Lanzando un aullido de terror, el waz-don se arrojó de cabeza desde el descansillo por encima de Ta-den. Tarzán afianzó los pies para recibir el impacto cuando el cuerpo de la criatura hiciera descender toda la longitud de la cuerda, y cuando lo hizo se oyó el chasquido de las vértebras que se elevó de un modo horripilante en el silencio que había seguido al grito de partida del hombre condenado. Imperturbable a la tensión del peso, detenido de pronto en el extremo de la cuerda, Tarzán tiró rápidamente del cuerpo hacia él para retirarle el nudo corredizo del cuello, pues no podía permitirse el perder tan valiosa arma.
Durante los varios segundos transcurridos desde que había arrojado la cuerda, los guerreros waz-don permanecieron inertes, como paralizados por el asombro o por el terror. Ahora, de nuevo, uno de ellos halló su voz y su cabeza, lanzando invectivas al extraño intruso y se dirigió directo hacia el hombre-mono, alentando a sus compañeros a atacar. Este hombre era el más cercano a Tarzán. Pero para él el hombre-mono podía haber llegado fácilmente junto a Ta-den mientras, éste le animaba a hacerlo. Tarzán levantó el cuerpo del waz-don muerto por encima de su cabeza, lo sostuvo unos instantes allí mientras, con el rostro alzado a los cielos, lanzaba el horrible grito de desafío de los simios machos de la tribu de Kerchak, y con toda la fuerza de sus gigantescos músculos arrojó el cuerpo pesadamente sobre el guerrero que ascendía. Tan grande fue la fuerza del impacto que el waz-don no sólo se soltó de donde se sujetaba, sino que dos de las clavijas a las que se asía se partieron.
Mientras los dos cuerpos, el vivo y el muerto, caían violentamente al pie del risco, un estridente grito brotó de los waz-don.
¡Jad-guru-don! ¡Jad-guru-don! —gritaban, y luego—: ¡Matadle! ¡Matadle!
Y ahora Tarzán se quedó de pie en el descansillo, al lado de Ta-den.
¡Jad-guru-don! —repitió este último, sonriendo—. ¡El hombre terrible! ¡Tarzán el terrible! Tal vez te maten, pero nunca te olvidarán.
—No me ma… ¿Qué tenemos ahí? —La declaración de Tarzán respecto a lo que no harían quedó interrumpida por una súbita exclamación cuando dos figuras, entrelazadas en mortal abrazo, entraron tropezando por el umbral de la cueva al porche exterior. Uno era Om-at, el otro una criatura de su propia especie pero con un tosco pelaje, cuyos pelos parecían crecer rectos hacia afuera desde la piel, rígidos, a diferencia de la suave envoltura de Om-at. Era evidente que los dos formaban buena pareja y era igualmente evidente que cada uno de ellos se inclinaba al asesinato. Peleaban casi en silencio salvo por un ocasional gruñido cuando uno u otro recibía una nueva herida.
Tarzán, siguiendo un impulso natural de ayudar a su aliado, saltó hacia adelante para participar en la disputa sólo para ser frenado por una amonestación que Om-at le gruñó.
¡Atrás! —le gritó—. Esta pelea es sólo mía.
El hombre-mono comprendió y se retiró.
—Es un
gund-bar
—explicó Ta-den—, un
batalla-jefe
. Este tipo debe de ser Es-sat, el jefe. Si Om-at le mata sin ayuda Om-at puede convertirse en jefe.
Tarzán sonrió. Era la ley de su propia jungla —la ley de la tribu de Kerchak, el simio macho— la antigua ley del hombre primitivo que no necesitaba las refinadas influencias de la civilización para introducir la daga alquilada y la copa de veneno. Entonces algo llamó su atención hacia el límite exterior del vestíbulo. Arriba apareció el rostro peludo de uno de los guerreros de Es-sat. Tarzán dio un salto para interceptar al hombre; pero Ta-den se le adelantó.
—¡Atrás! —gritó el ho-don al recién llegado—, es una
gund-bar
entre Es-sat y Om-at. —Luego miró de nuevo a Ta-den y a Tarzán—. ¿Quiénes sois? —preguntó.
—Somos amigos de Om-at —respondió Ta-den.
El tipo asintió.
—Nos ocuparemos de vosotros más tarde —dijo, y desapareció bajo el borde del descansillo.
La batalla que se desarrollaba en el saliente proseguía con inexorable ferocidad; Tarzán y Ta-den tenían dificultades para mantenerse fuera del camino de los luchadores que se desgarraban y golpeaban mutuamente con manos, pies y cola. Es-sat iba desarmado —Pan-at-lee se había ocupado de ello— pero al costado de Om-at oscilaba un cuchillo envainado que él se esforzaba por sacar. Eso habría sido contrario a su código salvaje y primitivo, pues la batalla jefe debe librarse con las armas de la naturaleza.
