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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el terrible (8 page)

BOOK: Tarzán el terrible
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Otros kor-ul-lul se habían precipitado a unirse al resto del grupo de Om-at. Se les oía pelear a corta distancia y era evidente que los kor-ul-ja iban cayendo poco a poco y, mientras caían, Om-at llamó al que faltaba:

—¡Tarzán
el Terrible!
¡Tarzán
el Terrible!

—Jad-guru, en verdad —repitió uno de los kor-ul-lul levantándose de donde Tarzán le había dejado caer—. ¡Tarzán-jad-guru! Era peor que eso.

CAPÍTULO V

EN EL KOR-UL-GRYF

C
UANDO Tarzán cayó entre sus enemigos, un hombre se detuvo a muchos kilómetros de distancia en la orilla del pantano que rodea Pal-ul-don. Iba desnudo salvo por un taparrabo y tres cinturones de cartuchos, dos de los cuales le pasaban por encima de los hombros, cruzándole el pecho y la espalda, mientras el tercero le rodeaba la cintura. Suspendido a la espalda por su correa de cuero llevaba un Enfield, y también un largo cuchillo, un arco y un carcaj con flechas. Había venido de lejos, a través de tierras agrestes y salvajes, amenazado por fieras bestias y hombres más fieros, aunque intacta hasta el último cartucho estaba la munición que llenaba sus cinturones el día que partió.

El arco y las flechas y el largo cuchillo le habían llevado hasta allí sin sufrir daño alguno, aunque afrontando a menudo grandes riesgos que habrían podido ser reducidos al mínimo con un único disparo del rifle bien conservado que llevaba a la espalda. ¿Con qué fin conservaba esta preciosa munición? ¿Con qué fin arriesgaba su vida para llevar hasta el último misil a su meta desconocida? Porque ¿para quién se reservaban esos mortíferos pedazos de metal? En todo el mundo sólo él lo sabía.

Cuando Pan-at-lee saltó por el borde del risco sobre el Kor-ul-lul esperaba ser arrojada a la muerte instantánea contra las rocas de abajo; pero lo prefería a los colmillos desgarradores deja. La suerte decidió que ella se zambullera en un punto en que el río que descendía torcía cerca del voladizo del risco para arremolinarse en un lento momento en una profunda charca, antes de hundirse de nuevo estrepitosamente en una catarata de espuma burbujeante y agua que atronaba contra las rocas.

La joven cayó a esta helada charca, y se fue sumergiendo bajo la superficie hasta que, medio asfixiada, aunque peleando con bravura, logró abrirse paso de nuevo hasta el aire. Nadando con fuerza llegó a la otra orilla y allí se arrastró hasta la orilla donde yació, jadeante y agotada, hasta que el inminente amanecer le aconsejó que buscara refugio donde ocultarse, pues se hallaba en la región de los enemigos de su pueblo.

Se puso en pie y fue a ocultarse entre la vegetación que crece de forma desordenada en los
kors
[1]
bien regados de Pal-ul-don.

Escondida entre espesura de la vista de cualquiera que por casualidad pasara por el sendero trillado que bordeaba el río, Pan-at-lee buscó descanso y comida; esta última crecía en abundancia alrededor de ella en forma de frutas, bayas y suculentos tubérculos que ella sacaba de la tierra con el cuchillo del difunto Es-sat.

¡Ah! Si hubiera sabido que éste había muerto. Cuántas pruebas, riesgos y terrores habría podido ahorrarse; pero creía que él aún vivía, y por tanto no se atrevía a regresar a Kor-ul-ja. Al menos no mientras estuviera aún encolerizado. Más adelante, tal vez, su padre y hermanos regresarían a su cueva y ella podría arriesgarse a ir; pero ahora no, ahora no. Tampoco podía quedarse mucho tiempo en las proximidades de los hostiles kor-ul-lul, y en alguna parte debía encontrar protección contra las bestias antes de que cayera la noche.

