—¡Emma!
Entro, qué sea lo que dios quiera. Qué alivio, no está desnudo. Se ha quitado el abrigo y la chaqueta. Está descalzo y me ofrece una copa mientras sonríe.
—Estaba convencido de que no se negaría a tomar una última copa. Disculpe si le he ofendido antes. Tome asiento, por favor.
Me siento en la famosa tumbona. En el borde, lista para escapar si… si, ¿qué? No lo sé en realidad. El corazón me va a estallar. Bebo un sorbo de vino. Su suave calidez me tranquiliza un poco. No sé qué decir. Le miro. Su cuerpo me fascina, parece un felino. Se me acerca y se arrodilla. Me sube el vestido hasta mitad del muslo y me mira las piernas. Su boca retoma los besos donde se había quedado antes, en el final de las medias. Me estremezco. Con un movimiento, me separa las piernas. Recuerdo que no llevo ropa interior, quiero marcharme.
—Perdone, no puedo, ha sido una mala idea…
—Emma, vuelva a sentarse, se lo ruego.
Me siento. Con las piernas bien cerradas. Soy ridícula, ya sabía qué me esperaba si venía aquí.
—Relájese —dice mientras baja la luz. Esta oscuridad casi absoluta me tranquiliza. Me aferro a mi copa y él reanuda sus besos diabólicos. Su lengua va y viene por mis piernas cerradas mientas desliza las manos bajo mi vestido buscando mis pechos. Siento que me embriaga un calor desconocido. Ahora, rodea con las manos cada uno de mis pechos. Separa los dedos y vuelve a cerrarlos para apretar el pezón. No puedo evitar cerrar los ojos y dejar caer la cabeza hacia atrás para saborear al máximo este placer.
Sin querer, mi cuerpo emite un nuevo gemido. Mis piernas, que pensaba que estaban fuertemente soldadas, se separan y la boca que mantenía a una distancia respetuosa se acerca a mi sexo. Los besos ligeros han dejado sitio a caricias más atrevidas y movimientos precisos con la lengua de una intensidad tal que no consigo sino gritar. No sé qué hacer con la copa. De repente y sin pensarlo, coloco la copa en su nuca. Estoy aterrorizada. No puedo moverme. Una mano surgida de la nada la coge para dejarla en la mesa. Después, me coge la mano y la coloca sobre su cabeza. Nunca he vivido nada tan fuerte. Sentir cómo mueve la cabeza bajo mi mano multiplica mis sensaciones. He perdido el control, he abierto las piernas y marco el ritmo con la mano sin querer. De repente, me estremezco, un nuevo escalofrío recorre mi cuerpo. Un dedo se adentra en mí y luego otro. Les invito a continuar su exploración mediante un suspiro elocuente. Ya no sé ni dónde estoy.
En ese momento, detiene sus caricias y me besa apasionadamente en la boca. Su lengua encuentra la mía de forma casi violenta. Sigue arrodillado. Le desabrocho frenéticamente la camisa. Mis gestos son vagos y desordenados, me gustaría arrancarle la ropa. No tarda en estar desnudo. Me mira a los ojos con una intensidad insostenible. Avanzo la mano hacia su sexo erecto, decidida a devolverle todo el placer que el acaba de darme pero se acomoda a mi lado en la tumbona y me toma por las caderas para que me siente sobre él. Creo que es la sensación que llevo horas esperando. Ya no tengo miedo. Es todavía más intenso que en el ascensor. Tengo la impresión de estar poseída a pesar de que soy yo quien lleva las riendas. Me mira a los ojos como si disfrutara con mi placer tanto como con el suyo. Nuestros besos pasan a ser más animales, el ritmo se acelera. Se levanta sin dejar de sujetarme por las caderas y me empuja contra la pared y recupera el control de nuestros cuerpos. Sus caderas van y vienen con fuerza, casi violencia. Me agarro a él, le clavo las uñas en la piel. En el mundo sólo existimos él, yo y este ritmo que me vuelve loca…
Su aliento sobre mi cuello. Ligero como una brisa. Y un beso detrás de la oreja, como una pluma. No quiero abrir los ojos, no quiero despertar. Estoy en la gloria, la biblioteca puede esperar…
—Emma, ¡sé que finge estar dormida! ¿No tiene que ir hoy a la universidad?
