Sol naciente (44 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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Frenó la cinta y reconocí la amplia panorámica del piso cuarenta y seis del edificio «Nakamoto». Estaba desierto. El cuerpo pálido de Cheryl Austin yacía en la oscura mesa.

Pasaba la cinta.

No ocurría nada. Era una escena estática.

—¿Qué estamos mirando? —pregunté.

—Un momento.

La cinta siguió pasando. Nada todavía.

Y entonces vi claramente que una pierna de la muchacha se movía.

—¿Qué ha sido
eso
?

—¿Un espasmo?

—No estoy seguro.

Ahora se movió el brazo, perfectamente visible sobre la madera oscura. Era indiscutible. Los dedos se cerraban y abrían.

—¡Está viva!

Theresa asintió.

—Eso parece. Ahora fíjense en el reloj.

El reloj de la pared marcaba las 8:36. Lo miré. No ocurría nada. La cinta siguió pasando durante otros dos minutos.

Connor suspiró.

—El reloj no se mueve.

—No —dijo ella—. En una ampliación, observé la disposición de los puntos. Los
píxeles
saltaban adelante y atrás.

—¿Y eso qué significa?

—Lo llamamos «rock and roll». Es la forma habitual de disimular una congelación del fotograma. La congelación normal se nota porque, de pronto, las unidades más pequeñas de la imagen se inmovilizan. Y en una cinta normal siempre hay un poco de movimiento, aunque sea aleatorio. Lo que haces entonces es el «rock and roll», es decir, pasar una y otra vez los mismos tres segundos de imagen. Eso da un poco de movimiento, hace menos evidente la congelación.

—¿Quiere decir que la imagen quedó congelada a las ocho treinta y seis?

—Sí; y que, al parecer, a esa hora la muchacha aún estaba viva. Es casi seguro.

Connor asintió.

—Entonces por eso es tan importante la cinta original.

—¿Qué cinta original? —preguntó ella. Yo saqué la casete que había encontrado en mi apartamento la noche antes.

—Pásela —dijo Connor.

Vimos el piso cuarenta y seis en nítido blanco y negro. Era la grabación de la cámara lateral, que ofrecía una buena imagen de la sala de juntas. Y era una de las cintas originales: vimos el homicidio y vimos a Morton dejar a la muchacha en la mesa.

La cinta seguía pasando. Mirábamos a la muchacha.

—¿Se puede ver el reloj?

—Con este ángulo, no.

—¿Cuánto tiempo le parece que puede haber transcurrido?

Theresa movió negativamente la cabeza.

—Es la modalidad ralentizada. No sé. Unos minutos.

Entonces la muchacha se agitó. Movió la mano y la cabeza. Vivía. No cabía la menor duda.

Y entonces, en la pared de vidrio de la sala de juntas, vimos reflejada la figura de un hombre que avanzaba y aparecía en imagen por la derecha. Entró en la sala mirando atrás para cerciorarse de que estaba solo. Era Ishigura. Deliberadamente, se acercó a la mesa, puso las manos en la garganta de la muchacha y la estranguló.

—¡Joder!

Parecía tardar mucho. Hacia el final, la muchacha se debatió. Ishigura la sujetó hasta mucho después de que dejara de moverse.

—Quiere asegurarse.

—Evidentemente —dijo Connor.

Al fin, Ishigura se apartó del cuerpo de la muchacha andando hacia atrás, se tiró de los puños de la camisa y se arregló la americana.

—Está bien —dijo Connor—. Puede parar. Ya he visto lo suficiente. Estábamos otra vez en la calle. Un sol pálido se filtraba por el
smog
. Los coches pasaban rugiendo y saltando sobre los baches. Las casas de la calle parecían baratas y mal conservadas.

Subimos al coche.

—¿Y ahora? —pregunté.

Connor me dio el teléfono.

—Llame a jefatura —dijo— y comuníqueles que tenemos una cinta que demuestra que Ishigura cometió el asesinato. Dígales que vamos camino de la «Nakamoto», a arrestar a Ishigura.

—Creí que no le gustaba usar el teléfono del coche.

—Llame —dijo Connor—. De todos modos, ya casi hemos terminado.

Obedecí. Dije al oficial de servicio cuál era nuestro plan y a dónde íbamos. Me preguntó si deseábamos refuerzos. Connor movió negativamente la cabeza, de modo que dije que no.

Colgué el teléfono.

—¿Y ahora qué?

—A la «Nakamoto».

Después de ver tantas veces en vídeo el piso cuarenta y seis, producía una impresión extraña encontrarte allí de nuevo. A pesar de ser sábado, la oficina trabajaba. Secretarias y jefes iban rápidamente de un lado al otro. Y, de día, la oficina parecía distinta: entraba el sol a través de los muros de vidrio y los rascacielos de alrededor parecían muy próximos, incluso con la bruma de Los Ángeles.

Levanté la cabeza y observé que las cámaras de vigilancia habían sido retiradas del techo. A la derecha, se estaba redecorando la sala de juntas en la que había muerto Cheryl Austin. Los muebles negros habían desaparecido. Unos obreros instalaban una mesa de madera clara y sillones de color beige. La sala parecía completamente distinta.