Sentada en el tronco de un árbol caído buscando alguna solución al problema con que se enfrentaba, llegaron a sus oídos, procedentes de la garganta, las voces de unos hombres que gritaban, un sonido que reconocía demasiado bien. Era el grito de guerra de los kor-ul-lul. Cada vez se hallaban más cerca de su escondrijo. Luego, a través del follaje, vislumbró tres figuras que pasaron veloces por el sendero, y detrás de ellos los gritos de los perseguidores cada vez más fuertes a medida que se acercaban a ella. De nuevo vislumbró a los fugitivos cruzando el río debajo de la catarata y de nuevo se perdieron de vista. Entonces vio a los perseguidores; vociferantes guerreros kor-ul-lul, fieros e implacables. Cuarenta, quizá cincuenta. Ella esperó sin aliento; pero ellos no se desviaron del camino y pasaron de largo, sin sospechar que había un enemigo a pocos metros.

Una vez más, la joven vislumbró a los perseguidos, tres guerreros waz-don que trepaban por la cara del risco en un punto donde habían caído partes de la cima y ofrecía una fuerte pendiente que podía ser ascendida por sujetos como éstos. De pronto su atención quedó clavada en los tres. ¿Podía ser? ¡Oh Jad-ben-Otho, si lo hubiera sabido un momento antes! Cuando pasaron por delante podría haberse unido a ellos, pues eran su padre y sus dos hermanos. Ahora era demasiado tarde. Conteniendo el aliento y con los músculos tensos contempló la carrera. ¿Llegarían a la cima? ¿Les alcanzarían los kor-ul-lul? Eran buenos escaladores, pero, oh, muy lentos. ¡Ahora uno perdió pie en la roca suelta y resbaló hacia atrás! Los kor-ul-lul ascendían; uno lanzó su garrote al fugitivo que tenía más cerca. El Gran Dios estaba complacido con el hermano de Pan-at-lee, pues hizo que el palo no alcanzara el blanco y al caer, rodando y rebotando, cayera de nuevo sobre su portador haciéndole resbalar y precipitarse al fondo de la garganta.

Ahora Pan-at-lee se puso de pie, las manos apretadas a su peto dorado, y observaba la carrera por la vida. Su hermano mayor llegó a la cima y, aferrándose allí a algo que ella no veía, bajó su cuerpo y su cola hacia el padre que venía tras él. Este último se agarró, extendió su cola hacia el hijo que venía detrás —el que había resbalado— y así, con una escalera viviente formada por ellos mismos, los tres llegaron a la cima y desaparecieron de la vista antes de que los kor-ul-lul les alcanzaran. Pero estos últimos no abandonaron la persecución. Prosiguieron hasta que también ellos desaparecieron de la vista y sólo unas débiles voces llegaban a Pan-at-lee para indicarle que la persecución continuaba.

La muchacha sabía que debía avanzar. En cualquier momento podría llegar un grupo de caza, peinando la garganta para que los animales más pequeños se alimentaran o descansaran.

Detrás tenía a Es-sat y al grupo de kor-ul-lul que había perseguido a sus parientes; ante ella, al otro lado de la siguiente colina, se hallaba el Kor-ul-gryf, la guarida de los terribles monstruos que hacían estremecer de miedo a todos los habitantes de Pal-ul-don; abajo, en el valle, se hallaba la región de los ho-don, donde sólo encontraría la esclavitud o la muerte; ahí estaban los kor-ul-lul, los antiguos enemigos de su pueblo, y en todas partes las bestias salvajes que se alimentan de carne humana.

Por unos momentos dudó; luego volvió el rostro hacia el sudeste y emprendió camino a través de la garganta de agua hacia el Kor-ul-gryf, al menos allí no habría hombres. Como ocurre ahora, igual era al principio, remontándonos al progenitor primitivo del hombre tipificado por Pan-at-lee y las de su especie en la actualidad, de todos los cazadores a los que la mujer teme el hombre es el más implacable, el más terrible. Prefería los peligros del
gryf
a los que encarnaba el hombre.