¡No es un sueño! Abro los ojos. Charles Delmonte está ahí, acostado a mi lado. Me mira con ojos alegres, apoyando la cabeza en la mano. Sé que estamos desnudos bajo las gruesas sábanas y me vienen a la mente imágenes de ayer. El vestido, el restaurante, su jueguecito… y esta noche inolvidable juntos. Le devuelvo la sonrisa. No quiero moverme, no quiero decir nada. Nada que pueda romper este hechizo. Pero ya se ha levantado. Desnudo. Delante de mí. Envidio su naturalidad. Esta forma de estar cómodo en cualquier circunstancia.
—¿Le preparo un café, bella durmiente?
—Sí, por favor.
—¡Estaba desesperado por oír su voz! —bromea antes de desaparecer.
Me estiro suavemente antes de contemplar la habitación, no he tenido tiempo esta noche. En realidad «habitación» no es el término apropiado. Mejor, alcoba. Hay sitio para una cama y poco más. Pero es evidente que es un efecto buscado, no una falta de espacio. Es como si hubiera cavado una madriguera en su inmenso piso. Un escondrijo aislado de todo. Las paredes están cubiertas por una tela de color rojo muy sensual y reconfortante al mismo tiempo. El techo es bajo. Las sábanas de color gris oscuro son pesadas y cálidas, parecen de franela. Además, en el suelo hay pilas y pilas de libros de arte. Me da la impresión de estar en la habitación de un rico cosaco que me hubiera raptado. La idea no me desagrada. Sonrío al darme cuenta que sigo llevando puesto el collar de diamantes.
—El café, ¿largo o corto?
—Largo. Por favor.
Venga, tengo que ponerme algo antes de que vuelva con los cafés. Aunque él se encuentre cómodo en cualquier situación, yo no estoy preparada todavía para beber un café vestida solamente con un collar de precio exorbitado. ¡Su camisa! Sí, ya lo sé. Es un cliché, pero siempre me ha parecido increíblemente sexy. Todavía conserva su perfume amaderado y el olor de nuestra pasión. Me pongo roja. Aquí vuelve. Parece que le divierte lo que he hecho. No me siento del todo cómoda, le hablo del aspecto ruso de la habitación.
—Ostras, es cierto, ¡no lo había pensado nunca!
¡Y desaparece! No conseguiré acostumbrarme. ¿Qué va a traer esta vez?
Lleva algo parecido a una bata, igual se asemeja más bien a un abrigo. Sea lo que sea, es de color rojo con ricos motivos árabes dorados, parece mongol. En su mano, un sable. Enorme. Lo desenvaina de golpe al tiempo que me insulta en una lengua desconocida. ¿Ruso? Casi tengo miedo. No, en realidad, tengo miedo. No entiendo nada. No llevo puesto más que una camisa y mi amante está loco. Se acerca y me roza con la punta del sable. Creo que me da órdenes. Mi falta de respuesta parece enojarle. Levanta su sable y me golpea con él. ¡Dios mío! ¡Me ha pegado! Abro los ojos. No me ha hecho nada. Pero la camisa está abierta. Vuelvo a estar completamente desnuda. Más bien, desnuda con un collar. Pero parece más tranquilo. Apoya su arma y me coge el rostro entre las manos. Murmura algo en esa lengua desconocida.
Y, de repente, me coge por el pelo y me empuja contra la cama. Me venda los ojos con lo que parece un pañuelo de seda. Le grito que pare. En serio.
