Sol naciente (37 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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La lentitud de él en darse cuenta de que ocurría algo malo. Cómo se quedaba rígido un momento, luego le tomaba la cabeza y se la volvía hacia un lado y otro, tratando de despertarla, hasta que, finalmente, se retiraba. Sólo con mirarle a la espalda casi advertías su horror. Se movía despacio, como en trance. Paseaba por la habitación con pasos cortos e indecisos, primero hacia un lado, luego hacia el otro. Tratando de recobrar la serenidad, de decidir lo que tenía que hacer.

Cada vez que veía la secuencia, yo experimentaba algo diferente. Las primeras veces era una tensión, una sensación de
voyeur
casi sexual. Después fui sintiéndome más frío, más analítico. Como si estuviera alejándome del monitor. Y, finalmente, toda la secuencia pareció descomponerse ante mis ojos y los cuerpos perdieron toda su identidad humana, se hicieron abstracciones, formas que se movían en un espacio oscuro.

—Esa muchacha era una enferma —dijo Theresa.

—Eso parece.

—No es una víctima. Ella, no.

—Quizá no.

Volvimos a mirar, pero yo ya no sabía qué miraba. Finalmente, dije:

—Sigamos adelante, Theresa.

Habíamos estado repitiendo la secuencia sin pasar de un punto determinado. Ahora, cuando seguimos adelante, casi inmediatamente observamos algo raro. El hombre dejó de pasear y volvió la cabeza vivamente hacia un lado, como si hubiera visto u oído algo.

—¿El otro? —dije.

—Quizá. —Theresa señaló los monitores—. Aquí es donde parece que las sombras no casan. Ahora sabemos por qué.

—¿Han borrado algo?

Ella hizo retroceder la cinta. Por uno de los monitores que reproducían la visión lateral, vimos que el hombre miraba hacia la salida. Daba la impresión de que acababa de ver a alguien. Pero no parecía asustado, ni culpable.

Theresa amplió la imagen. El hombre no era más que una silueta.

—No se ve nada, ¿verdad?

—Fíjese en el perfil.

—¿Qué le ocurre?

—Estoy mirando la línea de la mandíbula. Sí. ¿Lo ve? La mandíbula se mueve. Este hombre está hablando.

—¿Hablando con el otro?

—O consigo mismo. Pero, desde luego, está mirando hacia el exterior. Y ahora, ¿ve?, de repente tiene nueva energía.

El hombre se movía por la sala de juntas. Su aire era decidido. Recordé lo confusa que me había parecido esta parte la noche antes, cuando la pasamos en la central. Pero con cinco cámaras estaba clara. Podíamos ver lo que hacía exactamente. Recogía las bragas del suelo.

Y luego se inclinaba sobre la muchacha y le quitaba el reloj.

—Ésta sí que es buena —dije—. Le quitó el reloj.

Sólo se me ocurría una razón: el reloj debía de tener una inscripción. El hombre se metió las bragas y el reloj en el bolsillo y, cuando daba media vuelta para marcharse, la imagen se congeló otra vez.

—¿Qué hay? —pregunté.

Ella señaló uno de los cinco monitores.

—Ahí —dijo.

Miraba la vista lateral de conjunto. Esta cámara mostraba la sala de juntas desde el atrio. Vi la silueta de la muchacha encima de la mesa y al hombre de pie.

—¿Sí?


Ahí
—dijo ella, señalando—. Olvidaron borrar ésta. —En el ángulo de la pantalla, aparecía una figura espectral. El ángulo y la luz eran los precisos para permitirnos verlo. Era un hombre.

El tercer hombre.

Había avanzado y ahora estaba en el centro del atrio, mirando al homicida que seguía en la sala de juntas. La figura del tercer hombre se reflejaba completa en el vidrio. Pero era muy tenue.

—¿Puede definirla más?

—Puedo intentarlo —dijo ella.

Empezaron los aumentos. Ella oprimió pulsadores y la imagen se descompuso. Aumentó el contraste. Las líneas horizontales se prolongaron, la imagen se hizo borrosa, plana. Ella la recuperó. La aumentó. Era una tortura. Casi podíamos identificar al hombre.

Casi, pero no del todo.

—Adelante —dijo ella.

Los fotogramas fueron saltando uno a uno. La imagen del hombre era alternativamente más nítida, borrosa, definida. Por fin pudimos ver claramente al hombre que esperaba.

—No te jode… —dije.

—¿Sabe quién es?

—Sí —dije—. Es Eddie Sakamura.

A partir de entonces, avanzamos rápidamente. Ahora sabíamos sin lugar a duda que las cintas habían sido modificadas para cambiar la identidad del homicida. Vimos al homicida salir de la sala de juntas e ir hacia la salida lanzando una mirada de pesar a la muerta.

—¿Cómo pudieron cambiar la cara del homicida en un par de horas?

—Tienen programas muy sofisticados. Son, con mucho, los más avanzados del mundo. Los japoneses han mejorado mucho en
software.
Pronto adelantarán a los norteamericanos, como ya les han adelantado en ordenadores.

