Pero, ¡qué zoquete! ¡Qué estúpida! ¿Cómo se me ha podido pasar por la cabeza un sólo instante que este presumido arrogante podría mostrar el más mínimo interés en algo que no fuera su permanente! He perdido el juicio. ¡Y pensar que incluso se me ha pasado por la cabeza besarle! Tengo que dominar mis impulsos. He venido a París para estudiar, no para andar tonteando y menos aún para convertirme en el bufón de un millonario desganado. No ha dejado de tomarme el pelo desde el momento en el que he entrado en su casa. Primero, con su padre fallecido, después con el vino… A ver qué sale en Google de ese castillo. No, ¡no puede ser eso! Pero es el nombre que ha dicho: chateau d'Yquem. ¡Es un vino! Por lo que parece, este vino blanco que me ha parecido demasiado dulce se considera uno de los mejores vinos del mundo. No, ¡no puede ser! El precio de una botella va de 200 a varios miles de euros. Ahora entiendo que haya estado a punto de ahogarse viéndome beber la copa como si fuera Coca-cola. Pero, de todos modos, ¡se lo merecía! Así aprenderá a no reírse de mí.
No consigo calmarme desde que le he dado con la puerta en las narices. No debería haberlo hecho. Sea como sea, sigue siendo mi casero. Un casero que me hace el favor de permitirme vivir gratis en su casa… Qué marrón. El lunes sin falta me pondré a buscar una habitación. O también podría pedirle disculpas y ganar un poco de tiempo… No, ¡de ninguna manera! ¡Qué tonterías pienso por culpa de ese dichoso vino blanco! ¡No voy a pedirle disculpas tras haberme humillado de tal forma! ¡Estoy segura de que desde el principio estaba maquinando su comentario malévolo! Y yo, ingenua de mí, pensaba que quería saber más… ¡Pobre estúpida! Y esa sonrisita en la cara cuando me ha soltado esa puya… ¡Estaba contentísimo de sí mismo! Creo que habría podido pegarle. Reducir el compromiso de toda una vida a la forma de vestir. Además, ¿qué significa eso de vestir como un pordiosero? ¿Que visto mal? ¿Por qué? ¿Porque no voy con trajes de Chanel a la universidad? ¡Valiente tontería! No sé en qué mundo vive pero nunca ha visto a nadie ir de punta en blanco al restaurante de la universidad. Bueno, Manon, por supuesto. ¡Pero ella es una extraterrestre! Y, además, si mi ropa no le gusta, ¿qué quiere que haga? Bien pensado, tampoco tengo que molestarme. No soy superficial como el resto de las mujeres con las que suele codearse…
Ya está. Voy a acostarme, mañana veré las cosas más claras.
En algún momento, tendré que salir de casa. Puedo aguantar todo el fin de semana con las provisiones que tengo, pero el lunes tendré que salir. Me marcharé pronto para asegurarme de no cruzarme con él. Y, mientras tanto, ¡a trabajar! Es una ocasión perfecta para dedicarme en cuerpo y alma a mis libros. El único problema es que no puedo evitar acordarme de ese momento humillante… ¡hasta sueño con eso! Mi vida parisina es tan carente de interés que me estoy centrando en algo que no duró más que quince minutos.
Y, mientras tanto, él se divierte de lo lindo. Esa noche, mientras fregaba los platos, escuché carcajadas femeninas y ruidos de copas. Parece que el señor está celebrando una fiesta. Con Barbies sin cerebro a las que divertir con las historias de su vecina mal vestida. Les odio. Me cubro la cabeza con el almohadón pero, aun así, tardo en dormirme.
Lunes, 05:45 de la mañana. Creo que, desde que estoy en París, es el día que más he madrugado. Me pregunto si no habrá alguna ley que lo prohíba porque la ciudad parece no despertarse hasta pasadas las 09:30. Una coleta normal, mi ropa de «pordiosera», mis libros y lista para salir al rellano. Mientras busco frenéticamente las llaves en el bolso, alguien me saluda con un tono cálido.
