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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el terrible (5 page)

BOOK: Tarzán el terrible
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El aspecto exterior de estas cuevas era similar. En la roca estaba abierta una abertura de entre dos y seis metros de largo por dos de alto y de uno a dos de profundidad; en la parte trasera de esta gran abertura, que formaba lo que se podría describir como el porche delantero del hogar, se hallaba una abertura de unos noventa centímetros de ancho y unos dos metros de alto, que formaba evidentemente el umbral del apartamento o apartamentos. A ambos lados de este umbral había aberturas más pequeñas que era fácil suponer se trataba de ventanas por las que la luz y el aire podían encontrar su camino hasta los habitantes. También había ventanas similares en la cara del risco entre los porches de entrada, lo que sugería que toda la fachada del risco estaba surcada de aposentos. Desde muchas de estas aberturas más pequeñas se derramaban pequeñas corrientes de agua y las paredes que estaban encima de otras se hallaban ennegrecidas como a causa del humo. Donde corría el agua la pared estaba erosionada a una profundidad que iba de unos milímetros a treinta centímetros, lo que sugería que algunas de las pequeñas corrientes habían estado vertiéndose sobre la verde alfombra de vegetación de abajo desde hacía siglos.

En este escenario primitivo el gran pitecántropo no constituía discordancia alguna, pues formaba parte de él igual que el árbol que crecía en la cima del risco o los que ocultaban sus pies entre los húmedos helechos del fondo de la garganta.

Se detuvo ante una entrada y escuchó, y luego, sin hacer ruido, a la luz de la luna que se derramaba sobre las aguas que goteaban, se fundió en las sombras del porche exterior. En el umbral que llevaba al interior se detuvo de nuevo, aguzó el oído y luego, apartando con sigilo la gruesa piel que cubría la abertura, entró en una gran cámara excavada en la roca viva. Desde el fondo, a través de otro umbral, brillaba débilmente una luz. Se arrastró hacia ella con el mayor sigilo; sus pies desnudos no hacían el más mínimo ruido. Cogió la porra de nudos que llevaba colgada a la espalda, atada a una correa que le rodeaba el cuello, y la llevó en la mano izquierda.

Después del segundo umbral había un corredor que corría paralelo a la cara del risco. En este corredor había otros tres umbrales, uno en cada extremo y un tercero casi opuesto a donde se encontraba Es-sat. La luz procedía de un apartamento situado al final del corredor de la izquierda. Una llama chisporreante subió y bajó en un pequeño receptáculo de piedra que estaba sobre una mesa o banco del mismo material, un banco monolítico de la época en que fue excavada la habitación, que se alzaba masivamente del suelo, del cual formaba parte.

En un rincón de la habitación, detrás de la mesa, habían dejado un estrado de piedra de Poco más de un metro de ancho y unos tres metros de largo. Sobre él había una pila de unos treinta centímetros de alto de pellejos de los que no habían sacado la piel. En el borde de este estrado estaba sentada una joven hembra waz-don. En una mano sostenía una delgada pieza de metal, aparentemente de oro trabajado a martillo, con los bordes mellados, y en la otra un cepillo corto y rígido. Estaba ocupada pasándose éste por su pellejo suave y reluciente que guardaba un notable parecido con la piel de foca alisada. Su taparrabo de piel de
jato
a rayas amarillas y negras yacía en el sofá, a su lado, con los petos circulares de oro batido, revelando las líneas simétricas de su figura desnuda en toda su belleza y armonía, pues aunque la criatura era negra como el azabache y estaba completamente cubierta de pelo no se podía negar que era hermosa.

Que era hermosa a los ojos de Es-sat, el jefe, quedaba patente por la expresión feliz que exhibía éste en su fiero semblante y la creciente rapidez de su respiración. Avanzando apresuradamente entró en la habitación y cuando lo hizo la joven hembra levantó la mirada. Al instante sus ojos se llenaron de terror y, con igual rapidez, cogió el taparrabo y con unos ágiles movimientos se lo colocó. Cuando cogía su peto Es-sat dio la vuelta a la mesa y se acercó a ella de un salto.

