Sol naciente (38 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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—Eddie: Estaba enferma. Le gustaba el dolor.

Jenny: Morton preside el Comité de Finanzas del Senado. El que debe decidir sobre la venta de la «MicroCon».

Colé, el guardia jurado, en el bar: Tienen en el bolsillo a los peces gordos. Se han hecho sus amos. Ahora ya no podremos con ellos.

Y Connor: Alguien quiere que se cierre esta investigación. Quieren que archivemos el caso.

Y Morton: ¿Así que su investigación está cerrada?

—¡Dios mío!

—¿Quién es? —preguntó ella.

—Un senador.

—Oh. —Miró a la pantalla—. ¿Y por qué les interesa?

—Porque ocupa un cargo muy importante en Washington. Y creo que tiene algo que ver con la venta de una empresa. Quizás haya otras razones.

Ella asintió.

—¿Se puede sacar una fotografía de esa imagen? —pregunté.

—No estamos equipados para sacar buenas copias; el laboratorio no tiene dinero.

—¿Qué podemos hacer? Necesito algo que pueda llevarme.

—Le sacaré una instantánea «Polaroid». No será gran cosa, pero suficiente por el momento. —Empezó a buscar, tropezando en la oscuridad. Al fin volvió con una cámara. Se acercó a la pantalla y disparó varias veces.

Mientras esperábamos que salieran las copias, nos miramos a la luz azulada de los monitores.

—Gracias por su ayuda —dije.

—De nada. Y lo siento.

—¿El qué?

—Sé que usted esperaba que fuera japonés.

Comprendí que lo decía por ella misma. No contesté. Las fotografías iban perfilándose. Eran de buena calidad, la imagen había quedado clara. Cuando las metí en el bolsillo, palpé algo duro y lo saqué.

—¿Tiene pasaporte japonés?

—No es mío; era de Eddie. —Volví a guardarlo en el bolsillo—. Tengo que marcharme. He de reunirme con el capitán Connor.

—Está bien. —Se volvió hacia los monitores.

—¿Qué va a hacer ahora? —pregunté.

—Quedarme y seguir trabajando.

Allí la dejé, salí por la puerta trasera y recorrí el oscuro pasillo camino del exterior.

Al salir a la brillante luz del día, parpadeé y fui en busca de un teléfono, para llamar a Connor. Estaba en el coche.

—¿Dónde se encuentra? —pregunté.

—He vuelto al hotel.

—¿Qué hotel?

—El «Cuatro Estaciones» —dijo Connor—. El del senador Morton.

—¿Qué hace ahí? ¿Ya sabe que…?


Kohai
—dijo él—. Línea abierta, ¿recuerda? Tome un taxi y reúnase conmigo en el 1430 de Westwood Boulevard dentro de veinte minutos.

—Pero ¿cómo…?

—Basta de preguntas. —Y colgó.

Busqué el 1430 de Westwood Boulevard. Tenía una fachada lisa y marrón y un número pintado en la puerta. A un lado había una librería francesa y, al otro, un taller de relojería.

Llamé a la puerta. Debajo de los números, vi una pequeña inscripción en caracteres japoneses.

En vista de que nadie contestaba, abrí la puerta. Me encontré en un elegante y minúsculo bar japonés. Sólo tenía sitio para cuatro clientes. Connor estaba solo, sentado en un extremo. Me saludó con un ademán.

—Le presento a Imae, el mejor
chef
de
sushi
de Los Ángeles. Imae-san, Sumisu-san.

El
chef
movió la cabeza de arriba abajo y sonrió. Puso algo en el mostrador delante de mi asiento.


Kore o dozo, Sumisu-san.

Yo me senté.


Domo, Imae-san.


Hai.

Miré el
sushi.
Eran una especie de huevas de pescado color de rosa con una yema amarilla y cruda encima. Me pareció asqueroso.

Me volví hacia Connor.


Kore o tabetakoto arukai?
—preguntó él.

—Lo siento —dije moviendo la cabeza—. Me he perdido.

—Tendrá que apretar con el japonés, por su nueva amiguita.

—¿Qué amiguita?

—Creí que me daría las gracias por haberle dejado tanto rato a solas con ella.

—¿Se refiere a Theresa?

—Podría caer en peores manos —sonrió él—. En realidad, deduzco que hace años ya cayó. Lo cierto es que le preguntaba si sabe lo que es eso. —Señalaba el
sushi.

—No; no lo sé.

—Huevo de codorniz con huevas de salmón —dijo—. Mucha proteína. Energía. La necesitará.

—¿Tengo que comer esto?

—Le dará fuerzas para su nueva amiguita —dijo Imae. Y se reía. Dijo a Connor algo en un japonés muy rápido.

Connor contestó y los dos se echaron a reír.

—¿Cuál es el chiste? —pregunté. Pero deseaba cambiar de tema y probé el
sushi.
Aparte su textura viscosa, estaba realmente sabroso.

—¿Bueno? —preguntó Imae.

—Muy bueno. —Comí el segundo pastelillo de
sushi
y miré a Connor—. ¿Sabe lo que encontramos en esas cintas? Es increíble.

