—Rápido —espetó el hombre-mono—. ¿Dónde está?
—No está aquí —gritó Mo-sar.
—Mientes —replicó Tarzán.
—Jad-ben-Otho es testigo de que no está en Tu-lur —insistió el jefe—. Puedes registrar el palacio, el templo y la ciudad entera y no la encontrarás, porque no está aquí.
—¿Dónde está, entonces? —preguntó el hombre-mono—. Te la llevaste del palacio de A-lur. Si no está aquí, ¿dónde está? Dime que no le ha sucedido ningún daño —y de pronto dio un amenazador paso hacia Mo-sar que hizo que éste se encogiese de miedo.
—Espera —dijo—, si de verdad eres el Dor-ul-Otho, sabrás que digo la verdad. Me la llevé del palacio de Ko-tan para salvarla para Lu-don, el sumo sacerdote, para que muerto Ko-tan, Ja-don no la capturara. Pero durante la noche ha escapado entre aquí y A-lur, y acabo de enviar tres canoas con hombres en su busca.
Algo en el tono de voz y la actitud del jefe aseguró al hombre-mono que decía la verdad en parte, y que una vez más había superado peligros incalculables y sufrido una pérdida de tiempo inútilmente.
—¿Qué querian los sacerdotes de Lu-don que me han precedido aquí? —preguntó Tarzán aventurándose a lanzar la osada suposición de que los dos a los que había visto remando frenéticos para evitar un encuentro con él venían en verdad del sumo sacerdote de A-lur.
—Han venido por un recado similar al tuyo —respondió Mo-sar— para pedir que devuelva a la mujer a quien Lu-don creía que le había robado, equivocándose profundamente, oh Dor-ul-Otho, igual que tú.
—Quiero interrogar a los sacerdotes —dijo Tarzán—. Tráelos.
Su actitud perentoria y arrogante dejó a Mo-sar dudando de si enojarse o aterrarse, pero tal como ocurre con los que son como él, decidió que la primera consideración era su propia seguridad. Si podía desviar la atención y la ira de este hombre terrible a los sacerdotes de Lu-don, se sentiría aliviado, y si ellos conspiraran para hacerle daño, entonces Mo-sar estaría a salvo a los ojos de Jad-ben-Otho si finalmente resultaba que el extranjero era el hijo de dios. Se sentía incómodo en presencia de Tarzán y este hecho acentuaba sus dudas, pues así debían de sentirse los mortales en presencia de un dios. Ahora veía una vía de escape, al menos temporal.
—Iré a buscarles yo mismo, Dor-ul-Otho —dijo, y salió del aposento a toda prisa. Sus pasos apresurados le llevaron enseguida al templo, pues el recinto del palacio de Tu-lur, que también incluía el templo como en todas las ciudades ho-don, englobaba una zona mucho más pequeña que los de la ciudad de A-lur. Encontró a los mensajeros de Lu-don con el sumo sacerdote de su templo y pronto les transmitió las órdenes del hombre-mono.
—¿Qué intenciones tienes con respecto a él? —preguntó uno de los sacerdotes.
—No tengo nada en contra de él —respondió Mo-sar—. Ha venido en son de paz y puede partir en paz, pues ¿quién sabe si no es en verdad el Dor-ul-Otho?
—Sabemos que no lo es —respondió el emisario de Lu-don—. Tenemos pruebas de que es un mortal, una criatura extranjera de otra región. Lu-don ya ha ofrecido su vida a Jad-ben-Otho si esta equivocado en su creencia de que esta criatura no es el hijo de dios. Si el sumo sacerdote de A-lur, que es el sumo sacerdote de todos los sumos sacerdotes de Pal-ul-don, está tan seguro de que esa criatura es un impostor como para poner en juego su vida, ¿quiénes somos nosotros para dar crédito a las pretensiones de este extranjero? No, Mo-sar, no tienes que temerle. No es más que un guerrero que puede ser vencido con las mismas armas que doblegan a tus guerreros. De no ser por la orden de Lu-don de atraparle vivo, te animaría a que tus guerreros le prendieran y le mataran, pero las órdenes de Lu-don son las órdenes del propio Jad-ben-Otho, y ésas no podemos desobedecerlas.
