Conque era eso. Ella temía que alguien pudiera asociar las dos cosas, que pudieran sacarse conclusiones. Y que ello la incriminara.
—Hubieras tenido que repetir el viaje el año pasado.
—Tenía trabajo.
—Recordarás, Peter, que te dije que volvieras todos los años por las mismas fechas. Para establecer un patrón de conducta.
—Tenía trabajo. Tenía que ocuparme de una niña pequeña.
—En fin. —Ella movió la cabeza—. Y así hemos de vernos.
—¿Qué puedes temer? Nunca lo descubrirán.
Entonces fue cuando explotó realmente.
—¿Que nunca lo descubrirán? Ya lo han descubierto. Ya lo saben, Peter. Estoy segura de que habrán hablado con Martínez o Hernández o como se llame.
—Pero no es posible que ellos…
—¡Por el amor de
Dios!
¿Cómo crees tú que una persona consigue la plaza de enlace con los japoneses? ¿Cómo conseguiste tú la plaza, Peter?
Fruncí el entrecejo, pensando. Hacía más de un año.
—Se hizo una convocatoria en el Departamento y hubo una serie de aspirantes…
—Sí. ¿Y después?
Dudé un momento. La verdad era que no estaba muy seguro de cómo había ido el asunto en el aspecto administrativo. Yo hice la solicitud y luego me olvidé de ella hasta que me llamaron. Tenía mucho trabajo entonces. El Departamento de Prensa era muy absorbente.
—Yo te diré cómo funciona la cosa —dijo Lauren—. El jefe de Servicios Especiales del Departamento selecciona a los candidatos,
en consulta con miembros de la comunidad asiática.
—Probablemente, es así, pero no comprendo…
—¿Y sabes cuánto tiempo tardan los miembros de la comunidad asiática en repasar la lista de candidatos? Tres meses, Peter. Es tiempo suficiente para enterarse de la vida y milagros de todos los de la lista. Lo indagan absolutamente todo, desde el número de cuello de tus camisas hasta tu situación económica. Y puedes estar seguro de que se enteraron de las acusaciones de corrupción de menores. Y de tu viaje a Las Vegas. Y de que relacionaron lo uno con lo otro. Cualquiera podría relacionarlo.
Iba a protestar cuando recordé lo que Ron había dicho por la mañana: Ahora examinan hasta las pruebas de las emisiones.
—¿Pretendes hacerme creer que no sabes cómo funcionan estas cosas? ¿Que tú estabas ajeno a todo? Vamos, Peter, por favor… Tú sabías lo que significaba esa plaza de enlace:
querías el dinero.
Como todo el que tiene algo que ver con los japoneses. Tú ya sabes cómo hacen ellos sus tratos: todo el mundo saca algo. Sacas tú, saca el Departamento, saca el jefe… Tienen atenciones con todo el mundo. Y, a cambio, pueden escoger a la persona que desean para cubrir la plaza de enlace. Ellos saben que siempre tienen por dónde agarrarte. Y, ahora, por dónde agarrarme a mí también. Todo, porque tú el año pasado no hiciste ese dichoso viaje a Las Vegas tal como yo te dije.
—¿Y ahora tú crees que tienes que quitarme la custodia de Michelle?
Ella suspiró.
—A estas alturas, lo único que podemos hacer es representar nuestro papel hasta el final.
Miró el reloj y miró a los periodistas. Vi que estaba impaciente por seguir adelante, por hablar con la Prensa y soltar el discurso que traía preparado. Lauren siempre tuvo un sentido teatral muy desarrollado.
—¿Estás segura de cuál es tu papel, Lauren? Porque dentro de unas horas este asunto se va a liar mucho. Quizá no quieras verte envuelta.
—Ya
estoy
envuelta.
—No. —Saqué la foto del bolsillo y se la enseñé.
—¿Qué es?
—Un fotograma de las cintas de seguridad de la «Nakamoto», grabadas anoche. A la hora del asesinato de Cheryl Austin.
Ella miró la foto frunciendo el entrecejo.
—No hablas en serio.
—Completamente en serio.
—¿Vas a usar esto?
—No hay más remedio.
—¿Vas a arrestar al senador Morton? Tú has perdido el juicio.
—Quizá.
—No van a dejarte, Peter.
—Quizá.
—Van a enterrarte tan aprisa y tan abajo que ni siquiera sabrás quién te dio.
—Quizá.
—No puedes hacer eso, Peter. Tú lo sabes. Al fin sólo conseguirás perjudicar a Michelle.
No contesté a esto. Estaba dándome cuenta de que ella me gustaba cada vez menos. Seguimos andando. Sus tacones de aguja repicaban en la acera.
Al fin, ella dijo:
—Peter, si te empeñas en seguir por camino tan peligroso, yo nada puedo hacer. Como amiga tuya, te aconsejo que desistas. Pero, si insistes, no puedo ayudarte.
Yo no contesté. Esperaba y la observaba. A la luz del sol, vi que empezaban a marcársele arruguitas. Le vi la raíz oscura del pelo y la mancha de rojo en un diente. Se quitó las gafas de sol y me miró con ojos preocupados. Luego se volvió y miró a la Prensa. Se golpeó la palma de la mano con las gafas.
