—Te lo hemos traído vivo,
Gund
—oyó que decía uno de ellos—, porque nunca antes se ha visto un ho-don como él. No tiene cola, nació sin ella, pues no tiene ninguna cicatriz que indique dónde se la cortaron. Los pulgares de las manos y los pies son diferentes a los de las razas de Pal-ul-don. Es más fuerte que muchos hombres juntos y ataca con la temeridad del ja. Lo hemos traído vivo para que lo vieras antes de que lo matemos.
El jefe se puso en pie y se acercó al hombre-mono, que cerró los ojos y se fingió inconsciente. Sintió unas manos peludas sobre él que le dieron la vuelta, no con demasiada amabilidad. El
gund
le examinó de la cabeza a los pies, haciendo comentarios, en especial sobre la forma y tamaño de sus pulgares y dedos de los pies.
—Con esto y sin cola —dijo—, no puede trepar.
—No —coincidió uno de los guerreros—. Seguramente se caería incluso de las clavijas del risco.
—Nunca he visto nada igual —dijo el jefe—. No es waz-don ni ho-don. Me pregunto de dónde viene y cómo se llama.
—Los kor-ul-ja gritaban: «¡Tarzán-jad-guru!» y nos ha parecido que llamaban a éste —informó un guerrero—. ¿Lo matamos ya?
—No —respondió el jefe—, esperaremos a que la vida vuelva a su cabeza para interrogarlo. Quédate aquí, In-tan, y vigílale. Cuando pueda volver a oír y hablar, llámame.
Se volvió y salió de la cueva, seguido de los demás salvo In-tan. Cuando pasaron por su lado y salieron de la cámara, Tarzán captó fragmentos de su conversación que indicaban que los refuerzos de los kor-ul-ja habían caído sobre su pequeño grupo en gran número y lo habían hecho huir. Evidentemente, los ágiles pies de Id-an habían salvado el día para los guerreros de Om-at. El hombre-mono sonrió, entonces abrió un poco un ojo y lo posó en In-tan. El guerrero se hallaba de pie en la entrada de la cueva mirando afuera, de espaldas a su prisionero. Tarzán probó las ataduras que le sujetaban las muñecas. No parecían demasiado fuertes y ¡le habían atado las manos delante! Eso probaba que los waz-don tomaban pocos prisioneros, o ninguno.
Tarzán alzó con cautela las muñecas para examinar las correas que las mantenían atadas. Una sonrisa irónica iluminó sus facciones. Al instante puso manos a la obra en las ataduras con su fuerte dentadura, pero con un ojo alerta sobre In-tan, el guerrero de los kor-ul-lul. El último nudo se había aflojado y las manos de Tarzán estaban libres cuando In-tan se volvió para echar una mirada a su prisionero. Vio que la posición de éste había cambiado; ya no yacía de espaldas como le habían dejado sino de costado y con las manos contra la cara. In-tan se acercó y se inclinó sobre él. Las ataduras parecían muy flojas en las muñecas del prisionero. Extendió la mano para examinarlas con los dedos, y al instante las dos manos se soltaron de sus ligaduras, una para cogerle la muñeca, la otra la garganta. Tan inesperado fue el ataque que In-tan ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que unos dedos de acero le silenciaran. La criatura le empujó de pronto hacia adelante, de forma que perdió el equilibrio, rodó por encima del prisionero y cayó al suelo; y cuando se paró tenía a Tarzán sobre el pecho. In-tan forcejeó para liberarse; forcejeó para sacar el cuchillo; pero Tarzán lo encontró antes. La cola del waz-don saltó a la garganta del otro, rodeándola; también él podía ahogarse; pero su propio cuchillo, en manos de su oponente, cortó el amado miembro casi de raíz.
