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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Intriga

Suites imperiales (3 page)

BOOK: Suites imperiales
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—Eso me han dicho.

Una vez que la no-conversación empieza por sí sola, nos adentramos en un terreno confuso sobre un supuesto amigo común, alguien llamado Kelly.

—Kelly ha desaparecido —dice Trent, esforzándose—. ¿Has sabido algo de él?

—¿Ah, sí? —pregunto, y luego—: Espera, ¿a quién te refieres?

—A Kelly Montrose. Desapareció. Nadie ha podido encontrarlo.

Silencio.

—¿Qué ocurrió?

—Fue a Palm Springs. Creen que tal vez conoció a alguien por Internet.

Trent parece esperar una reacción. Le sostengo la mirada.

—Es extraño —murmuro con indiferencia—. O… ¿es propenso a hacer cosas así?

Trent me mira como si le hubiera confirmado algo, y luego muestra su indignación.

—¿Si es propenso? No, Clay, no es propenso a hacer cosas así.

—Trent…

—Probablemente está muerto, Clay —dice alejándose.

En el porche que da a la enorme piscina iluminada y bordeada de palmeras envueltas en luces blancas de Navidad, estoy fumando un cigarrillo y leyendo otro mensaje de texto de Julián. Levanto la vista de la pantalla cuando una sombra sale despacio de la oscuridad y es un momento tan dramático —la belleza de ella y mi reacción— que me entran ganas de reír, y ella se limita a mirarme, sonriendo, tal vez borracha, tal vez ciega. Es la clase de chica que normalmente me asustaría, pero esta noche no me da miedo. Es la clásica rubia saludable del Medio Oeste, típicamente americana, algo a lo que no estoy acostumbrado. Salta a la vista que es actriz, porque las chicas con este aspecto no están aquí por ninguna otra razón, y me mira como si fuera todo un desafío. Así que lo convierto en un desafío.

—¿Quieres un papel en una película? —pregunto balanceándome.

La chica sigue sonriendo.

—¿Por qué? ¿Tienes una película en la que darme un papel? La sonrisa se paraliza y desaparece rápidamente mientras mira detrás de mí.

Me vuelvo y miro con los ojos entornados a la mujer que se acerca, iluminada por la habitación de la que está saliendo.

Cuando me doy la vuelta la chica se está alejando, su silueta recortada contra la luz de la piscina, y en alguna parte de la oscuridad se oye el ruido de una fuente y la chica es reemplazada. —¿Quién era? —pregunta Blair.

—Feliz Navidad.

—¿Por qué has venido?

—Me han invitado.

—No es cierto.

—Me han traído unos amigos.

—¿Amigos? Felicidades.

—Feliz Navidad.

De nuevo, es todo lo que puedo ofrecer.

—¿Quién era la chica con la que hablabas?

Me vuelvo y miro hacia la oscuridad.

—No lo sé.

Blair suspira.

—Creía que estabas en Nueva York.

—Voy y vengo.

Se me queda mirando.

—¿Tú y Trent seguís siendo felices?

—¿Qué estás haciendo aquí esta noche? ¿Con quién has venido?

—No sabía que era tu casa —digo, y desvío la mirada—. Lo siento.

—¿Por qué nunca sabes nada?

—Porque hace dos años que no me diriges la palabra.

En otro mensaje de texto Julián me pide que me reúna con él en el Polo Lounge. Con pocas ganas de volver a mi apartamento, le pido al productor que me deje en el hotel Beverly Hills. En un reservado del patio, junto a una lámpara estufa, veo a Julián sentado con la cara iluminada mientras escribe un mensaje de texto a alguien. Levanta la mirada y sonríe. En cuanto me siento en el reservado aparece un camarero y le pido un Belvedere con hielo. Cuando echo a Julián una mirada interrogante, él da unos golpecitos a un botellín de agua Fiji que no había visto y dice:

—No estoy bebiendo alcohol.

Lo asimilo y reflexiono un instante.

—¿Porque… tienes que conducir?

—No. Hace casi un año que no bebo.

—Eso es un poco drástico.

Mira su móvil y luego a mí.

—¿Y qué tal va? —pregunto.

—Cuesta. —Se encoge de hombros.

—¿Estás de mejor humor ahora?

—Clay…

—¿Se puede fumar aquí fuera?

El camarero trae la copa.

—¿Qué tal el estreno? —pregunta Julián.

—No había ni un alma. —Suspiro, observando el vaso de vodka.

—¿Cuánto tiempo te quedarás antes de regresar a Nueva York?

—Aún no lo sé.

Vuelve a intentarlo.

—¿Qué tal va
The Listeners
? —pregunta con repentino interés, tratando de llevarme a su terreno.

Lo miro antes de responder con cautela.

—Va bien. Estamos haciendo el casting. —Espero todo lo que puedo, luego me bebo el vodka de golpe y enciendo un cigarrillo—. Por alguna razón el productor y el director creen que mi aportación es importante. Valiosa. Son artistas. —Doy una calada al cigarrillo—. Es algo así como una broma.

