—Sabía que estarías aquí —dice Rain.
—¿Por qué no has dicho nada? —pregunto, despejándome de golpe—. Podrías haber mandado traer unos cócteles.
—He imaginado que ya estabais puestos.
—¿Por qué no has saludado?
—Estaba atendiendo una mesa. Además, al dueño le gusta impresionar a Banks.
—Entonces, ¿aquí es donde trabajas?
—Sí —ronronea—, Glamuroso, ¿verdad?
—Pareces contenta.
—Lo estoy —dice—. Casi me da miedo lo contenta que estoy.
—Vamos, no tengas miedo.
Ella imita a una niña pequeña.
—Bueno, siempre podría estar más contenta.
—Ya —digo pensativo—. Recibí tus fotos.
Cuando vuelvo al Doheny Plaza para esperar a que Rain acabe su turno, me siento en mi despacho y vuelvo a estudiar su página de IMDb buscando pistas. No hay alusión a los últimos dos años, y se detiene bruscamente después del papel de «Christine» en una película de Michael Bay y del de «amiga de Stacy» en un episodio de
CSI: Miami
, y me sorprendo llenando los huecos, lo que no quiere que nadie sepa. El currículum empieza cuando tenía unos dieciocho años. Hago cálculos a ojo: la fecha de nacimiento ha sido recortada un par de años por lo menos, de modo que le pongo unos veintidós o veintitrés. Fue a la Universidad de Michigan (animadora de los Hombres Lobos, «a estudiar medicina»), pero como no da fechas (si es que realmente estuvo), es difícil confirmar la edad que tiene. Aunque Rain diría que no importa, que la idea de ella con uniforme de animadora es suficiente. Pero el hecho de que no haya fotos suyas de animadora es motivo de más cuchicheos en ese pasillo mal iluminado, y el añadido de «a estudiar medicina» hace que sean aún más intensos.
La información más reciente: Rain introdujo hace una semana que en el número de diciembre de L.
A. Confidencial
la nombran como una de las solteras más solicitadas, igual que, según descubro no muy sorprendido cuando consulto la revista por Internet, Amanda Flew, la actriz que me encontré en JFK y que me envió un mensaje de texto durante la audición de Rain. La foto de Rain en
L. A. Confidencial
es el mismo primer plano, seguramente la imagen de sí misma que más le gusta: mirando al vacío delante de la cámara para que sus facciones perfectas puedan hablar por sí solas, pero el atisbo de una sonrisa casi logra convertirse en indicio de una inteligencia que su escote y la carrera que ha escogido contradicen. Y no importa si hay inteligencia, porque en realidad se trata de la imagen, el concepto de una chica como ella, la promesa de sexo. Todo gira en torno a la atracción. La página de MySpace no me revela nada al principio, aparte de que su grupo musical preferido es The Fray. Suena «How to Save a Life» cuando abres la página. Estoy a punto de echarle un vistazo cuando recibo un mensaje de texto de un número oculto.
Bajo la mirada al teléfono que está encima del escritorio.
Leo en la pantalla: «Te estoy vigilando».
En lugar de ignorarlo y apartarme, contesto: «¿Dónde estoy?».
Antes de que llegue otro mensaje ya he ido a la cocina y me he servido un vaso de vodka. Cuando cojo de nuevo el teléfono del despacho, me quedo helado.
«Estás en casa.»
Aparto el auricular de mi cara y miro por la ventana.
Luego escribo: «Te equivocas».
Tarda un minuto en iluminarse de nuevo la pantalla indicándome que tengo una respuesta.
«Te veo —leo—. Estás de pie en tu despacho.»
Vuelvo a mirar por la ventana y me sorprendo cuando me veo retroceder hasta una pared. El piso de pronto parece muy vacío pero no lo está —hay voces que, como siempre, tardan en silenciarse—, y apago las luces y me acerco despacio al balcón, y debajo de las frondas oscilantes de una palmera veo el jeep azul aparcado en la esquina de Elevado, y enciendo las luces y me acerco a la puerta y la abro, y miro hacia el pasillo art déco antes de dirigirme a los ascensores.