—¿Qué quieres? —preguntó ella en un susurro, aunque lo sabía muy bien.

—Pan-at-lee —dijo él—, tu jefe ha venido por ti.

—¿Por esto me alejaste de mi padre y de mis hermanos enviándoles a espiar a los kor-ul-lul? No me tendrás. ¡Fuera de la cueva de mis antepasados!

Es-sat sonrió. Era la sonrisa de un hombre fuerte y perverso que conoce su poder, no una sonrisa agradable.

—Me iré, Pan-at-lee —dijo—, pero tú vendrás conmigo… a la cueva de Es-sat, el jefe, para ser envidiada por las hembras de kor-ul-ja. ¡Ven!

¡Jamás! —gritó Pan-at-lee—. Te odio. Antes me aparearía con un ho-don que contigo, que pegas a las mujeres y asesinas a los bebés.

Un ceño espantoso deformó las facciones del jefe.

—¡Hembra-
jato!
—gritó—, ¡yo te domesticaré! ¡Te partiré! Es-sat, el jefe, toma lo que quiere y quien se atreve a poner en duda su derecho o a combatir su más mínimo deseo servirá primero a sus deseos y después será partido como parto esto —cogió un plato de piedra de la mesa y lo rompió en sus fuertes manos—. Tú podrías ser la primera y la más favorecida en la cueva de los antepasados de Es-sat; pero ahora serás la última y la inferior, y cuando haya acabado contigo pertenecerás a todos los hombres de la cueva de Es-sat. ¡Esto les ocurre a las que desdeñan el amor de su jefe!

Se adelantó presuroso a cogerla y cuando puso una áspera mano sobre ella, ella le golpeó en el costado de la cabeza con su peto dorado. Sin emitir un sonido, Es-sat, el jefe, se desplomó en el suelo de la cueva. Por un momento Pan-at-lee se inclinó sobre él, con su improvisada arma en alto para volver a golpearle en caso de que mostrara señales de recobrar la conciencia, sus relucientes pechos subiendo y bajando con su respiración acelerada. De pronto se agachó y le quitó a Es-sat el cuchillo con su funda y bandolera. Se lo colgó al hombro y se ajustó rápidamente el pecho; sin dejar de observar la figura caída del jefe, se retiró de la estancia.

En una cavidad de la habitación exterior, justo al lado del umbral que conducía al balcón, se hallaba apilado un número de clavijas redondeadas de unos cuarenta y cinco o cincuenta centímetros de largo. Eligió cinco de ellas y formó un pequeño haz alrededor del cual enrolló el extremo inferior de su sinuosa cola y, acarreándolas de este modo, se encaminó hacia el borde exterior del balcón. Allí se aseguró de que no había nadie que pudiera verla o impedirle el paso y se acercó rápidamente a las clavijas que ya estaban clavadas en la cara del risco y, con la celeridad de un mono, trepó veloz hasta la hilera superior de clavijas, la cual siguió en dirección al extremo inferior de la garganta en unos centenares de metros. Aquí, por encima de su cabeza, había una serie de pequeños agujeros redondos colocados uno encima del otro en tres hileras paralelas. Aferrándose sólo con los dedos de los pies sacó dos de las clavijas del haz que llevaba en la cola, cogió una en cada mano y las insertó en dos agujeros opuestos de las hileras exteriores lo más arriba que pudo alcanzar. Colgando ahora de estos nuevos asideros cogió una de las tres restantes clavijas en cada uno de sus pies, dejando la quinta bien agarrada con la cola. Alargó este miembro por encima de ella e insertó la quinta clavija en uno de los agujeros de la hilera central y después, colgándose alternativamente por la cola, los pies o las manos, fue subiendo las clavijas a nuevos agujeros formando con ellas una escalera por la que ascender.