Pero un resto de duda se agitaba en el cobarde pecho de Mo-sar y le urgía a dejar que otro tomara la iniciativa contra el extranjero.
—Entonces, es vuestro —respondió—; haced con él lo que queráis. Yo no tengo nada contra él. Lo que ordenéis será la orden de Lu-don el sumo sacerdote, y después yo no tendré nada que ver en el asunto.
Los sacerdotes se volvieron a él, que guiaba los destinos del templo de Tu-lur.
—¿No tienes ningún plan? —preguntaron—. Alta será sin duda la posición en los consejos de Lu-don y a los ojos de Jad-ben-Otho del que encuentre el medio de capturar vivo a este impostor.
—Está el foso del león —dijo en un susurro el sumo sacerdote—. Ahora está vacío y lo que albergará al
ja
y al
jato
albergará a este extraño si no es el Dor-ul-Otho.
—Le albergará —lijo Mo-sar—; indudablemente también albergaría un
gryf
, pero antes tendríais que meterlo allí dentro.
Los sacerdotes reflexionaron un poco sobre esta verdad y luego uno de los de A-lur dijo:
—No sería difícil si utilizáramos el ingenio que Jad-ben-Otho nos dio, en lugar de los mundanos músculos que nos fueron entregados por nuestros padres y que no poseen ni el poder que tienen las bestias que corren a cuatro patas.
—Lu-don comparó su ingenio con el del extranjero y perdió —sugirió Mo-sar—. Pero es asunto vuestro. Hacedlo como queráis.
—En A-lur, Ko-tan dio mucha importancia a este Dor-ul-Otho y los sacerdotes le llevaron a recorrer el templo. No levantarías sus sospechas si hicieras lo mismo y dejaras que el sumo sacerdote de Tu-lur le invitara al templo y a reunirse con los sacerdotes para fingir que creemos en su parentesco con Jad-ben-Otho. Y nada más natural que el sumo sacerdote desee mostrarle el templo como hizo Lu-don en A-lur cuando Ko-tan mandaba, y si por casualidad fuera conducido por el foso del león, sería fácil que los que portan las antorchas las apagaran de pronto y antes de que el extranjero se diera cuenta de lo que ocurría, bajaran las puertas de piedra y le encerraran.
—Pero en el foso hay ventanas que dejan penetrar la luz —objetó el sumo sacerdote—, y aunque las antorchas se apagaran aún vería y podría escapar antes que se bajara la puerta de piedra.
—Envía a alguien que cubra las ventanas fuertemente con pellejos —dijo el sacerdote de A-lur.
—El plan es bueno —aceptó Mo-sar, viendo una oportunidad de librarse por completo de cualquier sospecha de complicidad—, pues no requerirá la presencia de guerreros, y así, si sólo está rodeado de sacerdotes, su mente no sospechará ningún daño.
En ese momento fueron interrumpidos por un mensajero de palacio que traía recado de que el Dor-ul-Otho se estaba impacientando, y si los sacerdotes de A-lur no eran llevados a su presencia de inmediato vendría él mismo al templo a buscarlos. Mo-sar sacudió la cabeza. No concebía tamaña osadía en un mortal y se alegraba de que el plan ideado para capturar a Tarzán no precisara su participación activa.
Mientras Mo-sar se iba a un rincón secreto del palacio dando un rodeo, tres sacerdotes fueron enviados a Tarzán y con palabras quejumbrosas, que no le engañaron en absoluto, le reconocieron su parentesco con Jad-ben-Otho y le rogaron en el nombre del sumo sacerdote que honrara el templo con una visita, cuando los sacerdotes de A-lur fueran llevados a su presencia y respondieran a las preguntas que él les formulara.
