Sol naciente (33 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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—Fuera —dije.

Por las ventanas, veía a Connor de pie junto al garaje, hablando con los policías de un coche-patrulla. Connor señalaba hacia la parte alta de la calle; los hombres contestaban a sus preguntas.

—¿Qué está haciendo ahí abajo? —preguntó Graham.

Respondí que no lo sabía.

—Maldita sea, no le entiendo. Puedes decirle que la respuesta a su pregunta es no.

—¿A qué pregunta?

—Llamó hace una hora. Dijo que quería saber cuántos pares de gafas de lectura habíamos encontrado. Buscamos bien. La respuesta es ninguno. Muchas gafas de sol. Y hasta dos pares de gafas de sol de mujer. Pero nada más. No me explico por qué le interesa tanto. Es un hombre extraño, ¿verdad? ¿Y qué diablos hace ahora?

Connor dio la vuelta al coche-patrulla, luego señaló otra vez arriba y abajo de la calle. Uno de los hombres estaba dentro del coche, hablando por radio.

—¿Tú entiendes algo de esto? —preguntó Graham.

—No; nada.

—Probablemente, estará tratando de localizar a las chicas —dijo Graham—. Hostia, ojalá tuviéramos los datos de esa pelirroja, visto cómo han resultado las cosas. También habrá follado con él. Hubiéramos podido sacar más esperma de Eddie de dentro de ella y cotejar todos los factores. Y yo he quedado como un imbécil por haber dejado marchar a las chicas. Pero, mierda, ¿quién iba a figurarse que acabaría así? Todo fue tan rápido. Dos mujeres desnudas paseándose por la casa… Uno se desconcierta. Es natural. Mierda, y estaban buenas, ¿eh?

Le dije que sí.

—Y de Sakamura no queda nada —prosiguió Graham—. Hace una hora, hablé con los chicos de la brigada de rescate. Están cortando el coche con un soplete para sacar el cuerpo, pero me parece que no va a ser posible identificarlo. El forense lo intentará, pero no creo que pueda. —Miró por la ventana tristemente—. ¿Sabes? En este maldito caso hemos hecho todo lo que hemos podido. Y no lo hicimos del todo mal. Descubrimos al culpable. Y lo conseguimos de prisa y sin alborotar. Sin embargo, ahora todo se vuelve hablar de ataques injustificados contra el Japón. Mierda. Aquí nunca puedes ganar.

—Aja —exclamé.

—Y,
hostia
, hay que ver cómo están. La presión que tengo que aguantar es increíble. El jefe no para de llamar para que acabe de una vez. Y el
Times
está investigando, ha desenterrado un caso viejo acerca de malos tratos a un hispánico en 1978. No hubo nada, pero ese periodista trata de demostrar que siempre he sido racista. ¿Y a qué obedece el interés por esa vieja historia? Al deseo de demostrar que mi actuación de anoche fue «racista». O sea que ahora soy la prueba de que el racismo levanta otra vez su fea cabeza. Puedes estar seguro de que los japoneses son unos artistas en el arte de destruir una reputación.

—Ya lo sé.

—¿También se han metido contigo?

Asentí.

—¿Por qué?

—Abusos a menores.

—Hostia —dijo Graham—. Y tienes una hija.

—Sí.

—¿No te cabrea? Insinuaciones y tácticas de difamación, Petey-san. Y no tienen nada que ver con la realidad. Pero cuéntale eso a un periodista.

—¿Quién es? —pregunté—. Me refiero al periodista que ha hablado contigo.

—Creo que dijo que se llamaba Linda Tensen.

Asentí. Linda Tensen no ascendía a base de joder. Ella ascendía a base de joder la reputación de la gente. Había sido reportera de chismes en Washington antes de pasar a ejercer en el paraíso de la murmuración que era Los Ángeles.