A veces se separaban un instante sólo para precipitarse de nuevo sobre el otro con toda la ferocidad y fuerza de toros enloquecidos. Después uno de ellos hizo caer al otro, pero en aquel apretado abrazo ninguno podía caer solo; Es-sat arrastró a Om-at consigo, desplomándose en el borde. Incluso Tarzán contuvo el aliento. Allí se columpiaron peligrosamente un instante y luego sucedió lo inevitable: los dos, unidos en abrazo asesino, rodaron por el borde y desaparecieron de la vista del hombre-mono.
Tarzán ahogó un suspiro pues Om-at le caía bien y luego, con Ta-den, se acercó al borde y miró abajó. Muy al fondo, a la débil luz del incipiente amanecer, debería haber dos formas inertes, muertas; pero, para asombro de Tarzán, esto no fue lo que vieron sus ojos: dos figuras vibrantes aún de vida peleaban unos metros más abajo. Aferrados a dos clavijas, con una mano y un pie, o un pie y la cola, parecían tan cómodos en la pared perpendicular como en la superficie horizontal del vestíbulo; pero ahora su táctica era un poco distinta, pues cada uno parecía particularmente inclinado a arrancar a su oponente de ambos asideros y precipitarle abajo, a una muerte segura. Pronto se hizo evidente que Om-at, más joven y con mayores poderes de resistencia que Es-sat, estaba ganando ventaja. Ahora el jefe se hallaba casi por completo a la defensiva. Om-at le sujetaba por el cinturón cruzado con una fuerte mano, forzando a su enemigo a separarse del risco, y con la otra mano y un pie obligaba a Es-sat a soltarse de ambos asideros, alternando sus esfuerzos, o más bien combinándolos con terribles golpes a la boca del estómago de su adversario. Es-sat se estaba debilitando rápidamente y con el convencimiento de la muerte inminente le llegó, como le llega a todo cobarde y matón en circunstancias similares, el desmoronamiento de la capa de bravuconería disfrazada de valor, y con ella se desmoronó su código ético. Ahora Es-sat ya no era jefe kor-ul-ja, sino un cobarde que gimoteaba y luchaba por su vida. Se aferraba a Om-at, se aferraba a las clavijas más próximas en busca de un apoyo que le salvara de aquella espantosa caída, y mientras se esforzaba por apartar la mano de la muerte, cuyos helados dedos ya sentía en su corazón, su cola buscaba el costado de Om-at y el mango del cuchillo que allí colgaba.
Tarzán lo vio y, cuando Es-sat sacó la hoja de su funda, bajó como un gato hasta las clavijas situadas al lado de los hombres que luchaban. La cola de Es-sat se había retirado hacia atrás para efectuar la cobarde embestida final. Ahora otros muchos vieron el pérfido acto y un gran grito de ira y disgusto brotó de las gargantas salvajes; pero cuando la hoja avanzaba veloz hacia su meta, el hombre-mono agarró al peludo miembro que la sujetaba y, en el mismo instante, Om-at apartó de sí el cuerpo de Es-sat con tanta fuerza que éste, debilitado, se soltó de sus asideros y se precipitó vertiginosamente, como un breve meteoro de vociferante terror, hacia la muerte.
Como una rata gigantesca, se movía por la imponente pared.
TARZÁN-JAD-GURU
C
UANDO Tarzán y Om-at regresaron al vestíbulo de la cueva de Pan-at-lee y se situaron junto a Ta-den, listos para cualquier eventualidad que pudiera seguir a la muerte de Es-sat, el sol que coronaba las colinas del este también alcanzó a una figura que dormía en una distante estepa cubierta de espinos, y la despertó a otro día de incansable caminata siguiendo un débil rastro que desaparecía rápidamente.
Durante un rato reinó el silencio en el kor-ul-ja. Los hombres de la tribu esperaban, mirando ora hacia la figura muerta que fue su jefe, ora uno a otro y ora a Om-at y a los dos que se hallaban de pie uno a cada lado. Entonces Om-at habló.
—Soy Om-at —dijo con voz potente—. ¿Quién dirá que Om-at no es
gund
de los kor-ul-ja?
Esperó a que alguien aceptara su reto. Uno o dos de los jóvenes más fornidos se movieron inquietos y le miraron; pero no hubo respuesta. —Entonces, Om-at es
gund
—dijo con determinación—. Ahora decidme, ¿dónde están Pan-at-lee, su padre y sus hermanos?
Un viejo guerrero habló.
—Pan-at-lee debería estar en su cueva. ¿Quién debería saberlo mejor que tú? Su padre y sus hermanos fueron enviados a vigilar a los kor-ul-lul; pero ninguna de estas preguntas despierta agitación en nuestro pecho. Hay una que lo hace: ¿Puede Om-at ser jefe de los kor-ul-ja y no obstante permanecer acorralado contra su propia gente con un ho-don y ese hombre terrible que está a su lado, ese hombre terrible que no tiene cola? Entrega a los extranjeros a tu pueblo para que los mate según la costumbre de los waz-don y entonces Om-at será
gund
.