Los forcejeos del waz-don se hicieron más débiles; una película le enturbiaba la visión. Sabía que estaba muriéndose y así era. Un momento más tarde había muerto. Tarzán se levantó y colocó un pie sobre el pecho de su enemigo muerto. ¡Cuánto sintió la necesidad de lanzar el grito de victoria de los de su especie! Pero no se atrevió. Descubrió que no le habían quitado la cuerda de los hombros y que habían devuelto su cuchillo a la funda. Estaba en su mano cuando fue abatido. ¡Qué extrañas criaturas! No sabía que tenían un miedo supersticioso a las armas de un enemigo muerto, pues creían que si se le enterraba sin ellas perseguiría para siempre a sus asesinos en busca de ellas y que cuando las encontrara mataría al hombre que le había matado a él. Apoyó el arco y el carcaj con flechas contra la pared.
Tarzán se encaminó hacia el umbral de la cueva y miró afuera. Acababa de anochecer. Oyó voces procedentes de las cuevas más próximas y a su olfato llegó el olor de comida cocinada. Miró abajo y experimentó una sensación de alivio. La cueva en la que le retenían se hallaba en la parte más baja, apenas a seis metros de la base del risco. Estaba a punto de aventurarse a realizar un descenso inmediato cuando se le ocurrió un pensamiento que hizo asomar una sonrisa a sus labios salvajes; un pensamiento nacido del nombre que los waz-don le habían dado (Tarzán-jad-guru, Tarzán el terrible) y un recuerdo de los días en que se deleitaba atormentando a los negros de su distante jungla natal. Volvió a entrar en la cueva donde yacía el cuerpo inerte de In-tan. Cortó con su cuchillo la cabeza del guerrero, la llevó al borde exterior del hueco y la arrojó abajo, luego bajó veloz y en silencio por la escalera de clavijas de un modo que habría sorprendido a los kor-ul-lul si hubieran visto que podía hacerlo con tanta seguridad.
Abajo cogió la cabeza de In-tan y desapareció entre las sombras de los árboles con el horripilante trofeo agarrado por su mata de pelo. ¿Que es horrible? Está usted juzgando a una bestia salvaje según los parámetros de la civilización. Se podrán enseñar trucos a un león, pero seguirá siendo un león. Tarzán tenía buen aspecto cuando vestía esmoquin, pero seguía siendo un tarmangani y bajo su camisa tableada latía un corazón salvaje.
Su locura tampoco carecía de método. Sabía que el corazón de los kor-ul-lul se llenaría de rabia cuando descubrieran lo que él había hecho, y también sabía que, junto con la rabia, habría una semilla de miedo; y era el miedo lo que había hecho de Tarzán amo de muchas junglas; no se gana el respeto de los asesinos con bombones.
Debajo de la aldea Tarzán volvió al pie del risco en busca de un punto por donde pudiera ascender la montaña y de nuevo a la aldea de Om-at, el kor-ul-ja. Al fin llegó a un lugar donde el no discurría tan cerca del muro rocoso que se vio obligado a nadar para buscar un sendero en la orilla opuesta y aquí su aguzado olfato detectó un rastro que le era familiar. Era el olor de Pan-at-lee, en el lugar donde ella había salido de la charca y emprendido el camino seguro de la jungla.
El hombre-mono cambió sus planes de inmediato. Pan-at-lee vivía, o al menos sobrevivió al salto desde la cima del risco. Tarzán había salido en busca de ella por Om-at, su amigo, y por Om-at seguiría el rastro que había captado de ese modo fortuito, por accidente. Éste le condujo al interior de la jungla y al otro lado de la garganta, y luego al punto donde Pan-at-lee había iniciado la ascensión de los riscos opuestos. Tarzán abandonó la cabeza de In-tan, atándola a la rama inferior de un árbol, pues sabía que le estorbaría en su ascensión por la empinada escarpadura. Ascendió como un simio, siguiendo sin dificultad el rastro de olor de Pan-at-lee. En la cima y al otro lado de la cresta el rastro era claro como una página impresa para los delicados sentidos del rastreador criado en la jungla.