—Tranquila, Emma, es solo un juego. Estoy seguro de que le va a gustar —y continúa con su letanía incomprensible. Estoy boca abajo, desnuda. A su merced. Espero. No pasa nada. La excitación lucha contra el miedo. De repente, siento la hoja de la espada en mi tobillo. Tengo miedo. Un poco. Pero nunca he estado tan excitada. Mi cosaco me acaricia con una espada bicentenaria. La sube suavemente entre mis piernas. Me estremezco. Sigue sujetándome el pelo con fuerza y no puedo moverme. Mi yo sufragista está escandalizada por que esto pueda excitarme. Y sin embargo… la fría lámina ahora parece arder. Va y viene entre mis piernas, haciéndome olvidar que se trata de un arma potencialmente peligrosa. Apenas consigo respirar.
—¡Vas a volverme loca…
En cuanto termino la frase, se para en seco. He roto el encanto. ¿Qué he hecho? ¿Es porque he hablado? ¿Porque le he tuteado? Me callo pero sé que ya se ha fastidiado.
Se levanta y me dice en tono distante:
—Tengo una reunión, lo había olvidado. Lo siento, Emma, tengo que marcharme.
Noto que se ha quedado de pie el lado de la cama, mirándome. Me quito el pañuelo. Un frío glacial acaba de invadir la habitación. Tan intenso que me he acurrucado bajo las sábanas. Se da la vuelta y se va al baño.
Aprovecho para saltar de la cama e ir a buscar mi ropa. Me visto rápidamente. Bien. ¿Y ahora? ¿Tengo que esperar a que salga del baño? ¿Tocar y marcharme? ¿Dejar una nota? Estoy plantada delante de la puerta pensando qué se supone que hay que hacer en estos casos siendo que ha sido él quien me ha echado. Afortunadamente, no tarda nada en salir, tapado únicamente con una toalla. Pasa ante mí como si no existiera y se dirige hacia una cómoda.
—¿Charles? Eh, me voy…
—Sí, muy bien. Qué pase un buen día.
He salido con toda la dignidad posible. No quiero parecer una mujer que nunca ha tenido un romance. ¿Amantes? A toneladas. Vivimos historias apasionadas sin futuro y, a la mañana siguiente, cada uno sigue con su vida. Me gustaría ser ese tipo de mujer. Pero no es el caso. Llevo veinte minutos llorando en la ducha. No sé muy bien porqué. Estoy dolida, de eso no cabe duda. No es tan raro cuando estás desnuda con los ojos vendados y te ponen de patitas en la calle.
Además, por culpa de este hombre insensible he sido infiel a todos mis principios. No se puede reivindicar el feminismo mientras aceptas regalos carísimos y dejas que te agarren por el pelo como si fueras una esclava, por citar sólo algunos ejemplos. Tengo vergüenza. Me siento estúpida. Y humillada. Pero, a pesar de todo, creo que me gusta. Su hoyuelo, su cuerpo felino, su forma de reír, su pasión por los objetos de antaño, sus ojos, sus manos, su boca… Todo en él me fascina. Incluso sus sombras. Esa nube que a veces oscurece su mirada. No, no es un juego. No es un sádico, estoy segura, antes no me ha echado para burlarse de mí. Hay algo más, lo presiento. Pero, ¿el qué?
—¿Y si lo único que pasa es que le da miedo el compromiso? —me pregunta Manon en el restaurante de la universidad.
—No le estaba proponiendo que se fuera a vivir conmigo… De hecho, no le propuse nada, fue él el que empezó el jueguecito con la espada…
—Sexy…
—Y que lo digas…
—Aun así, ¡estoy flipando! De un día para otro has pasado de una vida de monja frustrada a la de una cortesana. Casi estoy celosa y todo.
—Sí, pero te olvidas del final de la historia. El momento en el que la cortesana vuelve a su habitación de servicio para llorar como una niña.
—Sí, eso es verdad. Lo que nos trae de vuelta a nuestro problema.
Anda, se ha convertido en «nuestro» problema… No le digo nada pero, después de todo esto, me alegra saber que alguien se interesa por mi vida privada. Si estuviera sola con todas estas dudas, me volvería loca. Ahora, necesito de verdad tener una amiga a mi lado.