Al otro lado del atrio, en la sala de juntas grande, se estaba celebrando una reunión. El sol que se filtraba por el muro incidía en unas cuarenta personas sentadas a una larga mesa cubierta de fieltro verde. Japoneses a un lado, norteamericanos al otro. Delante de cada uno de los reunidos, había documentos cuidadosamente apilados. Entre los norteamericanos, destacaba Bob Richmond, el abogado.

Connor, a mi lado, suspiró.

—¿Qué hacen? —pregunté.

—Están celebrando la reunión del sábado,
kohai
.

—¿La reunión de la que hablaba Eddie?

Connor asintió.

—La reunión en la que debe realizarse la venta de la «MicroCon».

Había una recepcionista cerca de los ascensores. Durante un momento, observó cómo mirábamos y luego preguntó cortésmente:

—¿Desean algo, señores?

—Nada, gracias —respondió Connor—. Esperamos a una persona.

Yo junté las cejas. Desde donde estábamos, veía claramente a Ishigura en la sala de juntas, sentado en el lado de los japoneses, hacia el centro, fumando un cigarrillo. El que estaba a su derecha le susurró algo al oído. Ishigura asintió con una sonrisa.

Yo miré a Connor.

—Espere.

Pasaron varios minutos y un joven empleado japonés cruzó el atrio andando rápidamente y entró en la sala de la reunión. Una vez dentro, aminoró el paso y, discretamente, rodeó la mesa hasta situarse detrás de un hombre de pelo gris y aspecto distinguido que ocupaba un sillón situado hacia el extremo más alejado de la mesa. El empleado se inclinó y susurró algo al hombre.

—Iwabuchi —dijo Connor.

—¿Quién es?

—Director general de la «Nakamoto EE.UU». con sede en Nueva York.

Iwabuchi asintió y se levantó de la mesa. El empleado le retiró el sillón. Iwabuchi empezó a andar por detrás de los negociadores japoneses. Al pasar, rozó en el hombro a uno de los sentados. Siguió hasta el extremo de la mesa, abrió una vidriera y salió a una terraza contigua a la sala de juntas.

Al cabo de un momento, el segundo hombre se levantó y salió.

—Moriyama —dijo Connor—. Director de la oficina de Los Ángeles.

Moriyama también salió a la
terraza
. Los dos hombres empezaron a hablar y encendieron cigarrillos. El empleado se reunió con ellos y dijo algo rápidamente moviendo la cabeza arriba y abajo. Los dos hombres escucharon con gran atención y se alejaron unos pasos. El empleado se quedó donde estaba.

Al poco rato, Moriyama se volvió y dijo algo al empleado. El joven se inclinó y volvió a la sala de juntas. Se acercó al sillón de un hombre de pelo negro y bigote y le susurró al oído.

—Shirai —dijo Connor—. Jefe de Finanzas.

Shirai se levantó, pero no salió a la
terraza
sino que abrió la puerta, cruzó el atrio y desapareció en un despacho situado en el lado opuesto de la planta.

En la sala de juntas, el empleado se acercó a un cuarto hombre, en el que reconocí a Yoshida, el director de la «Akai Ceramics». Yoshida también salió de la sala al atrio.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Se distancian —dijo Connor—. No quieren estar presentes cuando ocurra.

Miré a la terraza y vi que los dos hombres, andando con aparente indiferencia, se alejaban hacia la puerta del extremo opuesto.

—¿A qué esperamos? —pregunté.

—Paciencia,
kohai
.

El empleado se fue. La reunión prosiguió. En el atrio, Yoshida lo llamó aparte y le dijo algo en voz baja.

El empleado volvió a la sala de juntas.

—Hummm —exclamó Connor.

Esta vez, el empleado fue al lado de la mesa que ocupaban los norteamericanos y susurró algo a Richmond. Yo no podía ver la cara de Richmond porque estaba de espaldas a nosotros, pero su cuerpo se movió con una ligera sacudida. Se volvió a decir algo al empleado que movió afirmativamente la cabeza y se fue.

Richmond siguió en su sitio, moviendo la cabeza lentamente. Se inclinó sobre sus notas.

Y entonces pasó un papel a Ishigura por encima de la mesa.

—Es la señal —dijo Connor. Se volvió hacia la recepcionista, le enseñó la placa y cruzamos el atrio rápidamente hacia la sala de juntas.

De pie frente a la mesa, un joven norteamericano con traje a rayitas decía:

—Ahora, si miran la cláusula adicional C, el resumen del Activo y…

Connor entró en la sala. Yo le seguía.

Ishigura nos miró sin denotar sorpresa.

—Buenas tardes, señores. —Su cara era una máscara.

Richmond dijo suavemente:

—Si pueden esperar, señores, estamos discutiendo una cuestión un tanto complicada y…

Connor le interrumpió.

