Sol naciente (15 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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Llegamos al pie de la escalera.

—¿Y él se lo ha recordado?

—El nunca haría tal cosa. Es obligación mía recordarlo.

—Muy bien, capitán —dije—. Todo esto del agradecimiento es muy digno y muy noble. Y yo estoy decididamente a favor de la armonía interracial. Pero, por otra parte, es posible que él matara a la muchacha, robara las cintas y limpiara el apartamento. Eddie Sakamura me parece un granuja de cuidado. Su comportamiento es sospechoso y nosotros nos marchamos tranquilamente dejándolo suelto.

—Eso es.

Seguimos andando. Cuanto más lo pensaba, más me preocupaba.

—Oficialmente, el caso es mío —dije.

—Oficialmente, el caso es de Graham.

—De acuerdo. Pero si luego resulta que él lo hizo, vamos a quedar como un par de idiotas.

Connor suspiró, como si fuera a perder la paciencia.

—Está bien. Vamos a hacer un resumen de los hechos tal como usted cree que pueden haber sucedido. Eddie mata a la chica, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Él puede verla a todas horas, pero decide follar en la sala de juntas, encima de la mesa, y la mata. Luego, baja al vestíbulo y se hace pasar por un directivo de la «Nakamoto»… a pesar de que Eddie Sakamura puede parecer cualquier cosa menos un directivo. Pero vamos a suponer que da el pego. Consigue despachar al guardia. Retira las cintas y sale del puesto de vigilancia en el momento en que llega Phillips. Va al apartamento de Cheryl, a borrar huellas, y se le ocurre prender una foto suya en el espejo de Cheryl. Luego pasa por el «Bora Bora» y dice a todo el mundo que va a una fiesta en Hollywood. Y allí lo encontramos, en una habitación sin muebles, charlando con una pelirroja como si nada. ¿Es así como lo ve?

No contesté. No tenía mucho sentido, puesto de ese modo. Por otro lado…

—Espero que no haya sido él.

—Yo también.

Llegamos al nivel de la calle. El mozo salió corriendo en busca del coche.

—La crudeza con que habla de ciertas cosas —dije—, como lo de ponerle la bolsa en la cabeza, es espeluznante.

—Oh, eso no significa nada —dijo Connor—. Recuerde que el Japón nunca aceptó a Freud ni al cristianismo. A ellos el sexo no les produce ni remordimiento ni complejos. No dan importancia a la homosexualidad ni a las desviaciones. Lo enfocan de un modo racional. A unas personas les gusta de una manera especial, lo hacen así y punto. Los japoneses no comprenden por qué nosotros nos complicamos tanto la vida acerca de lo que no es más que una función orgánica. Ellos piensan que, en materia de sexo, estamos un poco majaretas. Y no van descaminados. —Connor miró el reloj.

Paró un coche de seguridad. Un guardia uniformado asomó la cabeza.

—Eh, ¿algún problema en la fiesta de ahí arriba?

—¿Por ejemplo?

—Dos individuos que se han pegado. ¿Alguna pelea? Nos han llamado por teléfono.

—No sé —dijo Connor—. Será preferible que suban a informarse.

El guardia se apeó del coche enderezando un pesado abdomen y empezó a subir las escaleras. Connor se volvió a mirar la alta tapia.

—¿Sabe que ahora tenemos más guardias privados que policías? Todo el mundo levanta paredes y contrata a guardias jurados. En el Japón, puedes sentarte en un banco de un parque a medianoche sin que te pase anda. Allí estás completamente seguro, día y noche. Puedes ir a donde quieras. Allí no te roban, ni te pegan, ni te matan. No tienes que estar siempre mirando atrás y preocupándote. Eres libre. Es un sentimiento maravilloso. Aquí la gente siempre tiene que encerrarse. Y cerrar bien el coche. La gente que se pasa la vida encerrada es como si estuviera en la cárcel. Es terrible. Destruye el espíritu. Pero los norteamericanos llevan así tanto tiempo que ya han olvidado lo que es sentirse realmente
seguro
. En fin, aquí está el coche. Volvamos a la División.