En la cima del risco un árbol retorcido exponía sus raíces gastadas por el tiempo por encima de los agujeros situados más arriba que formaban el último escalón de la cara del precipicio para llegar a nivel del suelo. Esta era la última vía de escape para los miembros de la tribu acosados por enemigos desde abajo. Había tres salidas de emergencia como ésta desde la aldea, y utilizarlas en situaciones no desesperadas suponía la muerte. Esto Pan-at-lee lo sabía bien; pero también sabía que quedarse donde el encolerizado Es-sat pudiera ponerle las manos encima era peor.

Cuando llegó a la cima, la muchacha avanzó rápidamente por la oscuridad en dirección a la siguiente garganta que cortaba la ladera de la montaña, un kilómetro y medio más allá de Kor-ul-ja. Era la Garganta de Agua, Kor-ul-lul, a la que su padre y hermanos fueron enviados por Es-sat para espiar a la tribu vecina. Existía una probabilidad, una pequeña probabilidad, de que les encontrara; si no, estaba la desierta Kor-ul-gryf varias millas más allá, donde podría esconderse indefinidamente del hombre si lograba eludir el terrible monstruo del que que derivaba el nombre de la garganta y cuya presencia allí había hecho inhabitables sus cuevas durante generaciones.

Pan-at-lee se arrastró sigilosamente por el borde del Kor-ul-lul. Justo donde su padre y hermanos mirarían, ella no lo sabía. A veces sus espías Permanecían en el borde, otras veces observaban desde el fondo de la garganta. Pan-at-lee no sabía qué hacer ni adónde ir. Se sentía muy pequeña e indefensa, sola en la vasta oscuridad de la noche. Ruidos extraños llegaban a sus oídos. Provenían de las solitarias alturas de las montañas que se elevaban sobre ella, de la lejanía en el invisible valle y de las colinas más próximas, y una vez, a lo lejos, oyó lo que creyó era el bramido de un
gryf
. Procedía de la dirección del Kor-ul-gryf. La mujer se estremeció.

Después llegó a sus finos oídos otro sonido. Algo que se acercaba a ella por el borde del barranco. Venía de arriba. Ella se detuvo, aguzó el oído. Quizás era su padre, o un hermano. Se estaba acercando. Intentó ver en la oscuridad. No se movía, apenas respiraba. Y entonces, de repente, le pareció que muy cerca estallaron en la negra noche dos manchas de fuego amarillo verdosas.

Pan-at-lee era valiente, pero como siempre ocurre con los primitivos, la oscuridad contenía infinitos terrores para ella. No sólo los terrores conocidos sino otros más espantosos: los de lo desconocido. Aquella noche había vivido una horrible experiencia y tenía los nervios de punta, tensos, listos para reaccionar de forma exagerada al menor susto. Pero este no fue un susto menor. ¡Esperar ver a un padre y a un hermano y ver en cambio a la muerte reluciendo en la oscuridad! Sí, Pan-at-lee era valiente, pero no era de hierro. Lanzó un chillido que resonó entre las colinas, se volvió y se fue corriendo por el borde del Kor-ul-lul y tras ella, veloz, iba el león de ojos endiablados de las montañas de Pal-ul-don.

Pan-at-lee estaba perdida. La muerte era inevitable. De esto no cabía duda, pero morir bajo los colmillos desgarradores del carnívoro, terror congénito de los de su especie… era impensable. Había una alternativa. El león casi la había atrapado… otro instante y estaría sobre ella. Pan-at-lee torció de pronto a la izquierda. Dio unos pasos en la nueva dirección antes de desaparecer por el borde del Kor-ul-lul. El desconcertado león plantó las cuatro patas en el suelo y se paró apenas en el borde del abismo. Miró abajo hacia las negras sombras y emitió un furioso rugido.

A través de la oscuridad en el lecho del Kor-ul-ja, Om-at guiaba el camino hacia las cuevas de su gente. Detrás de él iban Tarzán y Ta-den. Entonces se detuvieron bajo un gran árbol que crecía cerca del acantilado.

—En primer lugar —susurró Om-at—, iré a la cueva de Pan-at-lee. Después buscaré la cueva de mis antepasados para hablar con mi propia sangre. No tardaré mucho. Esperad aquí, volveré pronto. Después iremos juntos a ver a la gente de Ta-den.

