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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Intriga

Suites imperiales (17 page)

BOOK: Suites imperiales
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Cuando Laurie llama desde Nueva York le digo que tiene una semana para dejar el apartamento de Union Square.

—¿Por qué?

—Voy a subalquilarlo.

—Pero ¿por qué?

—Porque me voy a quedar en Los Ángeles.

—Pero no entiendo por qué —insiste ella.

—Todo lo que hago es por alguna razón.

En el concierto que ofrece el Disney Hall a fin de recaudar fondos para algo relacionado con el medio ambiente, hablo con Mark en el intermedio y le pregunto por la audición de Rain Turner para
The Listeners
. Me dice que es imposible que consiga el papel, pero que la están considerando para un papel mucho más pequeño, como la hermana mayor —una escena donde sale desnuda de cintura para arriba—, y que van a volver a entrevistarla la semana que viene. Estamos en la barra cuando digo:

—Olvidadlo.

Mark me mira un poco sorprendido, luego en sus labios asoma una pequeña sonrisa.

—De acuerdo. Ya lo pillo.

En la recepción que tiene lugar luego en Patina me encuentro con Daniel Cárter, que asegura ir en serio en sus planes de hacer
Adrenaline
cuando termine de rodar la película que coprotagoniza Meghan Reynolds. También está pensando en dar un papel a Rain Turner en esa película; Trent Burroughs hizo la llamada, dijo que era un favor y que le dieran aunque solo fueran tres líneas. Le digo que me hagan a mí el favor y que no le den ningún papel, que dará más problemas de los que vale, y Daniel parece sorprendido, pero lo interpreto como una expresión divertida.

—He oído decir que has estado con ella.

—Yo no diría tanto.

—¿Qué pasó? —pregunta, como si ya supiera la respuesta y esperara a ver si lo guardo en secreto.

—Solo es una puta —digo encogiéndome alegremente de hombros—. Lo de siempre.

—¿Sí? —pregunta Daniel sonriendo—. He oído decir que te gustan las putas.

—La verdad es que estoy escribiendo un guión sobre ella. Se titula
La pequeña zorra
.

Daniel mira el suelo antes de alzar de nuevo la vista en un intento de ocultar su incomodidad. Apuro mi copa.

—De todos modos, ahora está con Rip Millar. Puede que él la ayude.

—No lo entiendo. ¿Cómo va a ayudarla Rip?

—¿No lo sabes?

—¿Si sé qué?

—Rip ha dejado a su mujer. Ahora quiere hacer películas.

Encuentran el cuerpo de Julián casi una semana después de su desaparición, o de su secuestro, según el guión que quieras seguir. Poco antes esa semana encontraron a tres chicos mexicanos relacionados con el cartel de narcotráfico muertos de un tiro en el desierto, no muy lejos de donde Amanda Flew había sido vista por última vez. Estaban decapitados y con las manos amputadas y en algún momento de esa semana habían estado en posesión de un Audi negro que encontraron incendiado a las afueras de Palm Desert.

Alguien me grabó con una cámara digital en la sala de primera clase de American Airlines del JFK mientras estuve sentado con Amanda Flew el pasado diciembre. Me llega el cede por correo postal en un sobre color manila sin remitente. Recuerdo la escena: Amanda leyéndome la mano en el Admiral's Club, las copas vacías en la mesa, los dos riéndonos de forma insinuante, apoyados el uno en el otro, y a pesar de que la iluminación y la calidad de sonido son malas y no se oye lo que estamos diciendo, salta a la vista que estoy flirteando. Sentado en mi despacho viendo esa grabación en la pantalla de mi monitor, me doy cuenta de que allí es donde empezó todo. Rain fue a recoger a Amanda al LAX en el jeep azul esa noche de diciembre y luego me siguieron hasta el Doheny, porque Amanda le dijo a Rain que había conocido al tipo del que la había estado hablando Julián. «He oído decir que has conocido a una amiga mía —me había dicho Rip a la puerta del hotel W el pasado diciembre en el estreno de la película de Daniel Cárter—. Sí, he oído decir que habéis congeniado…» Cuando se acaba la secuencia siguen una serie de fotos: Amanda y yo cogidos de las manos en el Pinks, empujando un carrito en el Trader Joe’s de West Hollywood, en Amoeba, de pie en el vestíbulo del Arclight. Todas las fotos son montajes, pero lo pillo. Es alguna clase de advertencia. Y en el preciso momento en que expulso el disco me llama Rip, como si hubiera cronometrado el tiempo y supiera qué estoy mirando, y me dice que pronto llegará otro cedé y que también debo verlo.

—¿Qué es? —pregunto.

Sigo mirando las fotos que aparecen y desaparecen en un fundido: Amanda y yo comprando mapas de estrellas en Benedict Canyon, los dos frente al Capitol Records Building posando como turistas, sentados comiendo en el patio del Ivy.

—Algo que me han enviado. Creo que deberías verlo.

—¿Por qué?

Estoy mirando una foto de Amanda y yo en el BMW negro en el aparcamiento del In-n-Out de Sherman Oaks.

—Es persuasivo.