—Buenos días.
Me vuelvo, lista para saltar a la yugular de la que osa interrumpir mi plan perfecto de soledad matinal. No puedo. Estoy petrificada de admiración. Creo que nunca he visto a una mujer tan guapa. Es el tipo de persona a la que me gustaría parecerme cuando sea «mayor». Una mujer entre la Rita Hayworth de
Gilda
y la Catherine Zeta-Jones de
Crueldad intolerable
. Lleva un vestido de noche rojo y tacones de aguja con un desparpajo natural que me hace dudar de la hora que es. Me sonríe con benevolencia.
Estoy fascinada por su pelo, que cae haciendo ondas sobre sus hombros desnudos. Voluptuosidad. Eso es, esta mujer emana voluptuosidad. Sexo. Y sale de casa de mi vecino. Esperamos el ascensor, una al lado de la otra. La escena es ridícula. Yo, con mis deportivas y ella con sus tacones, mi cabeza le llega a las axilas. Podría echarme a reír si no estuviera mortificada y turbada. Tras un descenso en ascensor que se me hace interminable, desaparece en un abrir y cerrar de ojos dejando tras de sí una estela de un perfume que me deja embelesada en la acera.
—¡Es una puta!
Es el veredicto inapelable de Manon, a la que le he contado todo.
—No, estoy segura de que no, era elegante. Creo que no, no tenía pinta de puta.
—Sabes, en París hay putas muy distinguidas, es sólo cuestión de precio.
Me pregunto de dónde le viene esta ciencia súbita del comercio de los sentidos pero me abstengo de preguntarle.
—No, no lo creo.
—Te molestaría que tu multimillonario viera una puta, ¿me equivoco?
—¡Qué haga lo que le venga en gana, me da igual! Es sólo que no creo que sea su estilo y la chica no me ha dado esa impresión.
—De todas formas, se ha follado a tu Rita, ¿no?
—¡Qué vulgar puedes llegar a ser! De todas formas, sí, creo que sí.
—Bah, no se aburre el muy cerdo, ¡eh! El viernes está contigo rozando las rodillas; el sábado organiza una fiesta y, el domingo, pasa la noche con Rita, la puta-encubierta
—A decir verdad, creo que fui yo la que le estuve rozando la rodilla…
—¡Pues ya está!
—¡Pero había bebido!
—¡Una copa! ¿Te estás quedando conmigo? ¡Ese tío te gusta!
—Sí, ¡me gustaba! Hasta que se rió de mí y me devolvió a la realidad. Ves, eso tengo que agradecérselo. He estado a punto de perder el tiempo.
—¡Mira que eres cortada! Aunque el tío sea un poco estúpido, no te vendría mal echar un… —se para de seco y me examina con una mirada curiosa—, perdona, siempre se me olvida que eres americana. ¿No me dirás que eres virgen? —ha dicho virgen como si hubiera dicho coprófago, con una mezcla de asombro y una sospecha de asco. Le tranquilizo.
—No, no, sólo es que no me apetece con Delmonte, olvídalo.
Afortunadamente, Mathieu llega, lo que pone punto y final a esta conversación tan embarazosa.
Mientras que él nos relata su fascinante seminario sobre los filósofos pre-socráticos, yo reflexiono sobre mi vida sexual. A pesar de la moda radical que hizo estragos en mi instituto, no soy virgen. Empecé a interesarme por el sexo cuando tenía unos 17 años. Era lo normal en ese momento. A algunas chicas de mi clase les habían contado que el sexo era el pasaporte a la depravación, a la ruina de las jóvenes. Otras decían que era obligatorio hacerlo antes de entrar en la universidad. Personalmente, no tenía ni idea. Como de costumbre, pedí consejo a mi padre. «
¿Acostarte con un chico? Sí, claro que puedes, si tienes ganas. Pero hazlo siempre con protección
».