Ni Tarzán ni Ta-den hablaron entonces; se quedaron observando a Om-at y aguardando su decisión, el esbozo de una sonrisa en los labios del hombre-mono. Ta-den, al menos, sabía que el viejo guerrero decía la verdad: los waz-don no agasajan a los extranjeros y no toman prisioneros de una raza extraña.
Entonces habló Om-at:
—Siempre hay cambios —dijo—. Incluso las viejas colinas de Pal-ul-don nunca parecen iguales: el sol brillante, una nube que pasa, la luna, la niebla, las estaciones cambiantes, la fuerte claridad que sigue a una tormenta; estas cosas producen un nuevo cambio en nuestras colinas. Desde el nacimiento hasta la muerte, día tras día, se produce un cambio constante en nosotros. Cambiar, por tanto, es una de las leyes de Jad-ben-Otho.
»Y ahora yo, Om-at, vuestro
gund
, traigo otro cambio. ¡Los extranjeros que sean hombres valientes y buenos amigos ya no serán asesinados por los waz-don de kor-ul-ja!
Hubo murmullos y gruñidos y un movimiento de inquietud entre los guerreros, que se miraron unos a otros para ver quién tomaría la iniciativa contra Om-at, el iconoclasta.
—Dejad de murmurar —advirtió el nuevo
gund
—. Soy vuestro jefe. Mi palabra es vuestra ley. No habéis participado en mi designación como jefe. Algunos de vosotros ayudasteis a Es-sat a echarme de la cueva de mis antepasados; el resto lo permitisteis. No os debo nada. Sólo estos dos, a quienes queréis que mate, me han sido fieles. Soy
gund
, y si alguno lo duda que hable… no puede morir más joven.
Tarzán estaba complacido. Aquel hombre seguía los dictados de su corazón. Admiraba la audacia del desafío de Om-at y era suficientemente buen juez de los hombres para saber que no había escuchado una bravuconada inútil; Om-at apoyaría sus palabras hasta la muerte, si era necesario, y había muchas probabilidades de que no fuera él quien muriera. Evidentemente, la mayoría de miembros de la tribu kor-ul-ja acariciaban la misma convicción.
—Seré un buen
gund
para vosotros —dijo Om-at, al ver que nadie parecía inclinado a discutirle sus derechos—. Vuestras esposas e hijas estarán a salvo; no lo estaban cuando Es-sat gobernaba. Id ahora a vuestras cosechas y a vuestra caza. Yo parto en busca de Pan-at-lee. Ab-on será
gund
mientras yo esté fuera; buscadle a él para que os guíe y a mí para informarme cuando regrese, y que Jad-ben-Otho os sonría.
Se volvió a Tarzán y al ho-don.
Y vosotros, amigos míos —dijo—, sois libres de andar entre mi gente; la cueva de mis antepasados es vuestra, haced lo que queráis.
Yo —dijo Tarzán— iré con Om-at en busca de Pan-at-lee.
—Y yo —añadió Ta-den.
Om-at sonrió.
—¡Bien! —exclamó—. Y cuando la hayamos encontrado iremos juntos a resolver el asunto de Tarzán y el de Ta-den. ¿Dónde buscamos primero? —Se volvió hacia sus guerreros—. ¿Quién sabe dónde puede estar?
Sólo se sabía que Pan-at-lee había ido a su cueva con los otros la noche anterior; eso no era ninguna pista, no sugería nada en cuanto a su paradero.
—Muéstrame dónde duerme —dijo Tarzán—, déjame ver algo que le pertenezca, un objeto suyo, y luego, sin duda, podré ayudarte.
Dos jóvenes guerreros ascendieron para acercarse a la meseta donde se hallaba Om-at. Eran In-sad y O-dan. Este último fue el que habló.
—
Gund
de los kor-ul-ja —dijo—, nosotros iremos contigo a buscar a Pan-at-lee.
Era el primer reconocimiento de la autoridad de Om-at e inmediatamente después la tensión que había existido pareció aliviarse; los guerreros hablaban en voz alta y no en susurros, y en las bocas de las cuevas aparecieron las mujeres como después de una tormenta. In-sad y O-dan habían tomado la iniciativa y ahora todos parecían alegrarse de seguirles. Algunos se acercaron para hablar con Om-at y para ver más de cerca a Tarzán; otros, jefes de cuevas, reunieron a sus cazadores y discutieron los asuntos del día. Las mujeres y los niños se prepararon para bajar a los campos con los jóvenes y los ancianos, cuya obligación era protegerlos.
—0-dan e In-sad irán con nosotros —anunció Om-at—, no necesitaremos más. Tarzán, ven conmigo y te mostraré dónde duerme Pan-at-lee, aunque para qué deseas verlo no puedo adivinarlo… ella no está. Yo mismo lo he mirado.
Los dos entraron en la cueva donde Om-at guió a Tarzán hasta el apartamento en el que Es-sat había sorprendido a Pan-at-lee la noche anterior.