Luego me dice que por fin le han dado los permisos para abrir la discoteca en Hollywood y que debería dejar de decir a la gente que no dé papeles a Rain en sus películas.

El cedé llega esa tarde. Saco el de Amanda Flew y yo en el JFK y pongo el nuevo en el ordenador, pero lo apago casi inmediatamente cuando veo lo que es: Julián atado a una silla, desnudo.

Después de beber suficiente ginebra para calmarme, me quedo de pie ante el escritorio de mi despacho. Le han cubierto el cuerpo de líneas con un rotulador negro: las «heridas de entrada no mortales», como estableció el portavoz de la oficina del juez de instrucción de Los Ángeles, según el artículo de
Los Ángeles Times
sobre el asesinato-tortura de Julián Wells. Esas son las cuchilladas que le permitirán vivir lo suficiente para comprender que va a desangrarse poco a poco hasta morir. Tiene más de cien por todo el pecho, el torso y las piernas así como en la espalda, el cuello y la cabeza, que está recién afeitada, y cuando soy capaz de mirar de nuevo la pantalla, una de las figuras encapuchadas que está a su lado le susurra algo a otra figura encapuchada, pero en cuanto aprieto la tecla de pausa recibo un mensaje de texto de un número oculto preguntándome: «¿A qué estás esperando?». Veinte minutos después no distingo la estática de las nubes de moscas que zumban por la habitación debajo de los fluorescentes parpadeantes y suben por el abdomen de Julián, que le han pintado de rojo oscuro, y cuando él empieza a gritar y a llorar por su madre muerta, la pantalla se vuelve negra. Cuando continúa, Julián está haciendo ruidos ahogados y entonces me doy cuenta de que le han cortado la lengua, por eso tiene la barbilla cubierta de sangre, y al cabo de un momento lo han dejado ciego. En los últimos minutos de la grabación se oye el mensaje amenazador que dejé en el contestador de Julián hace dos años, y con la voz borracha de fondo las figuras encapuchadas empiezan a clavarle cuchillos al azar, y caen trozos de carne al suelo, y parece que no se acaba nunca hasta que le levantan el bloque de cemento sobre la cabeza.

En el cementerio Hollywood Forever reconozco a pocas de las personas que asisten al funeral y son sobre todo figuras del pasado a las que ya no conozco y no pensaba ir pero en los dos últimos días he terminado dos proyectos que había tenido aparcados, uno es el remake de
El hombre que cayó a la Tierra
, y el otro un guión sobre la reforma de un joven nazi, y la última escena que escribí era sobre un chico en un castillo al que un loco uniformado le enseña una hilera de cadáveres y le pregunta sin parar si conoce a alguno de los muertos, y el chico responde que no pero está mintiendo, y me quedé mirando la botella de Hendrick que tenía encima del escritorio mientras veía en el televisor de despacho cómo entrevistaban a la madre de Amanda Flew en la CNN después de haber denunciado la puesta en circulación del vídeo, pero le habían dicho que el derecho a la intimidad no se aplicaba a los muertos, a pesar de que nunca habían encontrado el cuerpo de Amanda, y seguía un montaje sobre la breve carrera de Amanda con «Girls on Film» sonando de fondo, y el documental pasaba a hablar de los peligros de las guerras del narcotráfico al otro lado de la frontera, y yo trataba de tomar una decisión que fuera cual fuese parecía abrumadora y por un momento pensé en largarme.

Llego justo cuando termina el funeral, y estoy de pie al fondo de la sala recorriendo con la mirada la pequeña multitud cuando el padre de Julián pasa por mi lado y no me reconoce. Rain no está y tampoco Rip, a quien por alguna razón esperaba encontrar, y Trent no se presenta pero sí Blair con Alana, y me escabullo antes de que me vea y estoy paseando por el cementerio budista donde los muertos son velados por estupas revestidos de espejo, y entre las tumbas deambulan pavos reales y elevo la vista hacia el depósito elevado de agua de la Paramount, a través de las palmeras erizadas, y llevo un traje Brioni que antes era de mi talla pero que ahora me va demasiado holgado, y no puedo dejar de pensar en las figuras agazapadas detrás de las lápidas pero me digo que solo es mi imaginación, y me quito las gafas de sol y cierro los ojos con fuerza. El cementerio llega hasta los muros traseros de la Paramount y podrías encontrarle un sentido o mostrarte neutral, del mismo modo que podrías ver cierta ironía en las interminables hileras de los muertos alineados bajo las palmeras con las frondas abriéndose contra un cielo azul brillante o abstenerte de hacerlo, y estoy mirando el cielo pensando que no es el momento del día más apropiado para celebrar un funeral, pero la luz del día, el sol, ahuyentan los fantasmas, y ¿no se trata de eso? En verano hacen pases de películas aquí, recuerdo mientras observo la enorme pared blanca del mausoleo donde se proyectan.

—¿Cómo estás?

Blair se detiene a mi lado. Estoy sentado en un banco junto a un árbol, pero no hay sombra y el sol abrasa.

—Bien —respondo con voz esperanzada.

No se quita las gafas. Lleva un vestido que acentúa su delgadez.