Empezábamos a bajar por la calle cuando llamó la telefonista de la Central.

—Teniente Smith —dijo—. Se ha recibido una llamada para Servicios Especiales.

—Ahora estoy ocupado —dije—. ¿No puede encargarse el suplente?

—Teniente Smith, agentes de patrulla solicitan a una persona de Servicios Especiales para un dig. vis. en la zona diecinueve.

Me decía que había un problema con un dignatario visitante.

—Comprendo, pero estoy trabajando en un caso. Páselo al suplente.

—Es en Sunset Plaza Drive. ¿No se encuentra usted…?

—Sí —dije. Ahora comprendía su insistencia. La llamada procedía de un lugar situado cerca de donde estábamos—. De acuerdo —dije—. ¿Qué ha ocurrido?

—Se trata de dig. vis. CEE Nivel G más uno. Apellido Rowe.

—Entendido —dije—. Ahora mismo vamos. Colgué el teléfono y di la vuelta.

—Interesante —dijo Connor—. Nivel G más uno es el Gobierno.

—Sí.

—¿Se trata del senador Rowe?

—Eso parece —dije—. Conducía en estado de embriaguez.

El «Lincoln» negro había ido a parar al césped de una casa de la parte alta de Sunset Plaza Drive. Dos coches de la Policía estaban junto al bordillo, con las luces rojas destellando. En el césped, junto al «Lincoln», había media docena de personas. Un hombre en albornoz, con los brazos cruzados. Dos muchachas con minivestidos de lentejuelas, un hombre rubio muy atractivo vestido de esmoquin y un joven con traje azul marino, en el que reconocí al que había visto horas antes en el ascensor con el senador Rowe.

Los agentes habían sacado la videocámara e iluminaban con el foco al senador Rowe que estaba apoyado en el radiador del «Lincoln», protegiéndose la cara con un brazo. Cuando Connor y yo nos acercamos, juraba con voz potente.

El hombre del albornoz se acercó a nosotros y dijo:

—Quiero que me digan quién va a pagar esto.

—Un momento, por favor. —Seguí andando.

—Me ha destrozado el césped. Esto hay que pagarlo.

—Permítame un momento, por favor.

—Dio un susto de muerte a mi esposa. Y tiene cáncer.

—Un minuto, por favor. En seguida hablo con usted.

—Cáncer en el
oído
—dijo el hombre con énfasis—. En el
oído
.

—Sí, señor. Lo siento, señor. —Seguí andando hacia el «Lincoln» y el foco.

Cuando pasé junto al ayudante del senador, él echó a andar a mi lado.

—Puedo explicarlo todo, detective. —Tenía unos treinta años y la apostura blanda del subalterno—. Estoy seguro de que puedo resolverlo todo.

—Un momento —dije—. Permítame hablar con el senador.

—El senador no se encuentra bien —dijo el ayudante—. Está muy cansado. —Se puso delante de mí. Yo lo sorteé. Él se movió con rapidez para darme alcance—. Es el cansancio del viaje. La diferencia horaria. El senador acusa la diferencia horaria.

—Tengo que hablar con él —dije, entrando en la zona iluminada. Rowe seguía tapándose la cara con el brazo—. ¿Senador Rowe?

—Apaguen esa jodida luz,
joder
—dijo Rowe. Estaba fuertemente intoxicado. Tenía la lengua tan torpe que apenas se le entendía.

—Senador Rowe —dije—, lamentándolo mucho, tengo que pedirle que…

—Váyase a la mierda.

—Senador Rowe —dije.


Apaguen de una vez esa condenada cámara.

Miré al agente y le hice una señal. Él, de mala gana, apagó el foco.

—¡Hostia! —dijo Rowe bajando el brazo por fin. Me miró con ojos irritados—. ¿Qué puñetas pasa aquí?

