Sol naciente (41 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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—Ah, Ishigura-san —dijo Morton afablemente—. Veo que ya se ha enterado de la noticia. —Y le golpeó en la espalda. Con fuerza.

Ishigura echaba chispas.

—Estoy muy decepcionado, senador. En adelante las cosas no pueden ir bien. —Era evidente que estaba furioso.

—¡Eh! —exclamó Morton—. ¿Sabe qué le digo? Mucha mierda.

—Teníamos un
acuerdo
—siseó Ishigura.

—Lo teníamos —dijo Morton—; pero usted no cumplió su parte.

El senador se acercó a nosotros y dijo:

—Supongo que ustedes desearán que haga una declaración. Dejen que me quite el maquillaje y nos vamos.

—Bien —dijo Connor.

Morton se alejó hacia Maquillaje.

Ishigura dijo entonces a Connor:


Tatemo taihenna koto ni narimashita ne.

—De acuerdo —dijo Connor—. Es difícil.

—Rodarán cabezas —siseó Ishigura.

—La primera, la suya —dijo Connor—. So
omowa nakai
.

El senador se dirigía a la escalera que conducía al primer piso. Woodson fue hacia él, se acercó y susurró algo. El senador le rodeó los hombros con el brazo. Caminaron juntos un trecho. Luego el senador subió la escalera.

Ishigura dijo lúgubremente:


Konna bazuja nakatta no ni.

Connor se encogió de hombros.

—Lo siento, pero no me da pena. Usted trató de transgredir las leyes de este país y ahora habrá disgustos.
Eraikoto ni naruyo, Ishigura-san.

—Veremos, capitán.

Ishigura se volvió y lanzó a Eddie una mirada glacial. Eddie se encogió de hombros y dijo:

—¡Eh!, yo no tengo problemas. ¿Sabe a qué me refiero, compadre?
[4]
Usted tiene ahora los problemas. —Y se reía.

Se acercó a nosotros el encargado de la planta, un tipo fornido con auriculares.

—¿Alguno de ustedes es el teniente Smith?

Le dije que era yo.

—Le llama Miss Asakuma. Puede hablar desde ahí. —Señalaba un escenario que representaba una sala de estar. Sofá y butacas sobre un telón de fondo de silueta urbana y cielo matinal. Junto a una de las butacas había un teléfono con una luz que parpadeaba.

Me dirigí hacia allí, me senté en la butaca y descolgué el teléfono.

—Teniente Smith.

—Hola, soy Theresa —dijo. Me gustó que usara el nombre de pila—. He mirado la última parte de la cinta. El final. Y creo que puede haber un problema.

—¿Sí? ¿Qué clase de problema? —No le dije que Morton ya había confesado. Miré hacia el otro lado del escenario. El senador ya había desaparecido. Woodson, su ayudante, paseaba al pie de la escalera. Estaba pálido y afligido. Se manoseaba nerviosamente el cinturón a través de la americana.

Entonces oí que Connor decía:

—¡Ah,
mierda!
—Echó a correr por el estudio en dirección a la escalera. Yo me levanté, sorprendido, dejé caer el teléfono y le seguí.

Al pasar junto a Woodson, Connor le dijo:

—¡Hijo de puta! —Empezó a subir las escaleras de dos en dos. Yo, que corría detrás de él, oí que Woodson decía algo así como:

—¡No
tuve
más remedio!

Cuando llegamos al rellano del primer piso, Connor gritó:

—¡Senador! —Entonces fue cuando oímos aquel ruido seco. No muy fuerte: como una silla que se vuelca. Pero yo sabía que era un disparo.

Segunda noche

El sol se ponía en el
sekitei
. Las sombras de las rocas se rizaban sobre los círculos concéntricos de la arena rastrillada. Yo contemplaba su dibujo. Connor seguía dentro, mirando la televisión. Se oía débilmente el telediario. Por supuesto, un templo zen había de tener televisor. Yo empezaba a acostumbrarme a estas contradicciones.

Pero no tenía ganas de seguir mirando la televisión. Durante la última hora había visto lo suficiente para saber el tratamiento que los medios de comunicación iban a dar al caso. Últimamente, el senador Morton estaba bajo una gran tensión. Su vida familiar estaba perturbada: su hijo adolescente había sido arrestado recientemente por conducir borracho, después de un accidente en el que otro adolescente había resultado gravemente herido. Se rumoreaba que la hija del senador había abortado hacía poco. Mrs. Morton no estaba visible, aunque había periodistas a la puerta de su casa de Arlington.

El personal del senador había coincidido en que, últimamente, el senador soportaba una fuerte tensión, al tener que compaginar su vida familiar con los preparativos de su inminente campaña electoral. El senador estaba desconocido: malhumorado y reservado. Según un ayudante, «parecía disgustado por algún asunto personal».

Si bien nadie cuestionaba el criterio del senador, un colega, el senador Dowling, dijo que Morlón «últimamente mostraba un cierto fanatismo en sus planteamientos del tema del Japón, quizá síntoma de la tensión a que estaba sometido. John no parecía pensar que fuera posible un acuerdo con el Japón, cuando todos sabemos que hay que buscar el acuerdo. Nuestras dos naciones están ya muy íntimamente ligadas. Desgraciadamente, ninguno de nosotros podía imaginar la presión que estaba soportando. John Morton era un hombre reservado».