—Igual está casado.
—Mi prima me lo habría dicho. O Élisabeth. O habría visto a su mujer.
—Salvo que la esconda en el desván. O sea muy muy fea… ¡o muy vieja!
—Sí…
—O quizás es viudo. Imagínatelo: tras la trágica muerte de su amada esposa, el inconsolable Charles Delmonte no puede enamorarse de ninguna mujer porque teme volver a pasarlo mal…
—Sí, muy tierno, pero me extrañaría muchísimo. Además, es demasiado novelesco.
—¿Demasiado novelesco? Y lo dices tú, ¡la esclava del cosaco!
Me río. Este análisis ante un plato de carne con salsa marrón me reconforta mucho más de lo que pensaba.
—Entonces, si no es novelesco, él es un capullo que no sabe lo que quiere. Es una neurosis corriente entre la gente que tiene todo.
Jo, me decepcionaría mucho si fuera así. No obstante, antes de acostarme con él, pensaba que era ese tipo de personas. Quizás me he equivocado con él. ¡No! ¡Eso no es cierto! El sublime Charles Delmonte no puede ser un capullo. ¡Seguro que hay algo que le atormenta en su interior! Algo grave y secreto. A la altura del personaje, por supuesto.
—¡Esto va mejorando!
—Quizás es un hombre lobo ¡O un vampiro! —suelta Mathieu.
¿Desde cuándo está aquí? Ni idea. Da igual, parece que «nuestro» problema también le atañe a él. Muy bien. Al menos consigue hacerme reír.
—O puede que la mafia le vigile y haya jurado asesinar a todas las personas con las que se relacione. O unas triadas chinas.
—O es un peligroso psicópata buscado por la policía de todo el mundo.
¡A ver quién tiene la explicación más surrealista! Se están divirtiendo como enanos…
—O quizás… ¡es tu padre!
—¡Mierda! ¡Mi padre!
Con todo este lío, me había olvidado por completo de mi padre. Es hoy. Recibí ayer la carta, la leí sólo por encima porque tenía la cabeza en otras cosas. Me echaba mucho de menos y había decidido venir a visitarme por sorpresa. Tengo dos horas para encontrarle una habitación, ordenar la mía y poner cara de circunstancias. Dejo a mis amigos deprisa…
Me ducho con agua muy fría, como si así pudiera borrar mis locuras recientes. He recogido meticulosamente los regalos de Charles bajo la cama. Por ahora, me quedo el collar. Cuando mi padre se vaya, ya veremos cómo evoluciona esta relación, si es que la hay. Durante esta semanita, voy a volver a ser Emma Maugham, la estudiante modelo que no debería haber dejado atrás. Aún me queda un rato para ponerme a estudiar hasta que venga mi padre.
Ha llegado. No me lo puedo creer. Mi padre está en París. Verle ahí, en el marco de la puerta, con su tweed de siempre, su maleta en la mano es… increíble. Me abalanzo en sus brazos. Cinco minutos después, me echa para atrás y me observa como si fuera un fósil desconocido.
—Estás rara —siento cómo me voy poniendo roja. ¿Se ve?
—¿Qué tengo?
—Nada de nada. Eres igualita a ti. Te envío a Francia y me encuentro aquí a mi hija idéntica. Salvo por…
—¿Qué?
—Un amor por el orden que me resulta totalmente infrecuente…
Río, profundamente aliviada. ¿Qué pensaría si le confieso que tengo una relación (¿solo una?) con mi casero lunático y multimillonario?
¿Podría soportar una situación tan embarazosa? No lo creo. Estamos esperando el ascensor cuando llegan Charles y Élisabeth. Me cuesta respirar. Afortunadamente, Élisabeth toma la iniciativa.
—¡Emma! ¡Qué sorpresa! ¿Qué tal estás?
Charles nos mira intrigado. Tengo ganas de sacarle la lengua. Sí, ¡conozco a tu amiga! Somos amigas e incluso nos hemos bebido un café en tu casa cuando tú no estabas.