—Verás, yo entonces trabajaba para la oficina de Prensa…
—Déjate de cuentos. Lo solicitaste porque suponía un plus, ¿no? Dos o tres mil al año. Un subsidio para estudios. La Fundación Amistad Nipo-Americana lo paga al Departamento. Y el Departamento lo distribuye en forma de subsidio para que los policías perfeccionen sus conocimientos de lengua y cultura japoneses. Eso es. ¿Y cómo van tus estudios, Petey-san?
—Estoy estudiando.
—¿Cuántas horas?
—Una noche a la semana.
—Una noche a la semana. Y, si te saltas alguna clase, ¿pierdes el subsidio? Quiá. Joder, claro que no. En realidad, no importa si vas a clase o no. La realidad, hijo, es que estás cobrando un soborno. Te metes tres mil dólares en el bolsillo que vienen del país del Sol Naciente. No es mucho, desde luego. Nadie puede comprarte por tres de los grandes, ¿verdad? Claro que no.
—Eh, Tom…
—Pero lo cierto es que no te compran. Ellos sólo te
predisponen
. Quieren que lo pienses dos veces. Que te inclines a ser benévolo con ellos. ¿Y por qué no? Es la naturaleza humana. Ellos te han mejorado la vida. Ellos contribuyen a tu bienestar. Al de tu familia. Al de tu hijita. Ellos te rascan la espalda. ¿Por qué no vas a rascársela tú a ellos? ¿No es eso, Petey-san?
—No; no es eso —dije. Empezaba a irritarme.
—Sí —insistió Graham—. Porque así se influye en la gente. La influencia puede negarse, desde luego. Tú puedes decir que no existe. Tú te dices a ti mismo que no, pero existe. La única forma de estar limpio es estar limpio, colega. Si no eres parte interesada, si no te beneficias, entonces puedes hablar. De lo contrario, colega, se hacen amos tuyos, porque para algo te pagan.
—Eh, un momento…
—De modo que no me hables de
odios
. Este país está en guerra, y hay gente que lo comprende y gente que colabora con el enemigo. Lo mismo que en la Segunda Guerra Mundial. También entonces Alemania pagaba a la gente para que hicieran propaganda nazi. En Nueva York había periódicos que publicaban editoriales con las consignas de Adolf Hitler. A veces, la gente ni se enteraba. Pero lo hacían. Es la guerra, tío. Y tú eres un jodido colaboracionista.
En aquel momento, volvió Connor, y fue un alivio, porque Graham y yo íbamos a liarnos a puñetazos.
—A ver si me aclaro, Tom —dijo Connor plácidamente—. Según tu hipótesis, después de que asesinaran a la muchacha, ¿qué hicieron con las cintas?
—Joder, las cintas han
desaparecido
—dijo Graham—. Esas cintas ya no las verás.
—Es curioso. Porque esa llamada era de la central. Al parecer, Mr. Ishigura está allí. Y lleva una caja de cintas de vídeo para que yo las examine.
Connor y yo fuimos en mi coche y Graham, en el suyo.
—¿Por qué dijo que los japoneses nunca tocarían a Graham?
—Por lo que ocurrió con su tío —dijo Connor—. Era prisionero de guerra. Lo llevaron a Tokyo y allí desapareció. Cuando acabó la guerra, el padre de Graham fue al Japón, para enterarse de lo que había sido de su hermano. Probablemente, ya sepa que mataron a varios soldados norteamericanos en experimentos médicos. Se decía que los japoneses daban los hígados a los subordinados, como una broma macabra. Cosas por el estilo.
—No lo sabía —dije.
—Creo que todo el mundo prefiere olvidar aquella época y mirar al futuro —dijo Connor—. Y, probablemente, es preferible. Ahora es un país diferente. ¿Contra qué despotricaba Graham?
—Mi plus de oficial de enlace.
—Dijo que eran unos cincuenta a la semana, ¿no?