Paso por delante del portero de noche y abro de un empujón las puertas del vestíbulo y paso rápidamente junto al guardia de seguridad y corro a trompicones hacia Elevado y justo cuando doblo la esquina el jeep pone las largas cegándome. El jeep arranca y hace virar bruscamente a una furgoneta que sube por Doheny cuando tuerce a la derecha y avanza dando tumbos hacia Sunset, y cuando levanto la mirada estoy exactamente donde estaba aparcado el jeep y a través de las ramas de los árboles veo las luces de mi piso, y si no fuera por algún coche que pasa, Elevado está oscuro y silencioso. No aparto los ojos de las ventanas de mi despacho vacío mientras regreso a la planta quince del Doheny Plaza, donde hace unos momentos estaba de pie y era vigilado desde el jeep azul, y me doy cuenta de que estoy jadeando mientras paso por delante del guardia de seguridad, y aflojo el paso, tratando de recuperar el aliento, y le sonrío, pero cuando estoy a punto de entrar un BMW verde se detiene.
—Me encanta la vista —dice Rain con un vaso de tequila en la mano, de pie en el balcón, desde el que se domina toda la ciudad.
Estoy mirando por encima de ella el lugar donde estaba aparcado el jeep y son las tres de la madrugada y me coloco detrás de ella y abajo el viento inclina con suavidad las frondas de las palmeras sobre el agua ondulada de la piscina iluminada del Doheny Plaza y la única luz del piso viene del árbol de Navidad de la esquina y de fondo suena muy bajito «A Long December» de Counting Crows.
—¿No tienes novio? —pregunto—, ¿Alguien… de una edad más acorde con la tuya?
—Los chicos de mi edad son idiotas —dice ella volviéndose—. Son horribles.
—Tengo algo que decirte —digo, inclinándome hacia ella—. Los de mi edad también lo son.
—Pero tú estás bien para los años que tienes —dice ella, acariciándome la cara—. Aparentas diez menos. Te has retocado, ¿verdad?
Con los dedos de una mano me acaricia el pelo, que me he teñido hace una semana, mientras con la otra recorre la manga de la camiseta con el logo del monopatín. En el dormitorio me deja que se lo coma y cuando se corre deja que la penetre.
Durante la última semana de diciembre, si no estamos en la cama estamos en el cine o viendo copias de películas y Rain asiente cuando le señalo los defectos de la película que acabamos de ver y no discute. «A mí me ha gustado», dándole un tono ligero a todo, con el labio superior provocativamente levantado, los ojos siempre rojos por haberlos forzado, programados para no cuestionar ni negar nada. He aquí alguien que está tratando de mantenerse joven porque sabe que lo que más te importa es la superficie juvenil. Se supone que esto es parte del atractivo: mantenerlo todo joven y suave, mantenerlo todo en la superficie, aun sabiendo que la superficie se gasta y que no puede durar siempre; aprovechar antes de que aparezca la fecha de caducidad. La superficie que ofrece Rain es realmente todo lo que hay, y como hay montones de chicas como ella, otra parte de su atractivo es observar cómo intenta averiguar por qué estoy tan interesado en ella y no en otra.
—¿Soy la única en la que estás interesado? —me pregunta—. Quiero decir para el papel.
Recorro con la mirada el dormitorio en el que estamos tumbados hasta que me detengo en sus ojos.
—Sí.
—¿Por qué? —Luego, con una sonrisa burlona—: ¿Por qué yo?
