregunté.

—No lo sé. Probaremos.

Su mano se movió rápidamente sobre las teclas, pulsando con suavidad.

—La imagen de vídeo es digital —dijo—. Ya está en el ordenador. Veremos lo que podemos hacer con ella. —La imagen del portarretratos empezó a incrementarse escalonadamente. La cara inmóvil y ampliada de Cheryl, con la cabeza echada atrás en un instante de pasión, y luego el hombro, desaparecieron de la pantalla, ocupada ahora por el portarretratos.

Con la ampliación, la imagen se hacía granular. Empezó a descomponerse en puntos, como cuando uno se acerca excesivamente a los ojos una foto de periódico. Luego, los puntos empezaron a crecer y a separarse y se convirtieron en pequeños bloques grises. Yo ya no hubiera podido decir qué estaba mirando.

—¿Va a salir algo de ahí?

—Lo dudo. Pero esto es el marco del portarretratos y esto es la cara.

Me alegré de que ella lo distinguiera; yo no podía.

—A ver si conseguimos definir un poco.

Oprimió varios pulsadores. En la pantalla se sucedieron varios menús y reapareció la imagen, más tenue y más granulosa. Pero ahora yo podía ver el marco. Y la silueta de la cabeza.

—Defina otra vez.

Así lo hizo.

—Muy bien. Ahora ajustemos la escala de grises…

En el cristal del portarretratos empezó a emerger una cara de la oscuridad.

Era escalofriante.

Con tanta ampliación, el grano estaba muy marcado, cada pupila era un único punto negro, y no se apreciaba quién era. El hombre tenía los ojos abiertos y la boca torcida, deformada en una mueca de pasión, o de excitación, o de odio. Imposible precisar.

Imposible estar seguros, desde luego.

—¿Es una cara japonesa?

Ella agitó la cabeza.

—No hay suficiente detalle en el original.

—¿No puede sacar nada más?

—Después elaboraré sobre ello. Pero creo que no es posible definir más. Sigamos.

Las imágenes recobraron el movimiento. De pronto, Cheryl apartó al hombre de un empujón. En su cara había una expresión de furor. Después de ver la cara del hombre reflejada en el portarretratos, me pregunté si a la muchacha le habría entrado miedo. Imposible adivinarlo.

La pareja estaba de pie en la sala desierta. Parecían estar tratando de decidir a dónde ir. Ella miró en derredor. Él asintió. Ella señaló la sala de juntas. Él pareció acceder.

Se besaron, otra vez abrazados. Sus movimientos al unirse y separarse y volverse a unir tenían la coordinación nacida de la costumbre.

Theresa también lo advirtió.

—Ella le conoce bien.

—Yo diría que sí.

Sin interrumpir el beso, la pareja, con movimientos forzados, se dirigió hacia la sala de juntas. A partir de este momento, mis monitores dejaron de tener utilidad. La cámara del fondo captaba toda la sala y a la pareja que la cruzaba de derecha a izquierda, andando de lado. Pero las figuras eran muy pequeñas y difíciles de distinguir. Sorteaban las mesas, camino de…

—Espere —dije—. ¿Qué es eso?

Ella retrocedió, fotograma a fotograma.

—Ahí —dije, señalando la imagen—. ¿Lo ve? ¿Qué es eso?

Al seguir a la pareja por la sala, la cámara enfocó un momento un cuadro con cristal que contenía una lámina de caligrafía japonesa. En el cristal se reflejó fugazmente una luz. Eso era lo que me había llamado la atención.

Un destello de luz.

—No es un reflejo de la pareja —dijo Theresa frunciendo el entrecejo.

—No.

—Veamos.

Empezó otra vez a ampliar. La lámina se acercaba a saltos, cada vez más borrosa. El destello aumentó de tamaño y se dividió en dos fragmentos. Había una mancha de luz borrosa en un ángulo. Y una raya de luz vertical que dividía el cristal casi de arriba abajo.

—Vamos a moverlo —dijo.

Empezó a mover la imagen adelante y atrás, de fotograma en fotograma. Pasando de uno a otro. En uno, faltaba la raya vertical. En el siguiente, aparecía. Y en otros diez. Luego se desvanecía definitivamente. Pero la mancha borrosa del ángulo no se movía.