—Yo me presenté.

—Entonces, ¿por qué no hace usted
algo
para arreglar este
jodido fregado
? —dijo Rowe—. Yo iba tranquilamente a mi hotel.

—Lo comprendo, senador.

—No me explico… —agitó la mano débilmente— qué puñetas pasa aquí.

—Senador, ¿conducía usted este coche?

—Joder. Que si conducía. —Se volvió—. ¿Jerry? Explícaselo. Hostia.

El ayudante se adelantó inmediatamente.

—Siento mucho lo sucedido —dijo suavemente—. El senador no se encuentra bien. Regresamos de Tokyo ayer noche. Es la diferencia horaria. Está fatigado.

—¿Quién conducía? —dije.

—Yo conducía —dijo el ayudante—. Desde luego.

Una de las muchachas ahogó la risa.

—No conducía él —gritó el del albornoz desde el otro lado del coche—. El que conducía era
ése
. Y no pudo salir del coche sin caer al suelo.

—Hostia, qué
zoo de mierda
—dijo el senador Rowe frotándose la frente.

—Detective —dijo el ayudante—, el coche lo conducía yo, y estas dos mujeres pueden atestiguarlo. —Señaló con un ademán a las chicas con vestiditos de noche y les lanzó una mirada.

—Eso es una condenada mentira —dijo el hombre del albornoz.

—No; es la verdad —replicó el guapo del esmoquin hablando por primera vez. Tenía la cara bronceada y el aplomo del que está acostumbrado a hacerse obedecer. Probablemente, un tipo de Wall Street. No se presentó.

—Yo conducía —dijo el ayudante.

—Todo se ha ido a la mierda —farfulló Rowe—. Yo quiero ir a mi hotel.

—¿Algún herido? —pregunté.

—Ningún herido —dijo el ayudante—. Todos, estupendamente.

Pregunté al agente que estaba detrás de mí:

—¿Tiene un formulario uno diez? —Es el informe de daños a la propiedad en accidente de tráfico.

—No se necesita —dijo el agente—. Un solo coche y el importe es pequeño. —Sólo se llenaba un uno diez para daños superiores a doscientos dólares—. Tenemos un cinco cero uno. Si lo quiere…

No. Una de las cosas que aprendes en Servicios Especiales es a aplicar la ROC, respuesta operativa circunstancial. En casos de funcionarios elegidos o celebridades, la ROC significa no hacer nada, a no ser que alguien vaya a presentar cargos.

Es decir, que no arrestas a nadie, como no se haya cometido delito grave.

—Tome nota del nombre y dirección del dueño de la propiedad, para que pueda pagarle los desperfectos del jardín.

—Ya tiene mi nombre y dirección —dijo el hombre del albornoz—. Lo que quiero saber es qué van a hacer.

—Ya le he dicho que repararíamos los daños —dijo el ayudante—. Se lo prometí. Él parece que…

—Pero, maldita sea, miren: ha
destrozado
todo lo que ella había plantado. Y tiene
cáncer
en el
oído
.

—Un momento —dije al ayudante—, ¿quién va a conducir ahora?

—Yo —dijo el ayudante.

—Él —asintió el senador Rowe—. Jerry, tú llevas el coche.

—Está bien. Quiero que se someta a la prueba de la alcoholemia.

—No faltaba más…

—A ver, el permiso de conducir.

—Aquí está.

El ayudante sopló en el alcoholímetro y me entregó su permiso de conducir. Era de Texas. Gerrold D. Hardin, treinta y cuatro años. Domiciliado en Austin, Texas. Anoté los datos y le devolví el documento.

—Bien, Mr. Hardin. Esta noche dejaré al senador bajo su custodia.

—Gracias, teniente. Muchas gracias.

El hombre del albornoz dijo:

—Pero ¿es que va a
dejarle marchar
?