Esta pregunta y el silencio que sigue la dejan deseando dar una información que en el dormitorio de la planta quince del Doheny Plaza no tiene razón de ser. Pasas por alto por qué se fue de Lansing a los diecisiete años y sus insinuaciones sobre un tío que abusaba de ella (una jugada para suscitar compasión que amenaza con borrar la carnalidad) y por qué dejó la Universidad de Michigan (no le pregunto si llegó a matricularse) y qué la llevó a hacer incursiones en Nueva York y Miami antes de aterrizar en Los Ángeles, y no preguntas qué tuvo que hacer con el fotógrafo que la descubrió cuando trabajaba de camarera en el café de Melrose ni sobre la carrera de modelo de ropa interior que probablemente parecía prometer a los diecinueve y que la condujo a hacer los anuncios que la llevaron a conseguir un par de pequeños papeles en películas y a no poner definitivamente todas sus esperanzas en la tercera parte de una serie de terror que no fue más que algo pasajero, y luego el rápido descenso a los pequeños papeles en programas de televisión de los que nunca has oído hablar, el programa piloto que nunca llegó a emitirse, y, cubriendo todo lo demás, la fría humillación de los trabajos de camarera y los favores por los que consiguió el puesto de acomodadora en Reveal. Decodificándolo todo, atas cabos hasta llegar al agente que pasa de ella. Empiezas a entender a través de sus calladas quejas que la compañía que la representa ha perdido el interés. Su necesidad es tan grande que acabas envuelto en ella; esta necesidad es tan enorme que te das cuenta de que en realidad puedes controlarla, y lo sabes porque lo has hecho antes.
Estamos sentados en mi despacho desnudos y borrachos de champán mientras me enseña fotos de un desfile de Calvin Klein, cintas de audiciones que le grabó un amigo, un book de modelo, fotos de paparazzi en eventos de segunda categoría —la inauguración de una zapatería en Canon, una fiesta benéfica en una casa particular en Brentwood, de pie con un grupo de chicas en la mansión Playboy en la fiesta del «Sueño de una noche de verano»—, pero al parecer siempre acabamos en el dormitorio.
—¿Qué quieres que te regale por Navidad? —pregunta.
—Esto. Tú. —Sonrío—. ¿Tú qué quieres?
—Quiero un papel en tu película. Ya lo sabes.
—¿Sí? —pregunto recorriéndole el muslo con una mano—, ¿En mi película? ¿Qué papel?
—El papel de Martina.
Me besa mientras desliza la mano hasta mi polla, la agarra, la suelta, la vuelve a agarrar.
—Voy a intentar que te lo den.
La pausa es involuntaria, pero al cabo de un segundo se recupera.
—¿Intentar?
Si no estamos en la cama o viendo películas, estamos en el Bristol Faros de debajo comprando champán o en la tienda de Apple del Westfield Malí en Century City porque ella necesita un ordenador nuevo y también quiere un iPhone («Es Navidad», ronronea como si importara), y dejo el BMW a la entrada del centro comercial y noto las miradas de los tipos que se llevan el coche, y ella también las nota y aprieta el paso tirando de mí mientras habla distraída con alguien por el móvil, un gesto autoprotector, una forma de combatir las miradas no reconociéndolas. Esas miradas son siempre un triste recordatorio de la vida de una chica guapa en esta ciudad, y aunque he estado con otras mujeres guapas, la neurosis de estas acerca de su físico ya se ha consolidado en una especie de amarga aceptación que Rain no parece compartir. Una de las últimas tardes que pasamos juntos este diciembre, nos dirigimos a la tienda de Apple borrachos de champán, y ella se apoya en mí, con sus gafas de sol Yves Saint Laurent, mientras caminamos bajo el cielo encapotado visible por encima de las torres de Century City, y las campanas de los villancicos suenan por todas partes, y ella está feliz porque acabamos de ver una cinta suya que incluye sus dos escenas en una película de Jim Carrey, un drama que fracasó. (Después de entornar los ojos ante la pantalla, la he elogiado con entusiasmo y le he preguntado por qué no aparece la película en su currículum, y ella ha admitido que cortaron sus escenas.) Sigue preguntándome si le estoy diciendo la verdad sobre sus escenas mientras caminamos hacia la tienda de Apple y le aseguro que sí en lugar de confesarle lo horrible que me ha parecido su interpretación. Era imposible conservar esas escenas en la película; la decisión de cortarlas fue la correcta. (Tengo que dejar de preguntarme cómo consiguió el papel, porque eso sería entrar en un laberinto sin salida.) Lo que me mantiene interesado —siempre es así— es cómo puede ser tan mala actriz en la pantalla y tan buena en la vida real. Aquí es donde está normalmente el suspense de todo. Y más tarde, tumbado en la cama llevándome una copa de champán a los labios, pienso esperanzado, por primera vez desde Meghan Reynolds, que tal vez conmigo no está actuando.