—Algo más.
—¿Cuánto más?
—Unos cien dólares a la semana. Cinco mil quinientos al año. Pero de ahí tienen que salir las clases, los libros, los gastos de transporte, la niñera, todo.
—O sea, cinco de los grandes —dijo Connor—. ¿Y qué hay de malo en ello?
—Dice Graham que eso me influye. Que los japoneses me han comprado.
—Desde luego, es lo que intentan —dijo Connor—. Y son muy sutiles.
—¿Lo intentaron con usted?
—Oh, pues claro. —Hizo una pausa—. Y muchas veces he aceptado. Ofrecer regalos para asegurarte la buena voluntad de las personas es algo que los japoneses hacen instintivamente. Y no es muy distinto de lo que hacemos nosotros cuando invitamos a cenar al jefe. La buena voluntad es la buena voluntad. Claro que no invitamos a cenar al jefe cuando estamos propuestos para un ascenso. Lo correcto es invitarlo al principio de la relación, cuando no hay nada en juego. Entonces es, simplemente, un acto de buena voluntad. Lo mismo sucede con los japoneses. Ellos piensan que hay que hacer el regalo pronto, porque entonces no es un soborno. Es un regalo. Un medio para entablar una relación antes de que exista presión sobre esa relación.
—¿Y a usted le parece bien?
—A mí me parece que así funciona el mundo.
—¿No cree que sea corrupción?
—¿Lo cree usted? —dijo Connor mirándome.
Me llevó mucho tiempo contestar.
—Yo creo que tal vez sí.
Él se echó a reír.
—Vaya, es un alivio —dijo—. De lo contrario, los japoneses habrían malgastado su dinero en usted.
—¿Dónde está la gracia?
—En su confusión,
kohai
.
—Graham piensa que esto es una guerra.
—Y es la verdad —dijo Connor—. Estamos en guerra contra el Japón, indiscutiblemente. Ahora vamos a ver qué sorpresa nos tiene reservada Mr. Ishigura en la última escaramuza.
La antesala de la quinta planta de la jefatura central estaba tan concurrida como de costumbre, a pesar de ser las dos de la madrugada. Los detectives andaban entre las prostitutas recogidas en las redadas y los drogadictos detenidos para ser interrogados. En un rincón, un hombre con americana a cuadros gritaba una y otra vez a una agente femenina que tenía una tablilla en la mano:
—¡Que se calle le digo, mierda!
Kasaguro Ishigura desentonaba en aquella barahúnda. Estaba sentado en un rincón con su traje azul con rayita diplomática, con la cabeza baja y las piernas juntas. Tenía una caja de cartón encima de las rodillas.
Al vernos, se levantó rápidamente e hizo una reverencia con las palmas de las manos en los muslos, señal de respeto aún mayor. Mantuvo la inclinación durante varios segundos. Luego volvió a inclinarse inmediatamente y esta vez se quedó esperando, con el cuerpo doblado y mirando al suelo, hasta que Connor le habló en japonés. La respuesta de Ishigura, también en japonés, fue dada en tono suave y respetuoso. No levantaba la mirada del suelo.
Tom Graham se me llevó hacia el depósito del agua.
—Carajo, esto tiene la pinta de una confesión en regla.
—Tal vez. —Yo no estaba convencido. Ya había visto a Ishigura cambiar de actitud con anterioridad.
Yo observaba a Connor hablar a Ishigura. El japonés seguía contrito, mirando al suelo.
—Nunca hubiera sospechado de él —dijo Graham—. Ni en un millón de años. No, señor.
—¿Por qué?
—¿Y tienes que preguntarlo? Matar a una chica y luego quedarse allí y darnos órdenes a nosotros. Jodidos nervios de acero. Y míralo ahora: jo, si está casi
llorando
.
Era verdad: Ishigura tenía lágrimas en los ojos. Connor cogió la caja, dio media vuelta y cruzó la habitación en dirección a nosotros. Me dio la caja.