Moviéndose con cautela llegó al pie del risco del lado más alejado del Kor-ul-lul y allí, hacia mediodía, encontró la ascensión comparativamente fácil. Tras cruzar la colina se halló por fin en el borde del Kor-ul-gryf, un lugar horrible en la tradición de su raza. Abajo, la vegetación crecía húmeda y misteriosa; árboles gigantescos agitaban sus copas empenachadas casi al mismo nivel que la cima del risco; y en todo el paisaje reinaba un silencio absoluto.

Pan-at-lee se tumbó de bruces y estirándose hacia el borde examinó la cara del risco que se extendía bajo ella. Vio cuevas y las clavijas de piedra que los antiguos habían tallado laboriosamente a mano. Había oído hablar de ello en los cuentos narrados a la luz del fuego en su infancia, de cómo los
gryfs
vinieron de los pantanos del otro lado de las montañas y de cómo la gente huyó después de que muchos fueran capturados y devorados por las espantosas criaturas, dejando sus cuevas deshabitadas durante un tiempo incalculable. Algunos decían que Jad-ben-Otho, que había vivido desde siempre, aún era un niño pequeño. Pan-at-lee se estremeció, pero había cuevas y en ellas estaría a salvo incluso de los
gryfs
.

Encontró un lugar donde las clavijas de piedra llegaban hasta la cima misma del risco, dejadas allí en el éxodo final de la tribu, cuando ya no había necesidad de salvaguardar las cuevas desiertas contra la invasión. Pan-at-lee descendió lentamente hacia la cueva situada más arriba. Halló la meseta delante del umbral casi idéntica a las de su tribu. El suelo, sin embargo, estaba lleno de ramitas, antiguos nidos y excrementos de pájaros, hasta casi tapar la abertura. Se encaminó hacia otro hueco y otro más, pero todos tenían una acumulación de porquería similar. Evidentemente, no era necesario buscar más; parecía lo bastante grande y cómodo. Ella se puso a trabajar con su cuchillo para sacar los escombros mediante el simple método de empujarlo hacia el borde, y sus ojos no dejaban de volverse hacia la silenciosa garganta donde acechaban las temibles criaturas de Pal-ul-don. Pero había otros ojos. Ojos que ella no veía pero que la veían a ella y observaban cada uno de sus movimientos; unos ojos fieros, ojos golosos, astutos y crueles. Mientras la observaban, una roja lengua relamía unos labios carnosos y colgantes. La observaban, y un cerebro medio humano desarrolló laboriosamente un tosco plan.

Igual que en su propio Kor-ul-ja, los manantiales naturales que había en el risco fueron realizados por los constructores de las cuevas con el fin de que el agua pura discurriera ahora, como había hecho durante siglos, dentro de unos límites de fácil acceso a la entrada de las cuevas. La única dificultad residiría en conseguir comida, y para eso debía arriesgarse al menos una vez cada dos días, pues estaba segura de que encontraría frutos y tubérculos y quizá pequeños animales, aves y huevos cerca del pie del risco. Así podría vivir allí por un período indefinido. Ahora experimentaba cierta sensación de seguridad debida sin duda alguna por lo inexpugnable de su santuario, que sabía la protegía de todas las bestias más peligrosas, y entre éstas también los hombres, ya que se hallaba en el Kor-ul-gryf, del que ellos habían abjurado.

Decidió inspeccionar el interior de su nuevo hogar. El sol aún se hallaba en el oeste e iluminaba el interior del primer aposento. Era similar a los que ella conocía (en las pinturas de las paredes aparecían las mismas bestias y hombres), pues era evidente que la raza waz-don había evolucionado poco durante las generaciones que habían vivido desde que los hombres abandonaran el Kor-ul-gryf. Por supuesto Pan-at-lee no pensaba en estas cosas, pues la evolución y el progreso no existían para ella ni los de su especie. Las cosas eran como siempre habían sido y serían.