—Si eso es lo que hay, Peter, creo que será preferible que espere un día más y deje que los acontecimientos sigan su curso.
—Está bien.
—Que quede claro que no desisto.
—Comprendo.
—Pero creo que la cuestión de la custodia de Michelle no debe mezclarse con esa otra controversia disparatada.
—Claro que no.
Se puso las gafas de sol.
—Te compadezco, Peter. De verdad. En un momento determinado, tenías un futuro prometedor en el Departamento. Estabas propuesto para ocupar un cargo a las órdenes directas del jefe. Pero, si haces esto, nada puede salvarte.
—Bien. —Sonreí.
—¿Tienes algo más que fotografías?
—No creo que deba darte muchos detalles.
—Porque, si no tienes más que fotografías, no puedes hacer nada. Peter, el fiscal, no querrá saber nada del caso. Las fotografías ya no se aceptan. Es fácil modificarlas y los jueces lo saben. Si lo único que tienes es una foto del individuo en el momento de cometer el crimen, no irás a ninguna parte.
—Veremos.
—Peter, vas a perderlo todo. Tu trabajo, tu carrera, tu hija, todo. Despierta. No lo hagas.
Echó a andar hacia el coche. Yo la acompañé. No dijimos nada más. Yo esperaba que me preguntara por Michelle, pero no preguntó. No me sorprendió: tenía otras cosas en que pensar. Por fin llegamos al coche y ella fue hacia la puerta del conductor.
—Lauren.
Me miró por encima del coche.
—Durante las próximas veinticuatro horas, vamos a dejar que las cosas sigan su curso, ¿de acuerdo? Nada de llamadas a personajes clave.
—No te apures. Yo no sé nada de eso. Francamente, me gustaría no haber sabido nunca nada de
ti.
Subió al coche y se fue. Mientras la seguía con la mirada, sentí que se me relajaban los hombros, que se aflojaba la tensión. No era sólo por haber conseguido lo que me proponía: disuadirla, por lo menos, temporalmente. Era algo más: era que, por fin, había acabado de liberarme.
Connor y yo subimos a mi apartamento por la escalera de atrás, para escabullimos de la Prensa. Le conté la conversación. Él se encogió de hombros.
—¿Le sorprende? ¿No sabía cómo se elige a los enlaces?
—Bueno. El caso es que nunca lo pensé.
—Pues es así —dijo él moviendo la cabeza afirmativamente. Los japoneses son muy duchos en repartir lo que ellos llaman incentivos. En un principio, el Departamento tenía escrúpulos en dejar opinar a personas ajenas acerca de qué oficiales debían ser elegidos. Pero los japoneses sólo decían que querían ser consultados. Que sus recomendaciones no serían vinculantes. Y señalaron que consideraban natural tener voz en la elección del enlace.
—Aja…
—Y, en prueba de su buena voluntad, ofrecieron una contribución al fondo de pensiones de la Policía, para favorecer a todo el Departamento.
—¿De cuánto fue esa contribución?
—Creo que de medio millón. E invitaron al jefe a Tokyo, para enseñarle sus sistemas de archivo de antecedentes. Un viaje de tres semanas, con escala de una semana en Hawai. Todo, en primera clase. Y mucha publicidad, que al jefe le encanta.
Llegamos al rellano del segundo piso. Empezamos a subir al tercero.
—De manera que, a la postre, resulta difícil para el Departamento hacer caso omiso de las recomendaciones de la comunidad asiática. Es mucho lo que está en juego.
—Me dan ganas de dejarlo —dije.
—Siempre es una opción. De todos modos, ¿consiguió parar a su mujer?
—Mi ex mujer. En seguida captó el mensaje. Lauren es un animal político de instinto muy fino, desde luego. Pero he tenido que decirle quién es el asesino.
Él se encogió de hombros.
—No es mucho lo que puede hacer durante las dos próximas horas.
—Pero ¿qué hacemos con las fotos? Ella dice que el tribunal no las aceptaría. Y lo mismo dijo Sanders: la época en que una fotografía era admitida como prueba ha terminado. ¿Tenemos otras pruebas?
—He estado ocupándome de eso. Creo que no hay que preocuparse.
—¿Por qué?
Connor se encogió de hombros.
Llegamos a la puerta trasera del apartamento. La abrí con la llave y entramos en la cocina. Estaba desierta. Fuimos por el pasillo hasta el recibidor. En todo el apartamento había silencio. Las puertas de la sala estaban cerradas. Pero olía a humo de tabaco.
Elaine, la asistenta, estaba en el recibidor, mirando por la ventana a los periodistas que seguían en la acera. Al oírnos se volvió. Parecía asustada.
—¿Michelle está bien? —pregunté.
—Sí.
—¿Dónde está?
—En la sala, jugando.
—
Voy a
verla.
—Teniente —dijo Elaine—, antes tengo que decirle una cosa.
—No se preocupe —dijo Connor—. Ya lo sabernos.