Tarzán no sabía nada de los kor-ul-gryf. Había visto, débilmente en las sombras de la noche, formas extrañas y monstruosas y Ta-den y Om-at habían hablado de grandes criaturas a las que todos los hombres temían; pero siempre, en todas partes, de noche y de día, existían peligros. Desde la infancia la muerte le había ido pisando los talones, grave y terrible. Él conocía poco otra existencia. Hacer frente al peligro constituía su vida y vivía su vida con la misma sencillez y naturalidad con que usted vive la suya en medio de los peligros de las abarrotadas calles de la ciudad. El hombre negro que sale de noche a la jungla tiene miedo, pues desde la infancia ha pasado su vida rodeado de los suyos y protegido, en especial de noche, por los toscos medios que están a su alcance. Pero Tarzán había vivido como viven el león y la pantera, el elefante y el simio; era una auténtica criatura de la jungla que dependía únicamente de su fortaleza y de su ingenio, tenía que actuar solo contra la creación. Por tanto, nada le sorprendía y a nada temía, así que avanzaba en la extraña noche tan tranquilo como va el granjero al terreno de las vacas en la oscuridad antes del amanecer.
Una vez más, el rastro de Pan-at-lee terminaba en el borde de un risco; pero esta vez no había indicación alguna de que hubiera saltado al vacío y unos instantes de búsqueda revelaron a Tarzán las clavijas de piedra con las que ella había descendido. Tumbado boca abajo sobre la cima del risco, examinando las clavijas, de pronto algo le llamó la atención al pie del risco. No distinguía su identidad, pero vio que se movía y en realidad estaba ascendiendo lentamente, al parecer mediante clavijas similares a las que se hallaban directamente bajo él. Observó con atención lo que subía hasta que distinguió su forma con más precisión, y se convenció de que se parecía más a un gran simio que a un orden inferior. Pero tenía cola, y en otros aspectos no parecía un auténtico simio.
La cosa ascendía despacio hacia las cuevas de la parte superior y en una de ellas desapareció. Entonces Tarzán recuperó el rastro de Pan-at-lee. Lo siguió bajando por las clavijas de piedra hasta la cueva más cercana y después por el nivel superior. El hombre-mono alzó las cejas cuando vio la dirección que tomaba y apretó el paso. Casi había llegado a la tercera cueva cuando los ecos del Kor-ul-gryf fueron despertados por un estridente grito de terror.
EL TOR-O-DON
P
AN-AT-LEE dormía, con el sueño perturbado por el agotamiento físico y nervioso. Soñaba que dormía bajo un gran árbol en el fondo del Kor-ul-gryf y que una de las horripilantes bestias se acercaba a ella con sigilo, pero ella no podía abrir los ojos ni moverse. Intentaba gritar pero de sus labios no brotaba ningún sonido. Sintió que algo le tocaba la garganta, el pecho, el brazo y allí se cerró y pareció arrastrarla hacia sí. Haciendo un esfuerzo sobrehumano de voluntad abrió los ojos. Al instante supo que estaba soñando y que enseguida desaparecería la alucinación del sueño; le había sucedido muchas veces. Pero esta vez persistió. A la débil luz que se filtraba en la oscura cámara vio una forma a su lado, notó unos dedos peludos sobre ella y un pecho peludo contra el que era arrastrada. ¡Jad-ben-Otho! Esto no era ningún sueño. Y entonces lanzó un grito y forcejeó para sacarse de encima esa cosa; pero su grito fue respondido por un gruñido bajo y otra mano peluda la cogió por el pelo de la cabeza. Ahora la bestia se levantó sobre sus patas traseras y la sacó a rastras de la cueva hasta la meseta iluminada por la luna, y en el mismo instante ella vio la figura de lo que le pareció un ho-don elevarse por encima del borde exterior del hueco.
La bestia que la sujetaba también la vio y lanzó un siniestro rugido, pero no aflojó la presión en el pelo de la mujer. Se agazapó como si esperara un ataque y aumentó el volumen y la frecuencia de sus gruñidos hasta que los horribles sonidos reverberaron en la garganta, ahogando incluso los profundos bramidos de las bestias de abajo, cuyo fuerte ruido se había renovado con la repentina conmoción procedente de la cueva. La bestia que la sujetaba se agazapó y la criatura que tenían ante sí también se agazapó y lanzó un rugido tan espantoso como el otro. Pan-at-lee temblaba. Esto no era un ho-don y, aunque temía a los ho-don, temía más a esta cosa, con su postura como de felino y sus bestiales rugidos. Estaba perdida, creía la mujer. Las dos cosas quizá pelearan por ella, pero ganara la que ganara ella estaba perdida. Quizá durante la batalla, si se llegaba a eso, podría encontrar la oportunidad de arrojarse al Kor-ul-gryf.