—No sé qué decirte. —Graham revolvió su corpachón—. Personalmente, me parece que no vale la pena. Están convirtiendo a este país en otro Tapón. Y hay gente que tiene miedo de hablar. Que tiene miedo de decir algo contra ellos. La gente no habla de lo que está pasando.

—Si el Gobierno dictara unas cuantas leyes, sería otra cosa.

—El Gobierno —rió Graham—. Ellos son
propietarios
del Gobierno. ¿Tú sabes lo que se gastan en Washington al año? Cuatrocientos millones de dólares. Dinero suficiente para pagar los gastos de campaña de todos los que están en el Senado de los Estados Unidos y
también
de los que están en la Cámara de Representantes. Es una enormidad de dinero. Y ahora dime, ¿se gastarían todo ese dinero, año tras año, si no les fuera rentable? Claro que no. Mierda. Esto es el fin de los Estados Unidos, colega. Mira, parece que tu jefe te llama.

—Miré por la ventana. Connor me hacía señas.

—Me marcho —dije.

—Buena suerte —dijo Graham—. Oye, quizá me tome un par de semanas de permiso.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Pues hoy mismo. Idea del jefe. Dice que mientras tenga al
Times
pegado al culo vale más que me marche. Estoy pensando en irme a Phoenix una semana. Tengo familia allí. En fin, quería que supieras que voy a estar fuera.

—Está bien.

Connor seguía haciéndome señas. Parecía impaciente. Salí rápidamente. Cuando bajaba la escalera, vi que un sedán «Mercedes» paraba delante de la casa y que de él bajaba una figura familiar.

Era Wilhelm,
la Comadreja
.

Cuando llegué abajo,
la Comadreja
ya había sacado el bloc y la casete. Le colgaba un cigarrillo de la comisura de los labios.

—Teniente Smith, ¿podría hablar con usted? —me dijo.

—Tengo prisa —dije.

—Vamos —gritó Connor—. Se hace tarde. —Sostenía abierta la puerta del coche para que yo subiera.

Eché a andar hacia Connor.
La Comadreja
acomodó su paso al mío. Me arrimaba a la cara un pequeño micrófono negro.

—Estoy grabando, supongo que no tendrá inconveniente. Después del caso Malcolm, tenemos que tomar precauciones. ¿Desea decir algo respecto a los insultos racistas presuntamente lanzados por su compañero el detective Graham durante la investigación realizada anoche en la «Nakamoto»?

—No —dije y seguí andando.

—Tengo entendido que los llamó «japoneses de mierda».

—Sin comentarios.

—También los llamó «micos nipones». ¿Le parece que este modo de hablar es apropiado para un oficial en acto de servicio?

—Lo siento. No tengo nada que decir, Willy.

Él seguía sosteniendo el micrófono delante de mi cara mientras andábamos. Era irritante. De buena gana lo hubiera apartado de un manotazo, pero no lo aparté.

—Teniente Smith, estamos preparando una crónica sobre usted y tenemos varias preguntas sobre el caso Martínez. ¿Lo recuerda? Fue hace un par de años.

—Ahora tengo prisa, Willy —dije sin detenerme.

—El caso Martínez comportó una acusación de abusos deshonestos a una niña, presentada por Silvia Morelia, la madre de María Martínez. Hubo una investigación de Asuntos Internos. ¿Desea hacer algún comentario?

—No hay comentarios.

—Ya he hablado con Ted Anderson, su pareja de entonces. ¿Algún comentario?

—Ningún comentario, lo siento.

—Entonces, ¿no va a responder a las graves alegaciones que se hacen contra usted?

—El único que hace alegaciones es usted, Willy.

—Eso no es exacto —dijo con una sonrisa—. Tengo entendido que la oficina del fiscal ha iniciado una investigación.

No dije nada. Me preguntaba si sería verdad.

—Dadas las circunstancias, teniente, ¿no le parece que el juez se equivocó al concederle la custodia de su hija?

