Octavo libro de la serie sobre Tarzán, han transcurrido dos meses desde el final de la historia anterior y Tarzán continúa la búsqueda de Jane.
Tarzán el terrible
es uno de los más importantes hitos en la serie de Tarzán, continuando con una secuencia que comenzó con
Tarzán el indómito
, continuará con
Tarzán y el león de oro
y finalizará con
Tarzán y los hombres hormiga
, en los que la viva imaginación de Burroughs y su capacidad narrativa alcanzaron su expresión más elevada, por lo que se consideran el punto culminante de la serie.
Tras conseguir escapar de la persecución de Tarzán, el teniente del ejercito alemán Obergatz continúa su huida por la selva al lado de Jane, a la que retiene como prisionera. Pero Tarzán todavía sediento de venganza, no se da por vencido; sigue el rastro de su compañera y éste le llevará a uno de los parajes mas desconocidos e inquietantes del corazón de la jungla, donde Tarzán vivirá algunas peripecias capaces de dejar sin aliento al lector.
El instinto de supervivencia incluso en las condiciones mas adversas, un genuino sentido de la amistad y el deseo de justicia guiarán los pasos de Tarzán hasta su fiel compañera.
Edgar Rice Burroughs
Tarzán el terrible
Tarzán 8
ePUB v1.0
Zaucio Olmian25.07.12
Título original:
Tarzán the Terrible
Edgar Rice Borroughs, 1921
1ª edición en revista:
All Story Weekly
, de febrero a marzo de 1921
1ª edición en libro: A.C. McClurg, 20/06/1921
Traducción: Emilio Martínez Amador
Portada original: J. Allen St. John
Retoque portada: Zaucio Olmian
Ilustraciones: J. Allen St. John
Retoque ilustraciones: Zaucio Olmian
Editor original: Zaucio Olmian (v1.0)
ePub base v2.0
TARZÁN
el terrible
EL PITECÁNTROPO
S
ILENCIOSA como las sombras a través de las cuales se movía, la gran bestia avanzaba por la jungla a medianoche, redondos y fijos sus ojos verde amarillentos, su nervuda cola ondulándose detrás de él, la cabeza baja y aplastada, y cada músculo vibrando por la emoción de la caza. La luna de la jungla salpicaba de luz algún ocasional claro que el gran felino siempre procuraba evitar. Aunque se movía a través de espesa vegetación sobre un lecho de innumerables ramitas quebradas y hojas, su paso no producía ningún ruido que pudiera ser captado por el torpe oído humano.
Aparentemente menos cauta era la cosa perseguida que se movía aún más en silencio que el león, a un centenar de pasos al frente del carnívoro de color tostado, pues en lugar de rodear los claros naturales iluminados por la luna los cruzaba directamente, y por el tortuoso rastro que dejaba se podía adivinar que buscaba estas vías que ofrecían menor resistencia, como muy bien podía hacer, ya que, a diferencia de su fiero perseguidor, caminaba erecto sobre dos pies; caminaba sobre dos pies y era lampiño salvo por un mechón negro sobre la cabeza; sus brazos estaban bien formados y eran musculosos, sus manos fuertes y esbeltas con largos dedos ahusados y pulgares que le llegaban casi a la primera articulación del dedo índice. Sus piernas también estaban bien formadas pero sus pies se diferenciaban de los de todas las razas de hombres, excepto posiblemente de los de unas pocas de las razas inferiores, en que los grandes pulgares sobresalían del pie formando ángulo recto.
La criatura se detuvo un momento a plena luz de la brillante luna africana, volvió su oído atento hacia la retaguardia y entonces, con la cabeza levantada, sus rasgos pudieron verse fácilmente a la luz de la luna. Eran fuertes, bien definidos y regulares; unos rasgos que habrían llamado la atención por su belleza masculina en cualquiera de las grandes capitales del mundo. ¿Pero esa cosa era un hombre? A un observador situado en los árboles le resultaría difícil decidirlo cuando la presa del león reanudó su camino a través del tapiz plateado que la luna había extendido sobre el suelo de la tenebrosa jungla, pues por debajo del taparrabos de piel negra que le ceñía los muslos sobresalía una larga cola blanca y pelona.
En una mano la criatura acarreaba un pesado garrote, y suspendido de una correa a su costado izquierdo llevaba un corto cuchillo envainado, mientras que una correa que le cruzaba el pecho sostenía un zurrón a la altura de la cadera. Ajustando estas correas al cuerpo, y también aparentemente sujetando el taparrabos, llevaba un ancho cinto que relucía a la luz de la luna como si estuviera incrustado de oro virgen y se cerraba en el centro del vientre con una enorme hebilla de ornado diseño que relucía como si estuviera recubierto de piedras preciosas.
Numa, el león, se acercaba sigiloso cada vez más a su pretendida víctima, y esta última no era del todo ajena al peligro que corría como demostraba la creciente frecuencia con que volvía su oído y sus aguzados ojos negros en dirección al felino que le seguía el rastro. No aumentó mucho su velocidad, un largo paso vivo donde lo permitían los lugares abiertos, pero aflojó el cuchillo en su vaina y en todo momento mantenía el garrote listo para la acción inmediata.