—Así que lo que hicieron fue usar un buen
software.

—La operación sería muy aventurada, incluso disponiendo del mejor programa del mundo. Y los japoneses no son amigos de arriesgarse. Por lo tanto, es de suponer que este trabajo no ofrecía muchas dificultades. Porque el homicida está siempre o besando a la muchacha o en la oscuridad de modo que no se le ve la cara. Imagino que la idea de cambiar la identidad se les ocurriría después, cuando vieron que sólo tenían que retocar la parte que viene ahora… Ahí, cuando pasa por delante del espejo.

En el espejo vi la cara de Eddie Sakamura con toda claridad. Y la mano que rozaba la pared tenía la cicatriz.

—¿Ve? Cambiando esto, el resto de la grabación podía pasar. La de todas las cámaras. Era una oportunidad única y la aprovecharon. Eso es lo que yo creo.

En los monitores, Eddie Sakamura pasó por delante del espejo y desapareció en la oscuridad. Ella hizo retroceder la cinta.

—Vamos a ver.

Cuando tuvo en la pantalla el reflejo de la cara en el espejo incrementó la imagen hasta que se descompuso en bloques.

—Aja —exclamó—. Mire los
píxeles.
¿Ve qué uniformidad? Esto ha sido retocado. Aquí, en el pómulo, en esa sombra debajo del ojo. Normalmente, entre dos grises, en el borde hay cierta irregularidad. Aquí la línea está perfectamente definida. Ha sido restaurada. Y déjeme ver…

La imagen se desplazó en sentido lateral.

—Sí. Aquí también.

Más bloques. Yo no sabía qué podía estar mirando.

—¿Qué es?

—La mano derecha. La de la cicatriz. La cicatriz está añadida. Se nota por la disposición de los
píxeles.

Yo no lo veía, pero acepté su palabra.

—Entonces, ¿quién es el verdadero homicida?

—Será difícil determinarlo —dijo ella moviendo la cabeza.

—No hemos encontrado ningún reflejo. Hay otro sistema que no he probado porque es el más fácil. Consiste en investigar el detalle de las sombras.

—¿Cómo?

—Podemos tratar de intensificar la imagen en las zonas oscuras, sombras y siluetas. Quizás haya un lugar en el que la luz ambiental nos permita extraer un rostro reconocible. Podemos probar.

No parecía entusiasmarle la idea.

—¿No cree que dé resultado?

Se encogió de hombros.

—No; pero se puede probar. Es lo único que nos queda.

—De acuerdo —dije—. Vamos allá.

Hizo retroceder la cinta y Eddie Sakamura caminó hacia atrás del espejo a la sala de juntas.

—Un momento —dije—. ¿Qué hay después del espejo? No hemos mirado esa parte.

—La miré yo. Él pasa por debajo del dintel y se aleja hacia la escalera.

—Vamos a verlo de todos modos.

—De acuerdo.

La cinta fue hacia delante. Eddie Sakamura se acercó rápidamente a la salida. Su cara apareció fugazmente en el espejo. Cuanto más veces lo miraba, más falso me parecía este momento. Hasta daba la impresión de que se hacía una pequeña pausa, que el movimiento se detenía una fracción de segundo. Para ayudarnos a hacer la identificación.

El homicida seguía andando, entraba en el oscuro pasillo que conducía a la escalera que quedaba en un extremo de la planta, fuera de la vista. La pared del fondo era clara, por lo que la figura se veía en silueta. Pero no se apreciaba ningún detalle. Era una sombra.

—No —dijo ella—; recuerdo este pasaje. No hay nada. Demasiado oscuro.
Kuronbo.
Eso es lo que me llamaban a mí, negra.

—¿No me ha dicho que se puede definir el detalle de las sombras?

—Se puede, pero no en este caso. De todos modos, estoy segura de que esta parte ha sido retocada. Ellos sabían que íbamos a examinar atentamente esta parte, antes y después del espejo. Sabían que miraríamos con microscopio cada fotograma. Por lo tanto, lo habrán retocado a conciencia. Y emborronado bien todas las sombras de esta persona.

—De todos modos…

—¡Eh! —exclamó de pronto—. ¿Qué ha sido eso?

La imagen se inmovilizó.

Yo vi la silueta del homicida que se alejaba hacia la pared blanca del fondo pasando por debajo del letrero de salida.

—Es una sombra.

—Sí, pero hay algo raro.

Hizo retroceder la cinta lentamente.

Mientras miraba la pantalla, dije:


Machigai no umi oshete kudasaü.
—Era una frase aprendida en una de mis primeras lecciones.

Ella sonrió en la oscuridad.

—Voy a tener que ayudarle con la gramática japonesa, teniente. ¿Quiere preguntarme si hay algún error?

—Sí.

—Entonces tiene que decir
umu
, no
umi. Umi
significa océano.
Umu
es la partícula de la frase interrogativa disyuntiva: ¿sí o no…? Pues sí; pienso que puede haber un error.

La cinta seguía retrocediendo, la silueta del homicida caminaba ahora hacia nosotros. Ella aspiró entre los dientes, sorprendida.