Que estas extrañas criaturas han existido así durante incalculables siglos apenas puede dudarse, tan notables son las indicaciones de antigüedad que aparecen en sus moradas: profundos ceños exhibidos por pies desnudos en la roca viva; el hueco de la jamba de una puerta de piedra que muchos brazos han tocado al pasar; los interminables relieves tallados que cubren, a menudo, la cara completa de un gran risco y todas las paredes y techos de toda cueva, y cada relieve hecho por una mano diferente, pues cada una es el escudo de armas, por así decirlo, del macho adulto que lo trazó.

Pan-at-lee encontró esta antigua cueva hogareña y familiar. Había menos basura dentro de la que había encontrado fuera y lo que allí había era sobre todo una acumulación de polvo. Junto al umbral estaba el hueco en el que se guardaba la madera, pero ahora no quedaba más que simple polvo. Sin embargo, ella había guardado un montoncito de pequeñas ramas de los desperdicios del porche. En poco tiempo hizo una luz encendiendo un haz de ramitas, y encendiendo otras de este fuego exploró algo de las habitaciones interiores. Tampoco aquí encontró nada que le resultara nuevo o extraño ni ninguna reliquia de los antiguos propietarios, aparte de algunos platos de piedra rotos. Buscaba algo blando sobre lo que dormir, pero estaba condenada a la decepción, ya que los antiguos propietarios tuvieron tiempo antes de partir y se llevaron consigo todas sus pertenencias. Abajo, en la garganta, había hojas y hierbas y fragantes ramas, pero Pan-at-lee no se sentía con ánimos de descender a aquel horrible abismo para gratificación de un poco de comodidad; sólo la necesidad de comida la empujaría a ir hasta allí.

Así pues, mientras se extendían las sombras y se acercaba la noche, se dispuso a prepararse un lecho lo más cómodo posible recogiendo en un montoncito el polvo de siglos y repartiéndolo entre su blando cuerpo y el duro suelo; como mucho, sólo era mejor que nada. Pero Pan-at-lee estaba muy cansada. Hacía dos noches que no dormía y en el intervalo había experimentado muchos peligros y penalidades. Qué maravilla entonces que, pese al duro lecho, se quedara dormida casi de inmediato en cuanto se tumbó a descansar.

Durmió y la luna se elevó, arrojando su luz plateada a la blanca cara del risco y reduciendo la lobreguez del oscuro bosque y la espantosa garganta. A lo lejos rugió un león. Hubo un largo silencio. Se oyó un profundo rugido procedente de la parte alta de la garganta. Hubo un movimiento en los árboles al pie del risco. De nuevo el rugido, bajo y siniestro. Fue respondido desde la parte baja de la aldea desierta. Algo cayó del follaje de un árbol directamente bajo la cueva en la que dormía Pan-at-lee; aterrizó en el suelo entre las densas sombras. Se movió con cautela. Avanzó hacia el pie del risco, cobrando forma a la luz de la luna. Se movía como la criatura de una pesadilla: despacio, pesadamente. Podía ser un perezoso enorme; podía ser un hombre, con tan grotesco pincel pinta la luna, maestra cubista.

Lentamente subió por la cara del risco; se movía como un gran gusano; pero ahora el pincel-luna volvió a rozarle y tenía manos y pies, con ellos se aferraba a las clavijas de piedra y ascendía laboriosamente hacia la cueva donde dormía Pan-at-lee. De la parte inferior de la garganta volvió a brotar el rugido, que fue respondido desde más arriba de la aldea.

Tarzán de los Monos abrió los ojos. Tuvo conciencia de un dolor en la cabeza y al principio eso fue todo. Un momento más tarde su percepción que despertaba enfocó unas grotescas sombras, que subían y bajaban. Entonces vio que se encontraba en una cueva. Una docena de guerreros waz-don estaban en cuclillas, hablando. Un tosco fanal de piedra que contenía aceite ardiendo iluminaba el interior, y al subir y bajar la llama las sombras exageradas de los guerreros danzaban en las paredes tras ellos.

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