—Un momento —dije a Hardin—. Quiero que dé usted su tarjeta a este señor y que se mantenga en contacto con él. Los daños causados al jardín deben quedar reparados a su entera satisfacción.

—Absolutamente. Desde luego. Sí, señor. —Hardin se hurgó en el bolsillo, en busca de una tarjeta. Cuando sacó la mano, tenía en ella una cosa blanca, parecida a un pañuelo, que volvió a guardar apresuradamente y luego fue hacia el hombre del albornoz, para darle la tarjeta.

—Van a tener que sustituir todas las begonias de mi esposa.

—Sí, señor —dijo Hardin.


Todas.

—Conforme. Sí, señor.

El senador Rowe se apartó del radiador, enderezando el cuerpo con movimientos vacilantes.

—Mierda de begonias —dijo—. Hostia, vaya noche del carajo. ¿Usted está casado?

—No —respondí.

—Yo, sí —dijo Rowe—. Begonias de mierda. Joder.

—Por aquí, senador —dijo Hardin. Ayudó a Rowe a instalarse en el asiento del copiloto. Las muchachas subieron a la parte trasera, una a cada lado del guaperas de Wall Street. Hardin se puso al volante y pidió las llaves a Rowe. Yo me volví a mirar a los dos coches patrulla que arrancaban en aquel momento. Cuando me volví de nuevo, Hardin bajó el cristal y me dijo—. Muchas gracias por todo.

—Conduzca con precaución, Mr. Hardin —dije.

Dio marcha atrás aplastando un macizo de flores.

—Y
también
los lirios —gritó el del albornoz al coche que se alejaba. Luego me miró—. Le digo que conducía el otro, y estaba borracho.

—Tenga mi tarjeta —dije—. Si surgen dificultades, llámeme.

El hombre miró la tarjeta sacudiendo la cabeza y entró en la casa. Connor y yo volvimos al coche y nos alejamos calle abajo.

—¿Tienes los datos del ayudante? —preguntó Connor.

—Sí —dije.

—¿Qué llevaba en el bolsillo?

—Me han parecido unas braguitas.

—A mí también me lo han parecido —dijo Connor.

Desde luego, no podíamos hacer nada. Personalmente, me hubiera gustado poder poner a aquel imbécil presumido contra el coche y cachearlo allí mismo. Pero los dos sabíamos que teníamos las manos atadas: no había pretexto para registrar a Hardin, ni arrestarlo. Era un joven que conducía un coche en el que viajaban dos mujeres, una de las cuales podía no llevar bragas, y un senador de los Estados Unidos borracho. La única cosa sensata que podíamos hacer era dejarlos marchar.

Pero aquella noche estábamos dejando marchar a mucha gente.

Sonó el teléfono. Pulsé el botón del altavoz.

—Aquí el teniente Smith.

—Hola, chico. —Era Graham—. Estoy en el depósito. A que no adivinas lo que ocurre. Tengo aquí a un japonés que está empeñado en ver la autopsia. No te lo vas a creer, pero quiere que le deje observar. Y se ha mosqueado porque hemos empezado sin él. Empiezan a llegar los resultados del laboratorio y las cosas no pintan bien para los nipones. Yo diría que todo apunta a un asesino japonés. ¿Piensas venir o no?

Miré a Connor que asintió.

—Ahora vamos para allá.

El acceso más directo al depósito era a través de la sala de Urgencias del Hospital General. Cuando pasamos, un negro ensangrentado sentado en una camilla gritaba, en el delirio de la droga:

—¡Matad al Papa! ¡Matad al Papa! ¡Que lo jodan!

Media docena de enfermeros trataban de obligarle a echarse. Tenía heridas de bala en el hombro y la mano. El suelo y las paredes de la sala estaban salpicados de sangre. Un ordenanza fregaba el vestíbulo con un mocho. En los pasillos se alineaban negros e hispánicos. Algunos, con niños en el regazo. Todos evitaban mirar la bayeta ensangrentada. En el fondo del pasillo sonaban más gritos.

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