—Y lo hay. No puedo creerlo. ¿Lo ve ahora?

—No —dije.

Ella hizo correr la cinta hacia delante. Yo vi cómo se alejaba la silueta.

—Ahí está. ¿No lo ve?

—No; lo siento.

—Fíjese bien. —Empezaba a impacientarse—. Mire el hombro. Observe el hombro de la figura. Fíjese cómo sube y baja a cada paso, rítmicamente y de pronto… ¡Ahora! ¿Lo ve?

Por fin lo vi.

—El perfil parece que da un brinco. Que se amplía.

—Eso es; aumenta de tamaño. —Ajustó los mandos—. Y de forma considerable, teniente. Trataron de hacer coincidir el cambio con el momento en que la figura se eleva ligeramente al apoyar el pie en el suelo, para disimular. Pero la verdad es que no se esmeraron mucho. Se nota.

—¿Y eso qué significa?

—Significa arrogancia. —Parecía irritada. Yo no adivinaba por qué. Por lo tanto, se lo pregunté.

—Sí, esto me indigna —dijo mientras movía la mano rápidamente para ampliar la figura—. No han afinado más porque se figuran que nosotros no seremos rigurosos. Que no seremos lo bastante inteligentes. Que no seremos
japoneses.

—Pero…

—Oh, los detesto. —La imagen se movía, se desplazaba. Ahora Theresa se concentraba en la silueta de la cabeza—. ¿Sabe quién es Takeshita Noburu?

—¿Algún fabricante?

—No; Takeshita era primer ministro. Hace unos años, se permitió un comentario chistoso acerca de los marinos de un buque de la
Navy
que visitaba el Japón. Dijo que los Estados Unidos son tan pobres que los marineros no pueden permitirse desembarcar para divertirse en el Japón. Demasiado caro para ellos. Que tenían que quedarse en el barco y transmitirse el sida unos a otros. Un chiste muy gracioso en el Japón.

—¿Eso dijo?

Ella asintió.

—Si yo fuera americano y alguien dijera eso de mí, lo que yo haría sería sacar de allí mi barco y decir al Japón que se jodiera y se rascara el bolsillo para pagar su propia defensa. ¿No sabía que Takeshita había dicho eso?

—No…

—Los servicios informativos norteamericanos… —dijo moviendo la cabeza—. Inútiles.

Estaba furiosa y trabajaba de prisa. Los dedos le resbalaron de los mandos y la imagen saltó hacia atrás y perdió definición.

—Puta mierda.

—Tranquila, Theresa.

—A la mierda, tranquila. ¡Ahora vamos a meterles un gol!

Acercaba la silueta de la cabeza, aislándola y siguiéndola fotograma a fotograma. Yo vi cómo la imagen crecía bruscamente.

—Aquí es el enlace —dijo—. Esto ya es original. A partir de aquí, es la imagen original. Ese hombre que ahora se aleja de nosotros es el verdadero homicida.

La silueta se alejaba hacia la pared del fondo. Ella fue pasando los fotogramas uno a uno. Entonces la silueta empezó a cambiar de forma.

—Aja. Muy bien. Lo que yo esperaba…

—¿Qué es?

—Ahora vuelve la cabeza para lanzar una última mirada. Mira atrás. ¿Lo ve? Está volviendo la cabeza. Ahí está la nariz, y ahora la nariz ha desaparecido porque ha vuelto la cara por completo. Nos está mirando.

—Para lo que nos sirve…

—Un momento.

Más ajustes.

—El detalle está ahí —dijo ella—. Es como la exposición oscura en una película. El detalle se ha grabado, pero todavía no podemos verlo. Ahora… Ahora le doy realce. Y ahora saco el detalle… ¡Ya!

De pronto, de un modo sobrecogedor, la oscura silueta empezó a iluminarse y la pared del fondo a adquirir una incandescencia que aureolaba la cabeza. La cara fue definiéndose y, por primera vez, pudimos verla con claridad.

—Bah, hombre blanco. —Parecía decepcionada.

—Dios mío —dije.

—¿Sabe quién es?

—Sí.

Las facciones estaban crispadas por la tensión, el labio superior, doblado hacia arriba en una mueca de horror. Pero la identidad era inconfundible.

Yo estaba mirando la cara del senador John Morton.

Yo eché el cuerpo para atrás, mirando la imagen congelada. Oía zumbar los ordenadores. Oía gotear el agua en los cubos, en la oscuridad del laboratorio. Oía respirar a Theresa, a mi lado, jadeando como el corredor al terminar la carrera.

Miraba la pantalla. Ahora todo encajaba, como un puzzle que se ensamblara ante mis ojos.

Julia Young: Tiene un amigo que viaja mucho. Siempre está de viaje. Nueva York, Washington, Seattle… Se reúne con él. Está loca por él.

Jenny, en los estudios de televisión: Morton tiene una amiguita que le ha sorbido el seso. Le da celos. Es una muchacha joven.

Eddie: A esa chica le gustaba causar problemas. Armar jaleo.

Jenny: Se la ve en las fiestas con la gente de Washington desde hace unos meses.

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