Avanzó en silencio hacia el pie del acantilado y Tarzán le vio ascender como una gran mosca en una pared. A la débil luz el hombre-mono no distinguía las clavijas colocadas en la cara del risco. Om-at se movía con cautela. En el nivel inferior de cuevas debía haber un centinela. El conocimiento que poseía de su gente y de sus costumbres le indicaba, sin embargo, que con toda probabilidad el centinela estaba dormido. En esto no se equivocaba, aunque en modo alguno redujo su cautela. Ascendió suave y velozmente hacia la cueva de Pan-at-lee mientras desde abajo Tarzán y Ta-den le observaban.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Tarzán—. No veo ningún punto de apoyo en esa superficie vertical y sin embargo parece escalar con la mayor facilidad.

Ta-den le indicó la escalera de clavijas.

Tú también podrías ascender fácilmente —indicó—, aunque una cola te sería de gran ayuda.

Le observaron hasta que Om-at estaba a punto de entrar en la cueva de Pan-at-lee sin que nada le indicara que era observado y entonces, al mismo tiempo, ambos vieron aparecer una cabeza en la boca de una de las cuevas inferiores. Enseguida fue evidente que su propietario había descubierto a Om-at, pues de inmediato inició su persecución risco arriba. Sin decir una palabra Tarzán y Ta-den se levantaron y se dirigieron hacia el pie del risco. El pitecántropo fue el primero en llegar y el hombre-mono le vio dar un salto para asirse a una clavija más baja. Ahora Tarzán vio las otras clavijas formando hileras en zig-zag irregularmente paralelas en la cara del risco. Dio un salto y cogió una, se impulsó hacia arriba con una mano hasta que pudo coger una segunda con la otra mano; y cuando había ascendido lo suficiente para utilizar los pies, descubrió que avanzaba muy deprisa. Ta-den sin embargo le aventajaba, pues esta precaria escalera no era nueva para él y, además, tenía la ventaja de poseer una cola.

No obstante, el hombre-mono no se quedó atrás, pues se vio urgido a redoblar los esfuerzos al ver que por encima de Ta-den el waz-don miraba abajo y descubría a sus perseguidores, justo antes de que el ho-don le alcanzara. Al instante un grito salvaje quebró el silencio de la garganta, un grito que fue respondido de inmediato por cientos de gargantas salvajes cuando los guerreros fueron emergiendo de las cuevas.

La criatura que dio la alarma llegó al hueco de la cueva de Pan-at-lee y allí se detuvo y se volvió para dar batalla a Ta-den. Liberó la porra que llevaba colgada a la espalda, atada a una correa que le rodeaba el cuello, y se quedó de pie en el suelo de la entrada bloqueando eficazmente el ascenso de Ta-den. De todas direcciones los guerreros kor-ul-ja acudían como un enjambre hacia los intrusos. Tarzán, que había llegado al mismo nivel que Ta-den pero un poco a la izquierda de éste, vio que nada salvo un milagro podía salvarles. Justo a la izquierda del hombre-mono se hallaba la entrada a una cueva que o estaba desierta o sus ocupantes aún no se habían despertado, pues el descansillo de delante permanecía desocupado. La mente alerta de Tarzán de los Monos poseía recursos, y sus músculos entrenados fueron rápidos en responder. En el tiempo que usted o yo meditaríamos una acción, él la realizaba y ahora, aunque sólo unos segundos le separaban de su oponente más próximo, en el breve espacio de tiempo de que disponía se había situado en el descansillo, desató su larga cuerda e, inclinándose en un gran ángulo, lanzó el sinuoso nudo corredizo con la precisión de la larga costumbre hacia la figura amenazadora que blandía su pesado garrote sobre Ta-den. Hubo una pausa momentánea de la mano que sostenía la cuerda mientras el nudo volaba hacia su meta, un rápido movimiento de la muñeca derecha que lo cerró sobre su víctima cuando le pasó por la cabeza y luego un fuerte tirón mientras, agarrando la cuerda con ambas manos, Tarzán la tiraba hacia atrás con todo el peso de su fornido cuerpo.

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