Seguro de que seguir su farsa seria lo mejor para sus fines, y también de que si las sospechas contra él se cristalizaban en la convicción por parte de Mo-sar y sus seguidores de que él no estaría peor en el templo que en el palacio, el hombre-mono aceptó con arrogancia la invitación del sumo sacerdote. Entró en el templo y fue recibido de una manera que hacía honor a sus pretensiones. Interrogó a los dos sacerdotes de A-lur, de los que obtuvo sólo una repetición de la historia que Mo-sar le había contado, y luego el sumo sacerdote le invitó a inspeccionar el templo.
Primero le llevaron a la sala del altar, de la que sólo había una en Tu-lur. Era casi idéntica en todos los aspectos a la de A-lur. Había un altar manchado de sangre en el extremo oriental y la cavidad con agua en el oeste, y los grises adornos en los tocados de los sacerdotes daban fe de que el altar oriental era un elemento importante en los ritos del templo. Le guiaron a través de las cámaras y corredores y por fin, iluminados sus pasos por los portadores de antorchas, entraron en un húmedo y lúgubre laberinto, a un nivel bajo y de allí a una gran cámara en cuyo aire aún perduraba el fuerte olor de leones. Los hábiles sacerdotes de Tu-lur pusieron en práctica su astuto plan.
De pronto las antorchas se apagaron. Hubo una confusión de pies descalzos que se movían rápidamente en el suelo de piedra. Se oyó un fuerte estrépito, como de un gran peso de piedra que caía sobre piedra, y luego el hombre-mono quedó rodeado tan sólo de una oscuridad y un silencio sepulcrales.
DIANA DE LA JUNGLA
J
ANE había capturado su primera presa y estaba muy orgullosa de ello. No era un animal formidable, sólo una liebre; pero marcó un hito en su existencia. Igual que en el oscuro pasado el primer cazador había dado forma a los destinos de la humanidad, así parecía que este acontecimiento podía dar forma al suyo de alguna manera diferente. Ya no dependía de los frutos silvestres para comer. Ahora podía comer carne, que le daría la fuerza y resistencia necesarias para hacer frente con éxito a las necesidades de su primitiva existencia.
El siguiente paso era el fuego. Podía aprender a comer carne cruda como su amo y señor; pero le repugnaba esa idea. Sin embargo, tenía un plan para conseguir fuego. Había pensado bastante en ello, pero había estado demasiado ocupada para ponerlo en práctica, ya que el fuego podía no ser de uso inmediato para ella. Ahora era diferente; ahora tenía algo que cocinar y la boca se le hacía agua al pensar en la carne que había cazado. La asaría sobre relucientes brasas. Jane se apresuró a ir a su árbol. Entre los tesoros que había recogido en el lecho del río se hallaban varias piezas de vidrio volcánico, transparente como el cristal. Buscó hasta que encontró el que buscaba, que era convexo. Bajó enseguida al suelo y recogió un montoncito de corteza en polvo que estaba muy seca, y algunas hojas muertas y hierbas que se habían abrasado bajo el fuerte sol. Cerca de ella dejó una provisión de ramitas secas, pequeñas y grandes.
Vibrando de excitación contenida mantuvo el trocito de vidrio sobre la madera, moviéndolo lentamente hasta que tuvo enfocados los rayos del sol sobre un trocito. Esperó casi sin aliento. ¡Qué lento era! ¿Sus esperanzas iban a verse frustradas pese a su hábil plan? ¡No! Un fino hilo de humo se elevó por fin en el aire tranquilo. Entonces la madera relució y de pronto estalló en llamas. Jane aplaudió con las manos bajo la barbilla exhalando una exclamación de placer. ¡Había conseguido hacer fuego!
Hizo un montoncito con ramitas secas, arrastró un pequeño tronco a las ramas y empujó un extremo hasta el fuego, que crepitaba alegre. Era el sonido más agradable que había oído desde hacía meses. Pero no podía esperar a tener la masa de ascuas que necesitaba para cocer su liebre. Tan deprisa como pudo despellejó y limpió el animal cazado, y enterró la piel y las entrañas. Eso lo había aprendido de Tarzán. Servía para dos cosas: una era la necesidad de mantener la higiene en el campamento y la otra evitar el hedor que más deprisa atrae a los devoradores de hombres.