—Mr. Ishigura, queda arrestado por el asesinato de Cheryl Lynn Austin —y le leyó sus derechos mientras Ishigura le miraba fijamente. Los presentes guardaban absoluto silencio. En la larga mesa, nadie se movía. Era como un cuadro.

Ishigura seguía sentado.

—Esto es absurdo.

—Mr. Ishigura —dijo Connor—, ¿hace el favor de levantarse?

—Espero que sepan ustedes lo que hacen —dijo Richmond en voz baja.

—Yo conozco mis derechos, señores —dijo Ishigura.

—¿Hace el favor de levantarse, Mr. Ishigura? —dijo Connor.

Ishigura no se movió. El humo del cigarrillo se ondulaba delante de él.

Hubo un largo silencio.

Entonces Connor me dijo:

—Enséñeles la cinta.

Una de las paredes de la sala de juntas contenía un equipo de vídeo. Encontré un pequeño vídeo como el que habíamos usado hasta entonces e inserté la cinta. Pero en el gran monitor central no apareció imagen alguna. Pulsé varios botones sin conseguir hacerlo funcionar.

De un rincón del fondo se acercó rápidamente una secretaria que había estado tomando notas. Inclinándose con gesto de disculpa, oprimió los pulsadores que había que oprimir, volvió a inclinarse y regresó a su sitio.

—Gracias —dije.

En la pantalla apareció la imagen. Incluso con el sol que entraba en la sala, se veía claramente. Era la parte que habíamos visto en la habitación de Theresa. El momento en que Ishigura se acerca a la muchacha y sujeta el cuerpo que se debate.

—¿Qué es esto? —dijo Richmond.

—Es una falsificación —dijo Ishigura—. Un truco.

—Es una cinta registrada por las cámaras de vigilancia de la «Nakamoto» del piso cuarenta y seis el jueves por la noche —dijo Connor.

—No es legal —protestó Ishigura—. Es una falsificación.

Pero nadie le escuchaba. Todos miraban al monitor. Richmond tenía la boca abierta.

—¡Dios! —dijo.

En la pantalla, la muchacha parecía tardar mucho tiempo en morir.

Ishigura miraba a Connor, furioso.

—Eso no es más que un truco de propaganda sensacionalista —dijo—. Es una falsificación. No significa
nada
.

—¡Caray! —dijo Richmond mirando a la pantalla.

—No tiene valor legal —insistió Ishigura—. No es admisible. No puede prosperar. Y están entorpeciendo…

Se interrumpió. Por primera vez, miró al otro extremo de la mesa. Y vio que la silla de Iwabuchi estaba vacía.

Miró al otro lado. Sus ojos se movieron rápidamente.

El sillón de Moriyama estaba vacío.

El sillón de Shirai.

El sillón de Yoshida.

Ishigura parpadeó. Miró a Connor con asombro. Luego asintió, lanzó un gruñido gutural y se levantó. En la sala, todos miraban a la pantalla.

Él se acercó a Connor.

—No pienso quedarme a ver esto, capitán. Cuando haya terminado con su charada, me encontrará ahí fuera. —Encendió un cigarrillo mirando a Connor con los ojos entornados—. Entonces hablaremos.
Machigainaku.
Abrió el balcón y salió a la
terraza
dejándolo abierto.

Me dispuse a seguirle, pero Connor me miró y movió ligeramente la cabeza. Yo me quedé donde estaba.

Podía ver a Ishigura junto a la barandilla. Fumando, se volvió hacia el sol. Luego nos miró y movió la cabeza con aire compasivo. Se apoyó en la barandilla poniendo el pie sobre ella.

En la sala de juntas, la cinta seguía pasando. Uno de los abogados norteamericanos, una mujer, se levantó, cerró la cartera y salió de la sala. No se movió nadie más.

Finalmente, la cinta terminó.

La extraje de la máquina.

En la habitación había silencio. La brisa movía los papeles que había encima de la larga mesa.

Miré a la
terraza
.

Estaba vacía.

Cuando llegamos a la barandilla, se oían sirenas lejanas en la calle.

Abajo, flotaba polvo en el aire y se oía el ruido ensordecedor de los martillos eléctricos. La «Nakamoto» estaba construyendo un anexo y había una gran actividad. Junto a la acera esperaban una larga hilera de enormes hormigoneras. Yo me abrí paso a empujones por entre una multitud de japoneses con traje azul, hasta el mismo borde del foso.

Ishigura había caído en un foso de hormigón sin fraguar. Su cuerpo había quedado de lado y sólo sobresalían de la masa húmeda la cabeza y un brazo. Sobre la superficie gris corrían regueros de sangre. Obreros con casco trataban de sacarlo con varas de bambú y cuerdas. Sus esfuerzos eran inútiles. Finalmente, un hombre calzado con altas botas de goma se metió en el foso para tratar de sacar el cuerpo. Pero resultó más difícil de lo que esperaba y tuvo que pedir ayuda.

Ya habían llegado los nuestros, Fred Perry y Bob Wolfe. Wolfe, al verme, se acercó subiendo la cuesta. Tenía el bloc en la mano. A gritos, para hacerse oír con el estrépito de los martillos, me preguntó:

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