Yo contemplaba cómo las piedras del jardín iban pasando del dorado al rojo. Un monje zen norteamericano llamado Bill Harris salió a preguntarme si quería té o, quizás, una «Coca-Cola». Le dije que no y se marchó. Al mirar al interior, vi el resplandor azulado del televisor. No distinguí a Connor.

Volví a mirar las piedras del jardín.

El primer disparo no mató al senador Morton. Cuando abrimos de un puntapié la puerta del cuarto de baño, vimos que se levantaba sangrando por la garganta. Connor gritó: «¡No!» y, en el mismo momento, Morton se metió en la boca el cañón de la pistola y volvió a disparar. El segundo disparo fue mortal. La pistola escapó de sus manos, rodó por el suelo de baldosas y vino a parar a mis pies. Había mucha sangre en las paredes.

La gente empezó a chillar. Me volví y vi a la maquilladora en la puerta con la cara entre las manos, chillando a pleno pulmón. Cuando llegaron los sanitarios tuvieron que sedarla.

Connor y yo nos quedamos hasta que la División envió a Bob Kaplan y Tony Marsh. Eran los detectives encargados del caso. Dije a Bob que haríamos la declaración cuando ellos quisieran y nos fuimos. Observé que Ishigura se había marchado. Eddie Sakamura, también.

Esto inquietó a Connor.

—Ese maldito Eddie. ¿Dónde se habrá metido?

—¿Qué importa? —dije.

—Eddie es un problema —dijo Connor.

—¿Por qué?

—¿No se ha fijado cómo habló a Ishigura? Con qué confianza.
Demasiada
confianza. Hubiera debido estar asustado y no lo estaba.

Yo me encogí de hombros.

—Usted mismo dijo que Eddie está loco. Quién sabe por qué hace lo que hace. —Estaba cansado del caso y cansado de todas las sutilezas niponas de Connor. Dije que, probablemente, Eddie habría regresado al Japón o se habría ido a México, adonde nos había dicho que le gustaría ir.

—Ojalá no se equivoque —dijo Connor.

Me llevó a la puerta trasera de los estudios. Dijo que quería marcharse antes de que llegara la Prensa. Subimos al coche y nos fuimos. Él me indicó la dirección del centro zen. Allí estábamos ahora. Llamé a Lauren, pero había salido de la oficina. Llamé a Theresa al laboratorio, pero su teléfono comunicaba. Llamé a casa y Elaine me dijo que Michelle estaba bien y que los periodistas se habían ido. Me preguntó si quería que se quedara a dar la cena a Michelle. Le dije que sí, que quizá yo regresara tarde.

Y, durante la hora siguiente, estuve mirando la televisión. Hasta que me cansé de mirar.

Oscurecía. La arena había tomado un tono púrpura grisáceo. Tenía el cuerpo anquilosado por el mucho rato que llevaba allí sentado. Empezaba a sentir frío. Mi buscapersonas empezó a sonar. Me llamaban de la División. O quizá fuera Theresa. Me levanté y entré.

En la pantalla del televisor, el senador Rowe expresaba su condolencia a la afligida familia y mencionaba el fuerte estrés que sufría últimamente el senador Morton. Rowe señaló que la oferta de «Akai» no había sido retirada. Que él supiera, la operación seguía adelante y ahora ya no podía encontrar gran oposición.

—Hummm —murmuró Connor.

—¿Han vuelto a poner en marcha la operación?

—Yo diría que nunca estuvo parada. —Connor parecía preocupado.

—¿No aprueba la venta?

—Me preocupa Eddie. Demasiado bravucón. Todo depende de lo que haga ahora Ishigura.

—¿Qué importa? —Yo estaba cansado. La muchacha había muerto, Morton había muerto y la venta seguía adelante.

Connor movió la cabeza.

—Recuerde lo que está en juego —dijo—. Es mucho lo que está en juego. A Ishigura no le preocupa un sórdido homicidio sin importancia, ni siquiera la compra de una empresa de estratégica tecnología punta. A él le preocupa la reputación de la «Nakamoto» en Estados Unidos. La «Nakamoto» tiene una relevante imagen corporativa en Norteamérica y él aspira a darle mayor relevancia. Y Eddie puede dañar esa imagen.

—¿Cómo?

—No lo sé de cierto.

Mi buscapersonas volvió a sonar. Llamé a la División. Era Frank Ellis, el jefe de guardia.

—Hola, Pete. Tenemos una petición de Servicios Especiales. El sargento Matlovsky, del depósito de vehículos, pide un intérprete.

—¿De qué se trata?

—Dice que tiene a cinco ciudadanos japoneses que exigen que se les deje examinar el vehículo siniestrado.

—¿Qué vehículo siniestrado? —pregunté frunciendo el entrecejo.