—Encárguese de esto. Yo voy a tomar declaración a Ishigura.
—Bien —dijo Graham—. ¿Ha confesado?
—¿El qué?
—El asesinato.
—¡Qué va! ¿Qué te hace pensar eso?
—Está ahí haciendo reverencias y frotando el suelo con las suelas de los zapatos…
—Eso no es más que
sumimasen
—dijo Connor—. Yo no lo tomaría muy en serio.
—Si está casi llorando —dijo Graham.
—Sólo porque cree que eso puede ayudarle.
—¿Entonces no ha confesado?
—No. Pero ha descubierto que las cintas habían sido retiradas, efectivamente. Ello significa que cometió una grave equivocación al fingir delante del alcalde. Ahora podría ser acusado de ocultar pruebas. Podrían expulsarlo de la abogacía. Sería un escándalo para su empresa. Ishigura tiene graves problemas y lo sabe.
—¿Y por eso está tan suave?
—Sí. En el Japón, cuando la cagas lo mejor que puedes hacer es presentarte a las autoridades y demostrar lo mucho que lo sientes, lo avergonzado que estás y tu firme propósito de no reincidir. Es pura fórmula, pero las autoridades comprenden que has aprendido la lección. Eso es
sumimasen
: contricción infinita. Es la versión japonesa de pedir clemencia al tribunal. Se considera la mejor manera de conseguir indulgencia. Y eso es lo que hace Ishigura.
—O sea que es comedia —dijo Graham con la mirada dura.
—Sí y no. Es difícil de explicar. Tome. Vamos a pasar las cintas. Ishigura dice que ha traído uno de sus vídeos porque el formato de las cintas no es el corriente y temía que no pudiéramos visionarias. ¿Vamos?
Abrí la caja de cartón. Vi veinte cartuchos pequeños de ocho milímetros, como casetes de audio. Y vi también una cajita del tamaño de un «Walkman»: el vídeo. Tenía cables para conexión a un televisor.
—Está bien —dije—. Echemos un vistazo.
La primera cinta contenía la toma de una de las cámaras instaladas en el techo del atrio de la planta cuarenta y seis. La imagen era en blanco y negro. Se veía a gente trabajando en la planta, en lo que parecía una jornada normal. Pasamos esa parte a gran velocidad. Las sombras proyectadas por el sol que entraba por las ventanas describieron arcos en el suelo y desaparecieron. Poco a poco, la luz reflejada en el suelo fue palideciendo a medida que se hacía de noche. Una a una, se encendieron las luces de los escritorios. Los empleados se movían ahora más despacio. Finalmente, empezaron a marcharse, uno tras otro. A medida que la planta se vaciaba, advertimos otra cosa. Ahora, de vez en cuando, la cámara se movía, siguiendo a la persona que pasara por debajo. Pero no siempre. Entonces comprendimos que la cámara debía de estar equipada para enfoque y seguimiento automáticos. Si había mucho movimiento en el fotograma, es decir, varias personas que se movieran en direcciones diferentes, la cámara permanecía fija. Pero, si el fotograma estaba vacío, la cámara seguía a la figura que pasara por su campo visual.
—Es curioso el sistema.
—Probablemente, es especial para cámaras de seguridad —dije—. Es lógico que les interesen más los movimientos de una sola persona que los de una multitud.
Se encendieron las luces de vigilancia. Ya no quedaba nadie en los escritorios. Ahora la cinta empezó a parpadear rápidamente, casi como un estroboscopio.
—¿Le pasa algo a la cinta? —preguntó Graham con suspicacia—. ¿Está amañada?
—No lo sé. No, espera. No es eso. Fíjate en el reloj.
En la pared del fondo se veía el reloj. El minutero se movía rápidamente de las siete y media hacia las ocho.
—La cámara tiene temporizador.