Fue una educación sexual de lo más simple y decidí completarla por mí misma. Se lo propuse a un amigo de infancia para que aprendiéramos los dos juntos. Después de dos intentos, uno doloroso y otro aburrido, decidimos que ya sabíamos suficiente. Después, dediqué toda mi pasión a lo que consideraba pertinente: mis estudios. No, no soy virgen. Pero como si lo fuera.
No tengo nada contra la idea de «echar un polvo», como dice Manon, es sólo que no creo que se presente la ocasión cada cinco minutos.
Además, he de confesar que, hasta hace poco, ningún hombre me había atraído de verdad. Pero eso ya es agua pasada.
Son las 20:00 cuando empujo la pesada puerta del edificio. Estoy gafada. Delmonte acaba de montarse en el ascensor y me sujeta la puerta para que entre. No tengo alternativa, tengo que entrar sí o sí. Nunca había encontrado este sitio tan estrecho, me miro a los pies.
—Emma, ¿sigue usted enfadada?
Mi única respuesta es un gruñido.
—¡Pero qué susceptible que es! Le pido perdón, no quería ofenderle, estaba bromeando. Pensaba que había algo entre nosotros, pero debí de equivocarme…
Se abre la puerta y me escabullo a mi habitación murmurando un «buenas noches» probablemente inaudible. ¿Algo entre nosotros? ¿A qué se refiere? Ha debido de notar mi bochorno y quería seguir burlándose de mí. O, ¿de verdad se siente atraído por mí? Sea como sea, se ha disculpado, algo es algo. Para empezar, significa que no me va a poner de patitas en la calle. Y, para terminar, quiere decir que se preocupa por mis sentimientos. Bueno, eso es lo que me imagino. Si tuviera valor, se lo preguntaría. Aunque eso también le daría una oportunidad perfecta para volver a reírse de mí… Oh, Manon tenía razón: soy demasiado cortada. Al fin y al cabo, ¿qué pierdo preguntándoselo? ¿Hacer el ridículo? Más de lo que lo he hecho hasta ahora… Sí, voy a preguntárselo. Me ducho para sacar fuerzas y llamo al timbre de su casa. No voy a andarme por las ramas, le preguntaré directamente qué hay entre nosotros. Somos adultos.
—¡Qué sorpresa! Emma, no sabía que usted quisiera pasar…
—Si, bueno, no lo había planeado… Es una visita de cortesía entre vecinos —respondo mordiéndome la lengua para no decir nada más.
—Si lo hubiera sabido…
—Vengo en mal momento, tiene visita…
—Sí, una reunión profesional, lo siento.
—Da igual, otra vez será, ¿quizás…?
No me deja terminar la frase. Sin titubear ni un segundo, me coge por la cintura y me estrecha contra su cuerpo. Sus labios se pegan a los míos de forma casi brutal. Estoy desconcertada. Mientras me sujeta firmemente contra él, siento como su lengua se desliza en mi boca y encuentra la mía. Ojalá esto no termine nunca. La mano que tenía en la espalda baja por mis vaqueros. Todo mi cuerpo está en tensión, a la espera del siguiente movimiento, su próximo atrevimiento. Siento su sexo a través de la tela de su pantalón, me acerco a él con más fuerza. Estoy dispuesta a cualquier cosa.
—Charles, ¿va todo bien? —había olvidado no estaba solo, esa voz ha sido como un jarro de agua fría.
—Sí, sí, Natacha, ya voy —se separa de mí con suavidad y me mira como si no hubiera pasado nada. Yo, sin embargo, estoy descolocada. Jadeo, tengo la impresión de estar desnuda y seguro que estoy roja.
—Venga, me he ausentado demasiado tiempo, voy a presentarle…
¡Menuda idea! En mi estado… Pero no me da tiempo a protestar, él me precipita al salón. Pienso que estoy alucinando. En la tumbona roja están sentadas dos rubias esculturales idénticas y, por un momento, me parece que están desnudas. En realidad, llevan unos vestidos minúsculos color nude. Están sentadas con la misma postura, las piernas cruzadas y una copa de champán en la mano. Los dos pares de ojos de un azul glacial me analizan minuciosamente de pies a cabeza.