Connor levantó la mano.

—Por favor. Tiene usted que aprender de los japoneses a relajarse. Cada cosa, en su momento.
Oaiso onegai shimasu.


Hai. Connor-san.

El
chef
trajo la cuenta y Connor sacó unos billetes. Hizo una inclinación y los dos hombres intercambiaron unas rápidas frases en japonés.

—¿Ya nos vamos?

—Sí —dijo Connor—. Yo ya he almorzado y usted, amigo mío, no puede permitirse llegar tarde.

—¿Adónde?

—A la cita con su ex esposa, ¿recuerda? Valdrá más que vayamos ya para su casa.

Yo conducía otra vez. Connor miraba por la ventanilla.

—¿Cómo se enteró de que fue Morton?

—En realidad, no me enteré —dijo Connor—. Por lo menos, hasta esta mañana. Pero ya anoche vi claramente que la cinta había sido modificada.

Pensé en los esfuerzos de Theresa y míos, en las ampliaciones, en el examen y manipulación de la imagen.

—¿Quiere decir que le bastó con mirar la cinta para darse cuenta?

—Sí.

—¿Cómo?

—Había un error garrafal. ¿Recuerda cuando vimos a Eddie en la fiesta? Tenía una cicatriz en la mano.

—Sí; parecía de una antigua quemadura.

—¿En qué mano?

—¿En qué mano? —Fruncí el entrecejo y pensé en la fiesta. Eddie, en el jardín de cactus, fumando un cigarrillo tras otro. La cicatriz estaba en…— En la izquierda —dije.

—Exactamente —dijo Connor.

—Pero en la cinta también se ve la cicatriz —dije—. Se puede ver claramente cuando él pasa por delante del espejo. Roza la pared con la mano un momento…

Me interrumpí.

En la cinta, la figura tocaba la pared con la
derecha.

—¡Vaya!

—Sí —dijo Connor—; cometieron un error. Quizá se confundieron entre lo que era reflejo y lo que no. Supongo que trabajaban con prisas, no recordaban cuál era la mano de la cicatriz y la pusieron al tuntún. Estos errores se dan a veces.

—Y anoche vio usted que la cicatriz estaba en la mano contraria…

—Sí; en seguida supe que la cinta había sido modificada —dijo Connor—. Quería que usted se encargara de hacer analizar la cinta por la mañana. Por eso lo envié al laboratorio de la Policía a enterarse de quiénes podían hacer el trabajo. Y me fui a la cama.

—¿Y permitió que fuéramos a arrestar a Eddie? ¿Por qué? Ya tenía que saber que Eddie no era el homicida.

—A veces, conviene esperar acontecimientos —dijo Connor—. Estaba claro que querían hacernos creer que Eddie había matado a la muchacha. Bien, pues a seguir la pauta, a ver a dónde nos conducía.

—Pero ha muerto un inocente —dije.

—Yo no llamaría inocente a Eddie —dijo Connor—. Eddie estaba metido hasta el cuello en esto.

—¿Y el senador Morton? ¿Cómo supo usted que era el senador Morton?

—No lo supe hasta que nos citó para la pequeña entrevista de antes. Ahí se delató.

—¿Cómo?

—Fue muy diplomático; hay que pensar bien en lo que dijo realmente —respondió Connor—. Entre todo ese torrente de palabrería, nos preguntó tres veces si la investigación había terminado. Y preguntó también si el asesinato tenía algo que ver con la «MicroCon». Bien mirado, era una pregunta muy extraña.

—¿Por qué? Él tiene contactos. Mr. Manada y otros. Él mismo nos lo dijo.

—No —dijo Connor—; si dejamos aparte toda la palabrería, vemos que el senador Morton nos dijo claramente lo que le preocupaba: ¿Ha terminado la investigación? ¿Relacionan lo ocurrido con la venta de la «MicroCon»? Porque ahora voy a cambiar de actitud al respecto.

—Sí, pero…

—Pero no explicó el punto crucial. ¿Por qué cambiaba de actitud respecto a la venta de la «MicroCon»?

—Ya nos lo dijo. Porque no tiene apoyo, a nadie le importa.

Connor me tendió una fotocopia. La miré. Era una página de periódico. Se la devolví.

—Estoy conduciendo. Dígame qué es.

—Es una entrevista que el senador Morton concedió a
The Washington Post.
Se reafirma en su posición. La venta de la «MicroCon» va contra los intereses de la defensa nacional y de la competitividad norteamericana. Bla bla. Erosiona nuestra base tecnológica e hipoteca nuestro futuro a los japoneses. Bla bla. Ésta era su actitud el jueves por la mañana. El jueves por la noche asiste a una fiesta en California. El viernes por la mañana tiene otra opinión acerca del asunto «MicroCon». La venta no le parece mal. Ahora explíqueme usted por qué.

—¡Jo! ¿Y qué vamos a hacer?

Porque esto de ser policía tiene algo extraño. La mayor parte del tiempo te sientes a gusto. Pero hay momentos en que comprendes que no eres más que un guripa. La verdad es que estás muy abajo en la escala social. Y te revienta enfrentarte a ciertas personas, a ciertos poderes. La cosa se lía. Se te va de la mano. Y puede salirte el tiro por la culata.