—¿Qué hace? ¿Toma instantáneas?
Yo asentí.
—Probablemente, cuando el sistema no detecta movimiento durante un rato, pasa a tomar un fotograma cada diez o veinte segundos, hasta…
—Eh, ¿qué pasa ahora?
El parpadeo había cesado. La cámara giraba hacia la izquierda, barriendo la planta desierta. Pero no había nadie en la imagen. Sólo escritorios vacíos y alguna que otra luz de vigilancia que velaba ligeramente el vídeo.
—Quizá tengan un sensor más amplio que el objetivo. Eso o alguien la mueve manualmente. Algún guardia. Quizá desde el puesto de seguridad.
La cámara se detuvo enfocando las puertas del ascensor. Las puertas estaban en el extremo de la derecha, en la sombra, bajo un dintel que nos estorbaba la vista.
—Jo, está oscuro ahí debajo. ¿Habrá alguien?
—No veo nada —dije.
El enfoque empezó a fluctuar.
—¿Y ahora qué pasa? —dijo Graham.
—Es el enfoque automático. Es como si no encontrara lo que tiene que enfocar. Ese dintel puede perturbar los circuitos. Mi videocámara hace lo mismo. Cuando no sabe lo que estoy grabando, se hace un lío.
—¿Así que la cámara trata de enfocar algo? Pues yo no veo nada. Ahí debajo todo está muy negro.
—Pues hay alguien. Se ve la silueta pálida de unas piernas. Muy tenue.
—¡Rayos! —dijo Graham—. Es la chica. Está al lado del ascensor. Ahora se mueve.
Al cabo de un momento, Cheryl Austin salió de debajo del dintel y pudimos verla claramente por primera vez.
Era hermosa y arrogante. Entró en la sala con paso firme. Tenía armonía en sus movimientos, no el andar desgarbado de muchos jóvenes.
—Qué hermosura —dijo Graham.
Cheryl Austin era alta y delgada. Su cabello, rubio y corto, la hacía parecer aún más alta. Tenía un porte erguido. Giró sobre sí misma lentamente, observando el lugar como si le perteneciera.
—Me parece imposible estar viendo esto —dijo Graham.
Comprendí a qué se refería. Era una muchacha que había sido asesinada hacía pocas horas. Y ahora la veíamos minutos antes de su muerte.
En el monitor, Cheryl cogió un pisapapeles de una mesa, le dio una vuelta y volvió a dejarlo. Abrió y cerró el bolso. Miró el reloj.
—Empieza a ponerse nerviosa —dije.
—No le gusta que la hagan esperar —dijo Graham—. Y apuesto a que no tiene mucha práctica en eso. Es natural, en una muchacha semejante.
La joven empezó a tamborilear en la mesa con los dedos, con un ritmo que me resultó familiar. Movía la cabeza al compás. Graham entornó los ojos.
—¿Habla? ¿Dice algo?
—Eso parece —dije. Apenas la veíamos mover los labios. Y entonces, de pronto, conseguí sincronizar el ritmo de sus dedos con el movimiento de sus labios.
—«Me muerdo las uñas y giro los pulgares, estoy nervioso pero me divierte. Oh, nena, tú me enloqueces…».
—Canastos, tienes razón —dijo Graham—. ¿Cómo lo sabías?
Cheryl dejó de cantar. Se volvió hacia los ascensores.
—Ah. Ya viene.
Cheryl se acercó a los ascensores. Debajo del dintel, se abrazó al hombre que acababa de llegar. Se besaron apasionadamente. Pero el hombre permanecía oculto por el dintel. Veíamos los brazos con que rodeaba a Cheryl, pero no la cara.
—Mierda —dijo Graham.
—No te apures —dije—. Lo veremos dentro de un minuto. Si no por esta cámara, por otra. Pero creo que podemos estar seguros de que no es alguien al que acaba de conocer sino un antiguo conocido.