—Hummm.

Amplió la mancha. Con los sucesivos incrementos, la mancha se desintegró hasta formar una especie de nebulosa, como sacada de un grabado de astronomía. De todos modos, parecía tener cierta organización interna. Casi podía distinguir una forma de X. Así lo dije.

—Sí —respondió ella—. Vamos a definir. Los ordenadores procesaron los datos. La nebulosa se resolvió en unas formas que recordaban los números romanos.

—¿Qué diablos es eso? —pregunté. Ella seguía tecleando.

—Intento mayor precisión en la imagen —dijo. Los números romanos se perfilaron con más claridad.

Theresa siguió intentando conseguir mayor resolución. Unas veces, la imagen se hacía más nítida y otras, más borrosa. Pero al fin conseguimos identificarla.

—Es el reflejo de un letrero de salida —dijo—. Hay una salida al fondo de la sala, frente a los ascensores, ¿verdad?

—Sí —dije.

—Se refleja en el cristal del cuadro, nada más. —Pasó al siguiente fotograma—. Pero esta línea luminosa vertical ya es más interesante. ¿Ve? Aquí aparece y aquí ya no está. —Movió la imagen adelante y atrás varias veces.

Entonces saqué la conclusión.

—Ahí detrás hay una salida de incendios —dije—. Y una escalera. Esa raya luminosa debe de ser el reflejo de la luz de la escalera que incide en el cristal al abrirse la puerta y desaparece cuando la puerta se cierra.

—¿Quiere decir que alguien entró en la sala? ¿Alguien que venía de la escalera de atrás?

—Sí.

—Interesante. Intentaremos ver quién es.

Hizo avanzar las cintas. Con tanto aumento, las imágenes brotaban en la pantalla y estallaban como fuegos artificiales. Era como si los más pequeños componentes de la imagen tuvieran vida propia y bailaran una danza independiente de la imagen que configuraba su conjunto. Pero era agotador mirar aquello. Me froté los ojos.

—Cielos.

—Muy bien.
Ahí está.

Levanté la mirada. Ella había congelado la imagen. Yo no veía más que puntos blancos y negros irregularmente repartidos. Parecía haber una forma, pero no lo distinguía. Me recordaba las ecografías del embarazo de Lauren. El médico decía: aquí está la cabeza, aquí, el estómago… Pero yo no veía nada. Era una abstracción. Mi hija, en el claustro materno.

El médico dijo: ¿ve? Ahora mueve los dedos. ¿Ve? Le late el corazón.

Eso sí lo vi. El corazón que latía. Un corazón y unas costillas muy pequeños.

Dadas las circunstancias, teniente, ¿no le parece…?

—¿Ve? —dijo Theresa—. Eso es el hombro. Y la silueta de la cabeza. Ahora avanza, ¿no ve cómo aumenta de tamaño? Y ahora está de pie junto al pasillo del fondo, mirando desde la esquina. Es precavido. Se le ve el perfil de la nariz un momento cuando vuelve la cabeza. ¿Ha visto? Ya sé que es difícil. Mire atentamente. Ahora los mira a ellos. Los observa.

Y entonces, de pronto, lo vi. Los puntos parecieron ordenarse. Vi la silueta de un hombre en el pasillo, junto a la puerta del fondo.

Un hombre que observaba.

En el otro extremo de la sala, la pareja estaba abrazada. No advertían la presencia del recién llegado.

Pero alguien los observaba. La idea me produjo un escalofrío.

—¿Puede ver quién es?

Ella movió la cabeza negativamente.

—Imposible. Estamos en el límite. Ni siquiera puedo definir ojos, ni boca. Nada.

—Entonces sigamos adelante.

Las cintas volvieron a animarse. Me sobresaltó el brusco cambio a velocidad y movimiento normales. Seguí mirando a la pareja que cruzaba la planta sin dejar de besarse apasionadamente.

—Conque ahora alguien los observa —dijo Theresa—. Interesante. ¿Qué clase de persona era ella?

—Creo que se dice
torigaru onnai.

—¿Que tiene el pájaro ligero? ¿
Tori
qué?

—Dejémoslo. Quiero decir que era una mujer fácil.

Theresa sacudió la cabeza.