Ahora reconoció que la cosa que la sujetaba era un tor-o-don, pero no lograba identificar la otra cosa, aunque a la luz de la luna apenas la veía con claridad. No tenía cola. Veía sus manos y sus pies, y no eran las manos y los pies de las razas de Pal-ul-don. Se estaba acercando al tor-o-don y en una mano sostenía un reluciente cuchillo. Ahora habló y al terror de Pan-at-lee se añadió un peso igual de consternación.
—Cuando te suelte —dijo la cosa—, como hará para defenderse, corre deprisa detrás de mí, Pan-at-lee, y ve a la cueva más próxima, a las clavijas por las que has bajado de la cima del risco. Observa desde allí. Si esta cosa lenta me derrota, tendrás tiempo de escapar de ella; si no, iré contigo. Soy amigo de Om-at y tuyo.
Las últimas palabras redujeron el terror de Pan-at-lee, pero no lo comprendía. ¿Cómo sabía su nombre aquella extraña criatura? ¿Cómo sabía que había descendido por las clavijas hasta determinada cueva? Entonces debía de haber estado allí cuando ella llegó. Pan-at-lee estaba desconcertada.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Y de dónde vienes?
—Soy Tarzán —respondió él—, y vengo de parte de Om-at, de kor-ul-ja, en tu busca.
¡Om-at,
gund
de Kor-ul-ja! ¿Qué tonterías eran ésas? Habría interrogado más a Tarzán, pero ahora él se acercaba al tor-o-don y este último gritaba y rugía tan fuerte que ahogaba la voz de la mujer. Y entonces hizo lo que la extraña criatura había dicho que haría: la soltó y se preparó para atacar. Atacó, y en aquel estrecho lugar no había espacio para cubrir aberturas. Al instante las dos bestias se unieron en mortal abrazo, cada una buscando la garganta de la otra. Pan-at-lee observaba, sin aprovechar la oportunidad para escapar que ello le ofrecía. Observó y aguardó, pues en su pequeño cerebro salvaje había decidido guardar lealtad a esta extraña criatura que le había abierto el corazón con aquellas cuatro palabras: «Soy amigo de Om-at». Y por eso esperó, con el cuchillo a punto, la oportunidad de realizar su parte en la derrota del tor-o-don. Que el recién llegado pudiera hacerlo sin ayuda, ella bien sabía que estaba fuera de los límites de lo posible, pues conocía bien la habilidad del
hombre como bestia
con el que peleaba. No había muchos de ellos en Pal-ul-don, pero los pocos que había constituían él terror de las mujeres de los waz-don y de los ho-don, pues los viejos machos tor-o-don merodeaban por las montañas y los valles de Pal-ul-don entre épocas de celo y ¡ay de las mujeres que caían en su camino!
El tor-o-don buscaba con la cola un tobillo de Tarzán y, cuando lo encontró, le hizo tropezar. Los dos cayeron pesadamente, pero tan ágil era el hombre-mono y tan rápidos sus fuertes músculos, que incluso al caer retorció a la bestia debajo de él, de modo que Tarzán cayó encima y ahora la cola que le había hecho tropezar le buscó la garganta como había hecho la cola de In-tan, el kor-ul-lul. En el esfuerzo de dar la vuelta al cuerpo de su oponente durante la caída, Tarzán tuvo que soltar su cuchillo para agarrar el cuerpo peludo con ambas manos, y ahora el arma se hallaba fuera de su alcance, en el borde mismo del precipicio. De momento tenía ambas manos ocupadas en protegerse de los dedos que intentaban agarrarle y llevar su garganta al alcance de unos formidables colmillos, ahora la cola buscaba su mortal asimiento con una persistencia que no se podía impedir.