Desde donde estoy sentado observo cómo se dispersa la multitud, los coches que salen a Santa Mónica Boulevard y más allá una excavadora cavando una nueva tumba.

—Supongo que estoy inquieto. Un poco.

—¿Por qué? —me pregunta ella con preocupación, como quien trata de reconfortar a un niño—. ¿Sobre qué?

—Me han interrogado dos veces. He tenido que contratar a un nuevo abogado. —Hago una pausa—. Creen que estoy implicado.

Blair no dice nada.

—Dicen que hay testigos que me vieron con él la noche que desapareció y… —Desvío la mirada y no menciono que la única persona que podría ser testigo, ahora que estoy seguro de que los tres mexicanos están muertos, es el portero del Doheny Plaza, pero cuando lo interrogaron no recordaba nada, y no quedó nada registrado porque antes de que llegara Julián le dije que esperaba a alguien y que lo hiciera subir fuera quien fuese, y lo único que he hecho ha sido negarlo todo y decir a todos que es posible que viera a Julián poco antes esa semana, pero el hecho es que no tengo ninguna coartada para la noche que lo llevé a la avenida Finley con Commonwealth, y sé que Rip Millar y Rain lo saben—. Y eso significa… Bueno, no sé qué significa.

Las letras de Hollywood brillan en las colinas, un helicóptero pasa volando bajo sobre el cementerio, y un pequeño grupo vestido de negro camina entre las lápidas. Solo llevo quince minutos aquí.

—Bueno —empieza a decir Blair titubeando—, si no hiciste nada, ¿por qué estás preocupado?

—Creen que podría haber formado parte de un… plan —respondo con naturalidad—. He oído utilizar la palabra «conspiración».

—¿Qué pueden demostrar? —pregunta con suavidad.

—Tienen una cinta que alguien cree que es incriminadora…, esa… esa perorata que le solté a Julián una noche borracho y… —Me interrumpo—. Bueno, me estaba acostando con su novia… —La miro y desvío la vista—. Creo que sé quién está involucrado y creo que va a salir impune… Pero nadie sabe dónde estuve yo.

—No te preocupes por eso —dice Blair.

—¿Por qué no debería preocuparme?

—Les diré que estuviste conmigo.

Vuelvo a mirarla.

—Les diré que estuviste conmigo esa noche. Les diré que pasamos toda la noche juntos. Trent estaba fuera con las niñas. Me quedé sola.

—¿Por qué harías algo así?

Es la clase de pregunta que haces cuando no sabes qué decir.

—Porque… —empieza a decir, luego se interrumpe—. Supongo que quiero algo a cambio. —Una pausa—. De ti.

—¿Sí? —digo mirándola con los ojos entornados, el ruido del lejano tráfico amortiguado detrás de mí.

Me tiende una mano. Espero un momento antes de cogerla, pero en cuanto me levanto, la suelto. «Es una zorra», me está susurrando alguien al oído. «¿Quién?», pregunto. «Es una zorra —repite la voz—. Como todas.»

Blair vuelve a cogerme la mano.

Creo que sé lo que quiere, pero hasta que veo su coche no se hace evidente. Es un Mercedes negro con los cristales oscuros, no muy distinto del que me siguió por Fountain o del que patrulló por delante del Doheny Plaza todas esas noches o del que persiguió al jeep azul cuando aparcó en Elevado o del que me siguió bajo la lluvia hasta un apartamento de Orange Grove. Y a lo lejos reconozco al mismo tipo rubio que vi en el muelle de Santa Mónica con Trent, y en la barra del Dana Tana, y cruzando el puente del hotel Bel Air, y hablando con Rain a la puerta del Bristol Faros una mañana del pasado diciembre. Está apoyado contra el capó y deja de hacer visera con una mano cuando me ve mirándolo. Creía que miraba las tumbas, pero me doy cuenta de que nos está mirando a nosotros. Se vuelve cuando los dedos de Blair me acarician la cara. «Vete con ella», susurra la voz. «Pero es una zorra —replico, mirando todavía el coche—, Y su mano es una garra…»

—Tu cara.

—¿Qué le pasa?

—No parece que te haya pasado nada —murmura—. Y estás muy pálido.

Hay muchas cosas que Blair no entiende de mí, muchas cosas que en el fondo no ha querido ver, cosas de las que nunca se enterará, y siempre habrá cierta distancia entre nosotros porque ha habido demasiadas sombras en todas partes. ¿Alguna vez ha hecho promesas al reflejo infiel del espejo? ¿O ha llorado porque odiaba mucho a alguien? ¿O ha deseado la traición hasta el punto de hacer realidad las más crudas fantasías, encontrándose con secuencias que nadie más que ella puede interpretar, cambiando el juego sobre la marcha? ¿Sabría determinar el momento en que se murió por dentro? ¿Recuerda en qué año se volvió así? Los fundidos, los encadenados, las escenas reescritas, todo lo que uno borra… Quiero explicarle todas estas cosas a Blair, pero sé que nunca lo haré, y la más importante es: nunca me ha gustado nadie y me da miedo la gente.

BOOK: Suites imperiales
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