—Emma, le presento a Natacha y Katia Petrovska. Emma Maugham, mi vecina y amiga.
Consigo mascullar un «buenas noches». Me falta el aire, tengo que marcharme de aquí, tengo que huir.
—Lo siento, debo marcharme, digo mientras me escabullo.
—Emma… como quiera. Hasta pronto.
No he esperado a que me acompañara, retrocedo sobre mis pasos como un zombi. Ahora estoy ante un plato de sopa y no consigo volver a la realidad. ¿Cómo hemos pasado de las bromas humillantes a ese beso tórrido que todavía me hace temblar? Y, ¿quién son esas gemelas de su sofá? ¿De verdad era una reunión profesional? Es cierto que no sé a qué se dedica… Pero parece que aquí hay algo que no cuadra. ¿Qué tipo de profesional acude a una cita medio desnuda con su hermana gemela? La voz de Manon resuena irónicamente en mi cabeza. Dicho sea de paso, no encuentro ninguna otra explicación… Pero, entonces, ¿por qué ha querido presentármelas? ¿Quería que participara? Desecho inmediatamente esa idea. Es demasiado. Echar un polvo, sí. Tolerar una perversión de ese tipo sobrepasa mis fuerzas. Se lo comentaré la próxima vez que nos veamos. Mientras tanto, me sentará bien una ducha fría.
Estoy sentada en la tumbona vestida únicamente con una combinación color nude. Charles, sentado a mi lado, me tiende una copa de champán mirándome fijamente a los ojos. Brindamos. Con su mano libre, me acaricia la rodilla. Sus dedos se deslizan por mi piel ardiente en un movimiento rápido. De pronto, se detiene en seco y me arranca los tirantes del vestido con un movimiento brusco. El vestido desaparece, estoy desnuda, con las piernas cruzadas y mi copa de champán en la mano. Vuelve a acariciarme la rodilla, esta vez con mayor insistencia. Sus dedos se aventuran más arriba, por mi muslo. Los miro, totalmente fascinada. Me gustaría descruzar mis piernas pero no puedo moverme. Y, después… me despierto.
No quiero volver a su casa. La próxima vez que nos veamos será por pura casualidad. A partir de ahora, voy a intentar vivir con normalidad. Al fin y al cabo, no ha pasado nada. Un simple beso en una entrada, nada del otro mundo… Si mi vida no estuviera tan vacía, apenas me acordaría.
Y se me presenta la ocasión perfecta para cambiar de chip. Una fiesta en casa de Manon. Quién sabe, quizás encuentre a un chico de mi edad con unas costumbres normales.
Manon ha debido de pensar lo mismo y, en cuanto entro, me presenta a un tal Olivier, de su clase de trabajos prácticos de lingüística medieval. Parece encantador. Bonito, pelo moreno y rizado, grandes ojos azul claro con cierto aire soñador, un look desenfadado. Él sí es mi tipo. Bebemos, hablamos. Hay buen rollo. Coloco mi mano sobre la suya… y él la aparta inmediatamente. Sale de una historia difícil, me dice. La he fastidiado. No llevo más que una semana interesándome por los hombres y ya me han dado calabazas. Aunque dice que me encuentra «muy maja», me siento un poco humillada.
Manon y Mathieu están desatados con un éxito de los ochenta. Me han olvidado, no les culpo. Me escabullo discretamente, el último metro me espera.
A estas horas de la noche no pensaba cruzarme con nadie en el rellano.
—Buenas noches —me dice Rita. Bueno, la que he bautizado como Rita. Esta vez, lleva un traje de chaqueta negro. Está igual de guapa pero menos sexy. Además, se está yendo. Le devuelvo el saludo y me vuelvo para rebuscar en mi bolso—. Emma, ¿no? —¿cómo sabe mi nombre? ¿Han hablado de mí? Me enderezo para mirarla. Me tiende la mano con una sonrisa franca—. Élisabeth, encantada. Si vamos a cruzarnos a menudo, será mejor que sepamos quiénes somos, ¿no cree?