—Los hombres siempre dicen cosas de ésas. A mí me parece que está enamorada de él, pero un poco desequilibrada.

La pareja se acercaba a la sala de conferencias y, de pronto, Cheryl empezaba a retorcerse, tratando de zafarse del hombre.

—Si está enamorada, tiene una forma muy extraña de demostrárselo —dije.

—Ella ha notado algo raro.

—¿Por qué?

—No sé. Quizás ha oído algo. Al otro hombre. No sé.

Cualquiera que fuera la razón, Cheryl forcejeaba con su pareja que ahora la rodeaba por la cintura con los dos brazos y casi la arrastraba hacia la sala de juntas. Cheryl volvió a retorcerse en la puerta, mientras el hombre tiraba de ella hacia dentro.

—Ésta es una buena oportunidad —dijo Theresa.

La imagen volvió a congelarse.

Todas las paredes de la sala de juntas eran de vidrio. A través de los muros exteriores, se veían las luces de la ciudad. Pero las paredes interiores, las del lado del atrio, estaban tan oscuras que podían hacer las veces de un espejo oscuro. Como Cheryl y su pareja estaban cerca de las paredes interiores, sus imágenes se reflejaban en ellas durante la lucha.

Theresa hacía avanzar la cinta fotograma a fotograma, buscando una imagen prometedora. De vez en cuando, ampliaba, analizaba los puntos, reducía otra vez. Era difícil. La pareja se movía de prisa y la imagen se emborronaba con frecuencia. Y las luces del exterior velaban imágenes que hubieran podido ser buenas.

Era desesperante.

Era lento.

Parar. Ampliar. Recorrer la imagen en busca de un sector que revelara algo. Desistir. Avanzar otra vez. Volver a parar.

Finalmente, Theresa suspiró:

—No se puede. Ese vidrio es fatal.

—Sigamos adelante.

Vi a Cheryl
agarrar
el marco de la puerta, tratando de impedir que el hombre la arrastrara a la sala de juntas. Por fin él la soltó, ella retrocedió con una expresión de terror y agitó los brazos, tratando de golpearle. El bolso salió disparado.

Ahora los dos estaban dentro de la sala. Dos siluetas que se movían de prisa, girando.

El hombre la echó sobre la mesa y entonces Cheryl apareció en la cinta de la cámara instalada en el techo de la sala de juntas. Su cabello rubio contrastaba con la madera oscura. Entonces volvió a cambiar de actitud y dejó de resistirse durante un minuto. Tenía una expresión expectante. Excitada. Se humedeció los labios. Miraba al hombre que ahora se inclinaba sobre ella. Él le subió la falda.

Ella sonrió, hizo un mohín y le habló al oído.

Él le arrancó las bragas de un tirón.

Ella le sonreía. Era una sonrisa crispada, apasionada y suplicante a la vez.

Estaba excitada por su propio miedo.

Las manos del hombre le acariciaron la garganta.

De pie en el oscuro laboratorio, oyendo encima de nosotros el roce de los patines en el hielo, miramos una y otra vez el violento acto final. Aparecía en cinco monitores, tomado desde ángulos diferentes. Las pálidas piernas de la mujer se levantaban hasta descansar en los hombros de él que estaba agachado desabrochándose el pantalón. Con las repeticiones, observé pequeños detalles que me habían pasado inadvertidos. Cómo ella se deslizaba por la mesa, contoneándose, para recibirle. Cómo él arqueaba la espalda en el momento de la penetración. La transformación de la sonrisa de la muchacha en felina, sabia. Calculadora. Cómo ella le incitaba, diciendo algo. Cómo le acariciaba la espalda. Su brusco cambio de humor, la llamarada de cólera en sus ojos, la bofetada. Cómo lo alentaba y a continuación volvía a forcejear, pero de otro modo, porque había ocurrido algo extraño. Cómo se le desorbitaban los ojos y asomaba a ellos una mirada de auténtica desesperación. Cómo le empujaba por los brazos subiéndole las mangas de la americana y haciendo relucir un momento el pequeño destello metálico de los gemelos. El brillo del reloj de ella. Cómo su brazo caía hacia atrás, con la mano abierta. Cinco dedos muy blancos sobre la mesa negra que se estremecían con un espasmo y quedaban inertes.

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