—¿Qué hacemos? —repetí.

—Cada cosa, en su momento —dijo Connor—. ¿Vive usted en ese edificio?

En la calle había una hilera de furgonetas de la Televisión y varios coches con el rótulo de PRENSA detrás del parabrisas. En la acera se veía un grupo de policías. Entre ellos distinguí a Wilhelm
la Comadreja
, apoyado en su coche. No vi a mi ex esposa.

—Siga adelante,
kohai
—dijo Connor—. Tuerza por la primera a la derecha.

—¿Por qué?

—Me tomé la libertad de llamar a la oficina del fiscal para avisar de que usted se encontraría con su esposa en ese parque.

—¿Eso hizo?

—Pensé que sería mejor para todos.

Doblé la esquina. Hampton Park está adyacente a la escuela elemental. A esta hora de la tarde, los chicos habían salido a jugar al béisbol. Conduje despacio, buscando un hueco para aparcar. Pasé junto a un sedán con dos personas dentro. Al lado del conductor había un hombre que fumaba un cigarrillo y, al volante, una mujer que tamborileaba con los dedos en el salpicadero. Era Lauren.

Aparqué.

—Le esperaré aquí —dijo Connor—. Buena suerte.

Siempre le gustaron los colores pálidos. Llevaba traje de chaqueta beige y blusa de seda crema y se había recogido el pelo en la nuca. Sin joyas. Sexy y profesional a la vez; siempre tuvo un talento particular para conseguir este efecto.

Echamos a andar por la acera que bordeaba el parque, mirando a los chicos que jugaban al béisbol. Ninguno de los dos decía nada. El que la acompañaba esperaba en el coche. Al llegar a la esquina, vimos, a un bloque de distancia, a la Prensa congregada delante de mi casa.

Lauren los miró y dijo:

—Por los clavos de
Cristo
, Peter. No te entiendo, realmente no te entiendo. Estás llevando esto muy mal. No tienes consideración con mi situación.

—¿Quién los llamó? —pregunté.

—Yo, no.

—Alguien ha tenido que decirles que ibas a venir a las cuatro.

—Yo no he sido, te digo.

—¿Y vienes con todo el maquillaje por casualidad?

—Esta mañana estuve en el juzgado.

—Qué bien.

—Vete a la mierda, Peter.

—He dicho que me parece bien.

—Valiente detective.

Dio media vuelta y retrocedimos por el mismo camino, alejándonos de la Prensa.

—Mira —suspiró—, vamos a procurar comportarnos civilizadamente.

—De acuerdo.

—No sé qué habrás hecho para meterte en este lío, Peter.

Lo siento, pero vas a tener que renunciar a la custodia. No puedo permitir que mi hija se críe en un ambiente sospechoso. No puedo consentirlo. Tengo que pensar en mi posición. En mi reputación en la oficina del fiscal.

A Lauren siempre le preocuparon las apariencias.

—¿Por qué es sospechoso el ambiente?

—¿Por qué? Vamos, Peter, corrupción de menores es una acusación muy seria.

—No hubo tal corrupción.

—Habrá que revisar las acusaciones.

—Tú sabes todo lo relacionado con esas acusaciones —dije—. Estábamos casados. Estás perfectamente enterada.

—Hay que examinar a Michelle —dijo tercamente.

—Muy bien. El resultado será negativo.

—En este momento, ya no importa cuál sea el resultado. Las cosas han llegado muy lejos, Peter. Tendré que conseguir la custodia. Por mi paz de espíritu.

—¡Por el amor de Dios!

—Sí, Peter.

—Tú no sabes lo que es criar a una niña. Te robará mucho tiempo de tu trabajo.

—No puedo elegir, Peter. No me dejas alternativa. —Ahora hablaba en tono doliente. El martirio siempre fue uno de sus grandes recursos.

—Lauren, tú sabes que esas acusaciones del pasado son falsas. Haces esto sólo porque Wilhelm te llamó por teléfono.

—No me llamó
a mí.
Llamó al ayudante del fiscal del distrito. Llamó a mi
jefe.

—Lauren.

—Lo siento, Peter. Pero tú te lo has buscado.

—Lauren.

—Te lo digo en serio.

—Lauren, esto es muy peligroso.

Ella rió ásperamente.

—A mí me lo vas a decir. ¿Crees que no sé lo peligroso que es, Peter? Esto podría ser mi ruina.

—¿De qué estás hablando?

—¿De qué estoy hablando, hijo de puta? —dijo, furiosa—. Estoy hablando de Las Vegas.

Yo no contesté. No podía seguir su razonamiento.

—Vamos a ver, ¿cuántas veces has ido a Las Vegas?

—Sólo una.

—¿Una vez y ganaste un dineral?

—Lauren, tú sabes perfectamente lo que…

—Claro que lo sé. Y cuando tú hiciste aquel afortunado viaje a Las Vegas, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que se te acusó de corrupción de menores? ¿Una semana? ¿Dos semanas?

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