Yo sólo dije:

—Lo siento, no hay comentarios, Willy. —Trataba de hablar con firmeza. Empezaba a sudar.

—Vamos, vamos —dijo Connor—. No hay tiempo. —Subí al coche. Connor dijo a Wilhelm—: Lo siento, joven, pero tenemos trabajo. No podemos perder más tiempo. —Cerró la puerta. Yo puse en marcha el coche—. Vámonos —dijo Connor.

Willy metió la cabeza por la ventanilla.

—¿Cree que los ataques sistemáticos del capitán Connor contra el Japón son otra prueba de la falta de discernimiento del Departamento en casos susceptibles de provocar tensiones de carácter racial?

—Hasta luego, Willy. —Subí el cristal y empecé a bajar la pendiente.

—No me importaría ir un poco más de prisa —dijo Connor.

—Encantado —dije pisando el acelerador.

—Por el retrovisor vi a
la Comadreja
correr hacia el «Mercedes». Tomé la curva acelerando y haciendo chirriar los neumáticos.

—¿Cómo supo ese gusano dónde encontrarnos? ¿Escucha nuestra radio?

—No hemos usado la radio —dijo Connor—. Ya sabe que yo tengo cuidado con eso. Pero quizás el coche-patrulla dijo a la central algo cuando llegamos. Quizá tengamos un micro en el coche. O tal vez, sencillamente, se figuró que vendríamos. Es un saco de escoria. Y está relacionado con los japoneses. Es su agente dentro del
Times
. Normalmente, los japoneses son un poco más exigentes al elegir a sus asociados. Pero imagino que él hace todo lo que le mandan. Bonito coche, ¿eh?

—Pero no es japonés.

—Tampoco puede ser tan evidente —dijo Connor—. ¿Nos sigue?

—No; creo que le hemos perdido. ¿A dónde vamos ahora?

—A la Universidad: Sanders ha tenido tiempo suficiente para hurgar en las cintas.

Bajamos la cuesta en dirección a la Autopista 101.

—A propósito —dije—. ¿Qué es eso de las gafas de lectura?

—Un detalle que comprobar. No se han encontrado gafas de lectura, ¿verdad?

—No. Sólo gafas de sol.

—Lo que me figuraba —dijo Connor.

—Y Graham dice que se va de la ciudad. Hoy. A Phoenix.

—Aja. —Me miró—. ¿Quiere marcharse usted también?

—No.

—Bien.

Acabamos de bajar la colina y entramos en la 101, dirección Sur. Antiguamente, se tardaban diez minutos en llegar a la Universidad. Ahora, casi treinta. Sobre todo, a mediodía. Pero ya no había horas buenas. El tráfico siempre estaba mal. El smog siempre estaba mal. Íbamos entre la bruma.

—¿Piensa que soy idiota? ¿Que tendría que coger a la niña y marcharme yo también?

—Es una forma de encarar la situación. —Suspiró—. Los japoneses son maestros en la acción indirecta. Es su manera de actuar instintiva. En el Japón, si alguien tiene algo contra ti, nunca te lo dice en la cara. Lo dice a tu amigo, a tu socio, a tu jefe. De modo que te llegue la información. Los japoneses tienen infinidad de vías de comunicación indirecta. Por eso alternan tanto en sociedad, juegan tanto al golf, y frecuentan los bares de
karaoke
. Necesitan estas vías de comunicación extra porque son incapaces de decir lo que piensan. Desde luego, si bien se mira, es un sistema muy poco eficaz. Desperdicias tiempo, energía y dinero. Pero odian la confrontación, que para ellos es como la muerte: les hace sudar de pánico. De modo que no tienen alternativa. El Japón es el país del ataque de flanco. Ellos nunca avanzan por el centro.

—Sí, pero…

—Y una conducta que a los norteamericanos puede parecemos hipócrita y cobarde, para ellos es lo más normal. No significa nada especial. Lo que ahora pretenden es hacerle saber que personas poderosas están descontentas.