—Me parece genial —dice Julián—. Todo gira en torno al control, ¿comprendes? —Se para a pensar—. No es ninguna broma. No deberías tomártelo a la ligera. Quiero decir que tú eres uno de los productores…

Lo interrumpo.

—¿Por qué lo has seguido?

—Es algo importante y…

—Julián, no es más que una película. ¿Por qué lo has seguido? Es una película más.

—Tal vez para ti.

—¿Qué quieres decir?

—Es posible que para otras personas sea algo más —dice Julián—. Algo más significativo.

—Sé lo que quieres decir, pero no es real.

Dentro, el pianista está haciendo riffs jazzeros sobre villancicos. Me concentro en la música. Ya lo he dejado todo fuera. Es esa hora de la noche en que me he adentrado en la zona muerta y no quiero salir.

—¿Qué ha sido de la chica con la que salías? —me pregunta.

—¿Laurie? ¿En Nueva York?

—No, aquí. El verano pasado. —Calla un momento—. La actriz.

Trato de hacer una pausa, pero no lo consigo.

—Meghan —digo con naturalidad.

—Exacto. —Alarga la palabra.

—La verdad es que no tengo ni idea. —Levanto la copa y hago tintinear el hielo.

Julián me mira con expresión inocente, abriendo ligeramente los ojos. Es evidente que tiene información que darme. Me doy cuenta de que estuve en este mismo reservado una tarde con Blair, en otra época, algo que no habría recordado si no la hubiera visto esta noche.

—¿De nuevo estamos perdidos, Julián? —suspiro—, ¿Vamos a montar otra escena?

—Eh, has estado fuera mucho tiempo y…

—¿Cómo te has enterado? —pregunto de pronto—. Por entonces no nos veíamos.

—¿Qué quieres decir? —pregunta él—. Te vi el verano pasado.

—¿Qué sabes de Meghan Reynolds?

—Alguien me dijo que estabas ayudándola…, dándole una oportunidad…

—Follábamos, Julián.

—Ella dijo que tú…

—No me importa lo que dijo. —Me levanto—. Todo el mundo miente.

—Eh —dice en voz baja—. Solo es un código.

—No. Todo el mundo miente. —Apago el cigarrillo.

—Solo es otro lenguaje que tienes que aprender. —Luego añade con delicadeza—: Creo que necesitas un café, tío. —Hace una pausa—. ¿Por qué estás tan enfadado?

—Me largo, Julián. —Empiezo a alejarme—. Como siempre, un craso error.

Un jeep azul me sigue desde el hotel Beverly Hills hasta la puerta del Doheny Plaza donde me deja el taxi.

Ha cambiado algo desde que he estado aquí hace siete horas. Llamo al portero mientras miro el escritorio de mi despacho. El ordenador está encendido. No lo estaba cuando me he ido. Observo el montón de papeles que hay al lado del ordenador. Cuando el portero contesta estoy mirando un pequeño cuchillo para abrir sobres que está encima del montón de papeles. Cuando me he ido al estreno estaba dentro de un cajón. He colgado sin decir nada. Dando vueltas por el apartamento, pregunto: «¿Hay alguien ahí?». Me inclino sobre el edredón del dormitorio. Paso una mano por encima. Huele diferente. Compruebo la puerta por tercera vez. Está cerrada con llave. Me quedo mirando el árbol de Navidad más rato de la cuenta y luego bajo en ascensor al vestíbulo.

El portero de noche está sentado al mostrador del vestíbulo lujosamente iluminado. Me acerco a él, no muy seguro de qué decir. El levanta la vista de un televisor pequeño.

—¿Ha entrado alguien en mi apartamento? —pregunto—. ¿Esta noche? ¿Mientras estaba fuera?

El portero comprueba el registro.

—No. ¿Por qué?

—Creo que ha entrado alguien en mi apartamento.

—¿Qué quiere decir? —pregunta el portero—. No lo entiendo.

—Creo que alguien ha estado en mi apartamento mientras yo estaba fuera.

—Llevo aquí toda la noche. No he visto pasar a nadie.

Me quedo allí de pie. El ruido de un helicóptero retumba por encima del edificio.

—De todas formas, no han podido subir en el ascensor sin que yo lo abra —dice el portero—. Y fuera está Bobby. —Señala al guardia de seguridad que se pasea despacio por el camino de entrada—, ¿Está seguro de que ha entrado alguien? —Parece que se divierte. Se da cuenta de que estoy borracho—, A lo mejor no era nadie.

Quítale hierro, me advierto. Déjalo correr. Quítale hierro. O empezarán a doblar las campanas.

—Han cambiado las cosas de sitio —murmuro—. El ordenador estaba encendido…

—¿Falta algo? —pregunta el portero, siguiéndome abiertamente la corriente—. ¿Quiere que llame a la policía?

—No —respondo con voz neutral. Y luego repito—: No.

—Ha sido una noche tranquila.

—Bueno… —Retrocedo—. Me alegro.