Luego clavó un palo en el cuerpo del animal y lo sostuvo sobre las llamas. Le daba la vuelta a menudo para evitar que se quemara y al mismo tiempo permitir que la carne se cociera bien por todas partes. Cuando estuvo hecha trepó a la seguridad de su árbol para disfrutar de su comida en paz y tranquilidad. Nunca sus labios, pensó lady Greystoke, habían probado nada más delicioso. Dio unas palmaditas afectuosas a su lanza. Ella le había proporcionado este sabroso bocado, y con una sensación de mayor confianza y seguridad de la que había experimentado desde aquel horrible día en que ella y Obergatz usaron su último cartucho.
Jamás olvidaría aquel día; había parecido una horrible sucesión de bestias espantosas. No hacía mucho tiempo que se hallaban en aquella región extraña, sin embargo les parecía que estaban expuestos a más peligros, pues a diario se tropezaban con criaturas felices; pero este día… se estremeció cuando pensó en ello. Con su último cartucho había matado a una especie de león a rayas negras y amarillas con grandes colmillos afilados como sables cuando estaba a punto de saltar sobre Obergatz, quien había vaciado inútilmente su rifle disparándole su último cartucho. Durante otro día habían acarreado los rifles ahora inútiles, pero por fin los habían dejado y habían tirado también las engorrosas bandoleras. Cómo lograron sobrevivir durante la semana siguiente, ella no lo entendía, y entonces los ho-don se habían lanzado sobre ellos y la habían capturado. Obergatz escapó; ahora lo revivió todo otra vez. Sin duda debía de estar muerto, a menos que hubiera sido capaz de llegar a este lado del valle, que era evidente estaba habitado por menos bestias salvajes.
Los días de Jane ahora eran muy completos, y las horas diurnas se le hacían demasiado cortas para realizar las muchas cosas que había decidido hacer, pues llegó a la conclusión de que ése era el lugar ideal en el que vivir hasta que confeccionara las armas necesarias para obtener carne y defenderse.
Consideraba indispensables, además de una buena lanza, un cuchillo y un arco con flechas. Posiblemente, cuando los consiguiera podría pensar en serio en un intento de abrirse camino hacia uno de los puestos avanzados más cercanos a la civilización. Entretanto, era necesario construir alguna especie de refugio protector en el que tener una mayor sensación de seguridad por la noche, pues sabía que existía la posibilidad de recibir la visita de alguna pantera que merodeara por allí, aunque aún no había visto ninguna en este lado del valle. Aparte de este peligro, se sentía relativamente a salvo en su refugio.
Cortar las largas varas para su hogar le ocupaba todas las horas diurnas que no dedicaba a la búsqueda de comida. Las llevó a su árbol y con ellas construyó un suelo entre dos ramas robustas y ató las varas juntas y también a las ramas con fibras sacadas de las duras hierbas que crecían abundantemente cerca del río. De forma similar construyó paredes y un techo, este último con muchas capas de hojas verdes. La confección de las ventanas con barrotes y la puerta eran asuntos de gran importancia. Las ventanas, había dos, eran grandes y los barrotes estaban fijos; pero la puerta era pequeña, una abertura lo bastante grande para poder pasar por ella fácilmente a gatas, lo que facilitaba el formar barricada. Perdió la cuenta de los días que tardó en construir la casa; pero el tiempo era un producto barato; tenía más que de cualquier otra cosa. Significaba tan poco para ella que ni siquiera tenía interés en medirlo. Cuánto hacía que ella y Obergatz habían huido de la ira de los aldeanos negros, no lo sabía, y sólo podía hacer toscas conjeturas respecto a las estaciones. Trabajó duramente por dos razones: darse prisa en la finalización de su pequeño refugio, y el deseo de estar agotada físicamente por la noche para dormir todas aquellas horas temidas hasta el nuevo día. En realidad, la casa estuvo terminada en menos de una semana; es decir, estuvo hecha lo más segura que podía ser, y, con independencia de cuánto tiempo la ocuparía, no paraba de añadirle detalles y refinamientos.