Avanzando al fin por una estrecha franja de espesa vegetación de la jungla el hombre-cosa penetró en una zona casi sin árboles de considerable extensión. Por un instante dudó, echó varias miradas rápidas atrás y luego hacia arriba, hacia la seguridad que le ofrecían las ramas de los grandes árboles que se balanceaban en lo alto, pero al parecer alguna necesidad mayor que el miedo o la precaución influyó en su decisión, pues se alejó de nuevo cruzando la llanura y dejando tras de sí la seguridad de los árboles. La herbosa extensión que se abría al frente estaba punteada, con intervalos más o menos grandes, por reservas hojosas, y el camino que tomó, yendo de una a otra, indicaba que no había renunciado enteramente a la discreción del viento. Pero después de dejar atrás el segundo árbol la distancia hasta el siguiente era considerable, y fue entonces cuando Numa salió del amparo de la jungla y, al ver a su presa aparentemente indefensa ante él, puso la cola rígidamente erecta y atacó.
Dos meses —dos largos y tristes meses llenos de hambre, de sed, de penalidades, de decepciones y, lo peor de todo, de un dolor corrosivo— habían transcurrido desde que Tarzán de los Monos se había enterado por el diario de un capitán alemán muerto de que su esposa aún vivía. Una breve investigación en la que fue ayudado con entusiasmo por el Departamento de Inteligencia de la Expedición Británica al África Oriental reveló que se había intentado mantener a lady Jane escondida en el interior, por razones de las que sólo el alto mando alemán tenía conocimiento.
Un destacamento de tropas alemanas nativas a cargo del teniente Obergatz, la había conducido a cruzar la frontera y penetrar en el Estado Libre del Congo.
Tarzán emprendió su búsqueda solo y logró encontrar la aldea en la que había sido encarcelada, donde se enteró de que había escapado meses atrás y de que el oficial alemán desapareció al mismo tiempo. A partir de ahí las historias de los jefes y los guerreros a los que interrogó fueron vagas y a menudo contradictorias. Incluso la dirección que los fugitivos habían tomado Tarzán sólo pudo adivinarla reuniendo la información fragmentaria proporcionada por fuentes diversas.
Varias observaciones que hizo en la aldea le obligaron a efectuar siniestras conjeturas. Una era la prueba incontrovertible de que esa gente eran caníbales; la otra, la presencia en la aldea de diversos artículos del uniforme y equipo de los alemanes nativos. Con gran riesgo y ante las hoscas objeciones del jefe, el hombre-mono efectuó una atenta inspección de todas las cabañas de la aldea, de la cual derivó al menos un pequeño rayo de esperanza debido a que no encontró ningún artículo que hubiera podido pertenecer a su esposa.
Tras abandonar la aldea se encaminó hacia el sudoeste, cruzando, tras sufrir las más espantosas penalidades, una amplia y árida estepa cubierta en su mayor parte de densos espinos, llegando al fin a una región en la que probablemente nunca había penetrado el hombre blanco y que era conocida sólo en las leyendas de las tribus cuyo país limitaba con ella. Había allí montañas escarpadas, mesetas con abundante agua, anchas llanuras y vastos pantanos cenagosos, pero ni las llanuras, ni las mesetas ni las montañas le fueron accesibles hasta que después de semanas de arduos esfuerzos logró hallar un lugar por donde cruzar los pantanos, una franja espantosa de terreno infestado de serpientes venenosas y otros peligrosos reptiles de mayor tamaño. En varias ocasiones atisbó a lo lejos o de noche lo que podían ser monstruosos reptiles de tamaño titánico, pero como dentro y alrededor del pantano había hipopótamos, rinocerontes y elefantes en grandes cantidades nunca estaba seguro de las formas que veía.
Cuando al fin pisó tierra firme, después de cruzar los pantanos, cayó en la cuenta de por qué durante tantos siglos este territorio había desafiado al valor y la temeridad de las razas heroicas del mundo exterior que, tras innumerables reveses e increíbles sufrimientos, había penetrado en prácticamente todas las demás regiones, de punta a punta.
Por la abundancia y diversidad de la caza podría parecer que toda especie conocida de ave, bestia y reptil buscaba aquí un refugio en el que protegerse de las crecientes multitudes de hombres que se habían ido diseminando por la superficie de la tierra, arrebatando los terrenos de caza a las órdenes inferiores, desde el momento en que el primer simio se despojó del pelo y dejó de caminar sobre los nudillos. Incluso las especies con las que Tarzán estaba familiarizado mostraban o los resultados de una línea divergente de evolución o una forma inalterada que se había transmitido sin variación alguna durante incontables siglos.
Asimismo, había muchas especies híbridas, entre las que, para Tarzán, la más interesante era un león rayado amarillo y negro. De menor tamaño que las especies que Tarzán conocía, pero aun así una bestia formidable, poseía, además de unos caninos afilados como sables, el temperamento del diablo. Para Tarzán era prueba de que en otro tiempo los tigres habían vagado por las junglas de África, posiblemente gigantescos animales de afilados colmillos pertenecientes a otra época, y éstos aparentemente se habían cruzado con leones produciendo los resultantes terrores con que en ocasiones él se había tropezado en la época actual.