Abrió la puerta de la sala. Y entonces recibí la mayor impresión de toda mi vida.
John Morton estaba sentado en el sillón de maquillaje de los estudios de Televisión, con un «Kleenex» debajo de la barbilla, mientras la maquilladora le empolvaba la frente. Woodson, su ayudante, que estaba a su lado, dijo:
—Así es como ellos recomiendan que lo enfoques. —Entregó a Morton un fax—. El argumento base es que la inversión extranjera enriquece a los Estados Unidos. Nuestro país se fortalece merced a la entrada de capital extranjero. Los Estados Unidos tienen mucho que aprender del Japón.
—Y no estamos aprendiendo nada —dijo Morton tristemente.
—El argumento es plausible —dijo Woodson—. Es una actitud viable y, como puedes ver, del modo en que lo ha redactado Marjorie, más que un cambio de actitud, parece una puntualización de tu opinión anterior. Yo creo que puedes utilizarlo con comodidad, John. No va a convertirse en tema de debate.
—¿Va a hacerse la pregunta siquiera?
—Creo que sí. He dicho a los periodistas que no tendrías inconveniente en hablar de la modificación de tu actitud respecto al asunto «MicroCon». Que ahora estás a favor de la venta.
—¿Quién lo preguntará?
—Probablemente, Frank Pierce, del
Times.
Morton asintió.
—Es un buen elemento.
—Sí. Planteamiento económico. No tiene por qué haber dificultades. Puedes hablar de mercados libres, de comercio leal. Que esta venta no compromete la seguridad nacional. Esas cosas.
La maquilladora terminó y Morton se levantó del sillón.
—Senador, perdone que le moleste, pero ¿podría darme su autógrafo?
—Desde luego.
—Es para mi hijo.
—Encantado.
—John —dijo Woodson—, tenemos una copia sin pulir del comercial, por si quieres verla. Falta editarla, pero quizá quieras hacer algún comentario. Lo he preparado todo en la sala de al lado.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Sales al aire dentro de nueve minutos.
—Bien.
Morton fue hacia la puerta y entonces nos vio.
—Buenas tardes, señores —dijo—. ¿Me necesitan para algo?
—Será una conversación muy breve, senador —dijo Connor.
—Bien, tengo que revisar una cinta —dijo Morton—. Después hablaremos. Pero sólo tengo un par de minutos…
—Está bien —dijo Connor.
Seguimos a Morton a otra habitación desde la que se dominaba todo el estudio. Abajo, en un escenario de color beige en el que se leía PROTAGONISTAS DE LA NOTICIA tres periodistas repasaban sus notas mientras le colocaban los micrófonos. Morton se sentó frente a un televisor y Woodson introdujo una casete.
Vimos el anuncio que había sido grabado a primera hora de aquella tarde. Tenía un código de tiempo al pie de la imagen. Aparecía el senador andando por el campo de golf con aire decidido.
El mensaje era que los Estados Unidos había perdido su competitividad económica y que entre todos teníamos que recuperarla.
«—Es hora de aunar esfuerzos —decía Morton en el monitor—. Todos nosotros, los políticos de Washington, los líderes empresariales y sindicales, los maestros y la juventud y cada uno de nosotros, tenemos que pagar nuestras cuentas y reducir el déficit del Gobierno. Incrementar el ahorro. Mejorar las comunicaciones y la enseñanza. Necesitamos una política gubernamental de ahorro de energía, para defender nuestro medio ambiente, los pulmones de nuestros hijos y nuestra competitividad global».
La cámara se acercó a la cara del senador, para las frases finales.
«Hay quienes dicen que estamos entrando en una nueva Era de economía a escala mundial. Que ya no importa dónde estén situadas las empresas ni dónde se fabriquen los productos. Que el concepto de economía nacional está anticuado y superado. A esas personas yo les digo: el Japón no piensa así. Alemania no piensa así. Hoy los países más prósperos del mundo practican una política marcadamente nacional de ahorro de energía, control de las importaciones y fomento de la exportación. Cuidan de su industria protegiéndola de la competencia desleal del extranjero. La industria y el Gobierno colaboran en la defensa de su gente y de sus puestos de trabajo. Y esos países funcionan mejor que los Estados Unidos porque su política económica es realista. Su política es consecuente. La nuestra, no. No vivimos en un mundo ideal y, mientras no llegue ese mundo ideal, Estados Unidos debe afrontar la verdad. Debemos construir nuestro propio nacionalismo económico duro. Debemos cuidar de los norteamericanos. Porque nadie más los cuidará.
«Quiero dejar bien claro que la causa de nuestros problemas no son los gigantes industriales del Japón y Alemania. Esos países desafían a los Estados Unidos con nuevas realidades… y de nosotros depende afrontar esas realidades y aceptar con bizarría el desafío económico. Si así lo hacemos, nuestro gran país conocerá una Era próspera como ninguna otra. Pero, si continuamos como hasta ahora, repitiendo los viejos tópicos de libre economía de mercado, nos espera el desastre. La elección es nuestra. Optemos por reconocer las nuevas realidades y por forjar un mejor futuro económico para el pueblo norteamericano».