—El «Ferrari». El de la persecución a gran velocidad. Al parecer, está destrozado: aplastado e incendiado. Esta mañana, han tenido que usar sopletes para sacar el cuerpo. Pero estos japoneses se empeñan en revisar el vehículo. Por el expediente, Matlovsky no sabe si debe o no autorizarlo. Es decir, si puede afectar a una investigación en curso. Y no se entiende con los japoneses. Uno de ellos dice ser pariente del difunto. ¿Podrías hacerte cargo?

Yo suspiré.

—¿Estoy de servicio esta noche? Lo estuve ayer.

—Estás en la lista. Al parecer, cambiaste el turno con Alien.

Creía recordar que, efectivamente, había cambiado el turno con Alien para que él pudiera llevar a su chico a un partido de hockey de los Kings. Lo habíamos acordado hacía una semana pero ahora me parecía que hacía un siglo.

—De acuerdo —dije—. Yo me encargaré.

Dije a Connor que tenía que marcharme. Él me escuchaba y, de pronto, se puso en pie de un salto.

—¡Naturalmente!
¡Naturalmente!
¿En qué estaba yo pensando? —Se dio un puñetazo en la palma de la mano—. ¡Vamos,
kohai!

—¿Al depósito?

—¿Al depósito? Por supuesto que no.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—¡Maldita sea! ¡Soy un imbécil! —Ya iba camino del coche. Yo corrí tras él.

Cuando paré el coche delante de la casa de Eddie Sakamura, Connor saltó a tierra y subió corriendo las escaleras. Yo aparqué y corrí tras él. El cielo estaba azul oscuro. Era casi de noche.

Connor subía los escalones de dos en dos.

—La culpa es mía. Debí darme cuenta antes. Debí comprender lo que significaba.

—¿Qué significaba
qué
? —pregunté jadeando un poco en lo alto de la escalera.

Connor abrió la puerta. Entramos. La sala de estar seguía tal como la había visto yo aquel mismo día cuando hablé con Graham.

Connor iba rápidamente de una habitación a otra. En el dormitorio había una maleta abierta. Encima de la cama vi varias chaquetas «Armani» y «Biblos», preparadas para ser dobladas y metidas en la maleta.

—El idiota —dijo Connor—. No debió volver.

Las luces de la piscina estaban encendidas. Proyectaban un reverbero verdoso en el techo. Connor salió.

El cuerpo desnudo flotaba boca abajo en el centro de la piscina, una silueta oscura en el verde rectángulo luminoso. Connor cogió un palo de espumar y empujó a Eddie hacia el lado opuesto. Lo izamos al borde de cemento.

Estaba frío, amoratado y un poco rígido. No tenía señales.

—Son muy cuidadosos con eso —dijo Connor.

—¿Con qué?

—Con lo de no dejar marcas. Pero estoy seguro de que podemos encontrar la prueba… —Sacó su linterna lápiz y examinó la boca de Eddie. Le miró las tetillas y los genitales—. Sí. Aquí. ¿Ve esas hileras de puntos rojos? En el escroto. Y en la cara interna del muslo…

—¿Pinzas de electroshock?

—Sí. De la bobina del electroshock.
¡Maldita sea!
¿Por qué no me lo habrá dicho? Tuvo ocasión, durante el trayecto desde su casa hasta los estudios de televisión, cuando íbamos a ver al senador. Hubiera podido decírmelo entonces. Decirme la verdad.

—¿La verdad de qué?

Connor no me contestó. Estaba sumido en sus pensamientos. Suspiró.

—¿Sabe? A fin de cuentas, no somos más que
gaijin
. Extranjeros. Incluso en su desesperación nos excluyen. Y, probablemente, no quiso decírnoslo porque…

Se interrumpió, mirando el cadáver. Finalmente, dejó caer al agua el cuerpo que volvió a quedar flotando.

—Que otros se encarguen del papeleo —dijo Connor poniéndose en pie—. No tenemos por qué ser nosotros los que encontremos el cuerpo. Ya no importa. —Miró a Eddie derivar hacia el centro de la piscina. La cabeza se hundía ligeramente y los talones sobresalían.

—Yo le apreciaba —dijo Connor—. Me había hecho favores. Hasta conocí a su familia en el Japón. A una parte de su familia. Al padre, no. —Miró cómo el cuerpo giraba lentamente—. Pero Eddie era un buen sujeto. Y ahora quiero
saber
.

Yo estaba desconcertado. No sabía de qué hablaba, pero no consideré oportuno preguntar. Connor parecía furioso.

—Vamos —fijó al fin—. Hay que moverse de prisa. Sólo hay un par de posibilidades. Y, una vez más, los acontecimientos nos han tomado la delantera. Pero voy a pescar a ese hijo de puta aunque sea lo último que haga en mi vida.

—¿Qué hijo de puta?

—Ishigura.

Volvíamos a mi apartamento.

—Váyase a descansar —dijo Connor.

—Yo voy con usted.

—No; esto tengo que hacerlo yo solo,
kohai
. Es preferible que usted no sepa nada.

—¿Nada de qué? —pregunté.

Seguimos así un rato. Él no quería dar detalles. Al fin dijo:

—Anoche Tanaka fue a casa de Eddie porque Eddie tenía la cinta. Probablemente, el original.

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