Estoy comiendo en Commes Ça con una actriz que he conocido esta mañana en el casting. En cuanto ha entrado en la oficina del director de casting en Culver City ha emitido una onda de amenaza continua que me ha dejado aturdido, lo que me ha servido de máscara, de modo que en apariencia me he quedado tan pancho. No me he enterado de quién es su agente ni de la compañía que la representa —alguien la ha recomendado— y estoy pensando en lo distintas que serían las cosas si lo hubiera hecho. Se han desvanecido algunas tensiones, pero siempre son reemplazadas por otras nuevas. Está bebiendo una copa de champán con las gafas todavía puestas y no para de tocarse el pelo hablando vagamente de su vida. Vive en Elysian Park. Es cabaretera en el Formosa Café. Me retuerzo en mi silla mientras contesta un mensaje de texto. Ella se da cuenta y me ofrece una disculpa que no es precisamente evasiva, pero sí premeditada. Como todo lo que hace busca una reacción.

—¿Qué planes tienes para Navidad? —pregunto.

—Estar con la familia.

—¿Será divertido?

—Depende. —Me mira interrogante—, ¿Por qué?

Me encojo de hombros.

—Me interesa.

Vuelve a tocarse el pelo, suelto y rubio. Mancha ligeramente una servilleta al limpiarse los labios con ella. Menciono las fiestas a las que fui anoche. La actriz está impresionada, sobre todo por la primera. Dice que conocía a gente en esa fiesta. Le habría gustado ir, pero tenía que trabajar. Quiere saber si vi a cierto actor joven. Cuando le respondo que sí, la expresión de su cara me hace caer en algo. Ella lo nota.

—Lo siento —dice—. Es un idiota.

Algunas personas de esa fiesta, dice, son bichos raros, luego menciona una droga de la que nunca he oído hablar, me cuenta una historia sobre pasamontañas, zombies, una furgoneta, cadenas y una comunidad secreta, y me pregunta por una hispana que desapareció en algún desierto. Suelta el nombre de una actriz de la que nunca he oído hablar. Estoy tratando de concentrarme y de vivir el momento, no quiero perder todo ese romanticismo. Sale a colación
Concealed
, una película cuyo guión escribí yo. Luego lo pillo: me ha preguntado por el joven actor que iba con la chica despampanante porque tenía un pequeño papel en
Concealed
.

—La verdad es que no quiero saberlo. —Estoy mirando el tráfico de Melrose—. No me quedé mucho rato. Tenía que pasar por otra fiesta.

Y de pronto recuerdo a la chica rubia que salió de las sombras de Bel Air. Me sorprende que se me haya quedado grabada, que su imagen haya perdurado tanto tiempo.

—¿Cómo crees que ha ido? —pregunta.

—Has estado genial. Ya te lo he dicho.

Ella se ríe, complacida. Podría tener veinte años. O treinta. No sabría decirlo. Y si pudiera todo habría terminado. El destino. «Destino» es la palabra en la que estoy pensando. La actriz murmura una frase de
The Listeners
. Me he asegurado de que el director y el productor no están interesados en ella antes de proponerle salir. Esa es la única razón por la que está comiendo conmigo, y ya he pasado muchas veces por esto y me doy cuenta de que esta noche hay otro estreno y a las seis tengo una reunión con el productor en Westwood. Miro el reloj. Me he dejado la tarde libre. La actriz vacía la copa de champán. Un camarero atractivo y atento se la llena de nuevo. Yo no he pedido nada para beber porque algo más está surtiendo efecto. Necesito llevar esto al siguiente nivel si quiero que salga bien.

—¿Estás contento? —pregunta ella.

—Sí —respondo sobresaltado—. ¿Y tú?

Ella se echa hacia delante.

—Podría estarlo.

—¿Qué quieres hacer?

La miro directamente a la cara.

Pasamos una hora en el dormitorio de mi apartamento de la planta quince del Doheny Plaza. Eso es todo lo que hace falta. Luego ella dice que se siente desconectada de la realidad. Le digo que no importa. Me sonrojo cuando me dice que tengo unas manos muy bonitas.

El estreno es en el Village y la fiesta que sigue, recargada y fantasiosa, en el hotel W. (Iba a ser en el Napa Valley Grille, pero debido al exceso de gente la han trasladado a este local menos accesible pero más amplio.) Verte obligado a ver durante dos horas y media a gente fingiendo que grita y llora puede empujarte a un estado oscuro del que tardas un día en regresar, pero me parece una película bien hecha y coherente (lo que siempre es un milagro), aunque a ratos tuve que pensar en cosas horribles para no dormirme. Estoy de pie junto a la piscina hablando con una joven actriz sobre el ayuno y sus clases de yoga, y lo supercontenta que está de hacer una película sobre sacrificios humanos, y su timidez inicial —evidente en sus grandes y tiernos ojos— es alentadora. Pero de pronto dices algo que no debes y esos ojos reflejan una desconfianza innata mezclada con una curiosidad persistente que tienen en común todos los presentes, y se va y, levantando la vista hacia el hotel en medio de la gente, con el móvil en la mano, empiezo a contar en cuántas habitaciones hay luz y en cuántas no, luego me doy cuenta de que me he acostado con cinco personas distintas en ese hotel, y que una de ellas ha muerto. Cojo un pedazo de sushi de una bandeja que pasa.

BOOK: Suites imperiales
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