—¿Lo que pretenden hacerme saber? ¿Que puedo verme ante el juez luchando por la custodia de mi hija? ¿Que mis relaciones con ella pueden quedar arruinadas? ¿Que puedo perder mi reputación?

—Sí, son los castigos normales. La amenaza de la deshonra social es la forma habitual de comunicar el descontento.

—Muy bien —dije—. Entiendo. Puedo hacerme una idea de la situación.

—No es personal —dijo Connor—. Es su forma de actuar.

—Sí, muy bien. Esparciendo una calumnia.

—En cierta manera.

—No; no en cierta manera. Es una cochina mentira.

Connor suspiró.

—Me llevó mucho tiempo comprender que el comportamiento japonés se basa en los valores de una aldea campesina. Se habla mucho del samurái y del feudalismo, pero en el fondo los japoneses son campesinos. Y, en una aldea campesina, el que ofendía a sus vecinos, era expulsado. Y ello suponía la muerte, porque ninguna otra aldea aceptaba al que causaba problemas. De modo que, si ofendes al grupo, mueres. Es su filosofía.

»Ello significa que los japoneses son hipersensibles a todo lo que atañe al grupo. Se les educa, sobre todo, para integrarse en el grupo. Eso significa no llamar la atención, no correr riesgos, no ser excesivamente individualista. También significa que no hay que insistir necesariamente en la verdad. Los japoneses tienen muy poca fe en la verdad. Les parece fría y abstracta. Es como una madre cuyo hijo es acusado de un crimen. A ella no le importa la verdad. A ella le importa su hijo. Algo así les ocurre a los japoneses. Para ellos, lo importante son las relaciones entre las personas. Ésa es la auténtica verdad. La verdad de hecho es insignificante.

—Está bien —dije—. ¿Por qué me aprietan ahora? ¿Qué puede importar ya? El caso está resuelto, ¿no?

—No; no lo está —dijo Connor.

—¿Que no?

—No. Por eso hay tanta presión. Evidentemente, hay alguien que desea ardientemente que se cierre el caso. Quieren que abandonemos.

—Si me presionan a mí y presionan a Graham, ¿cómo es que no le presionan a usted?

—Ya lo hacen —dijo Connor.

—¿Cómo?

—Haciéndome responsable de lo que le ocurra a usted.

—¿Cómo pueden hacerle responsable? No lo entiendo.

—Ya lo imagino. Pero es lo que hacen. Créame.

Miré la hilera de coches que se arrastraba lentamente hacia el centro hasta diluirse en la bruma. Pasamos ante anuncios luminosos de «Hitachi» (NÚMERO UNO EN ORDENADORES EN AMÉRICA); «Canon» (LA PRIMERA COPIADORA DE AMÉRICA) y «Honda» (EL COCHE DEL AÑO EN AMÉRICA). Al igual que la mayoría de los nuevos anuncios japoneses, eran lo bastante brillantes como para destacar también durante el día. Aquellas vallas costaban treinta mil dólares al día; la mayoría de las empresas norteamericanas no podían pagarlas.

—La cuestión es que los japoneses saben que pueden ponerme las cosas muy difíciles. Al levantar esa polvareda alrededor de usted, me dicen: «a ver cómo te portas». Porque ellos creen que yo puedo cerrar el caso. Acabar.

—¿Y es así?

—Desde luego. ¿Quiere que lo cerremos ahora mismo? Luego podríamos ir a tomarnos unas cervezas y disfrutar un poco de la verdad japonesa. ¿O quiere que descubramos por qué mataron a Cheryl Austin?

—Quiero descubrir por qué.

—Yo también —dijo Connor—. Adelante,
kohai
. Estoy seguro de que en el laboratorio de Sanders vamos a encontrar información muy interesante. Ahora la clave está en las cintas.

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