La última semana de diciembre estamos en el Bristol Faros de Doheny comprando otra caja de champán cuando la pierdo en uno de los pasillos y me quedo aturdido al caer en la cuenta de que el supermercado había sido el Chasen’s, el restaurante en el que celebré varias Nochebuenas con mis padres cuando era adolescente, y de pie en la sección de verduras trato de recrear la distribución del restaurante mientras «Do They Know It’s Christmas?» suena por todo el almacén, y cuando no lo consigo siento un triste alivio. Y de pronto me fijo en que Rain no está a mi lado, y echo a andar por los pasillos pensando en las fotos de ella desnuda en un yate, mi mano entre sus piernas, mi lengua en su coño mientras ella se corre, y la encuentro fuera, apoyada contra mi BMW hablando con un tipo atractivo que lleva el brazo en cabestrillo y al que no reconozco, y él se aleja mientras yo me acerco empujando el carro, y cuando le pregunto a ella quién es sonríe tranquilizadora y responde «Graham» y luego añade «Nadie» y luego «Es mago». La beso en la boca. Ella mira alrededor, nerviosa. La veo reflejada en la ventanilla del BMW.
—¿Qué pasa?
—Aquí no —dice ella, pero como si «Aquí no» fuera una promesa de algún sitio mejor.
El aparcamiento desierto de pronto se vuelve gélido, el aire es tan frío que riela.
Durante la semana que pasamos juntos las cosas no acaban de fluir, hay lapsus, pero Rain actúa como si no importara, lo que contribuye a que desaparezca la causa del miedo. Ella lo suple con algo en lo que es fácil sumergirse. Algunos de mis amigos que siguen en la ciudad querían quedar a cenar en el Sona, por ejemplo, pero la invitación le provocó una ansiedad tan poco propia de ella que por un momento se volvió reveladora. («No quiero estar con nadie más que contigo», es la excusa que pone.) Pero los lapsos y las evasivas no son escandalosos; Rain sigue siendo lo bastante relajante como para que los mensajes de texto de los números ocultos dejen de llegar y para que el jeep azul desaparezca junto con mi deseo de empezar a trabajar de nuevo en los proyectos en los que estoy colaborando y los largos silencios meditabundos han desaparecido y el frasco de Viagra del cajón de la mesilla de noche está intacto y los fantasmas que lo movían todo de sitio en el apartamento han huido y Rain hace que me crea que lo nuestro tiene futuro. Me convence de que está sucediendo de verdad. Meghan Reynolds se vuelve borrosa porque Rain exige que me concentre en ella y porque todo en ella surte efecto en mí, y no soy consciente de en qué momento se convierte en algo que está más allá del simple trabajo y por primera vez desde Meghan Reynolds cometo el error de dejar que me importe. Pero hay un solo hecho zumbando ruidosamente por encima de todo que intento inútilmente pasar por alto, porque es lo único que mantiene el equilibrio en su lugar. Es lo que no me deja caer del todo. Es lo que me impide derrumbarme: ella es demasiado mayor para el papel que cree que va a conseguir.