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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el terrible (30 page)

BOOK: Tarzán el terrible
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Estas cosas naturalmente habían aumentado las anteriores inclinaciones de amistad hacia el hombre-mono, y ahora lamentaba que hubiera partido de la ciudad.

El testimonio de O-lo-a y Pan-at-lee reforzaba la creencia en la divinidad del extranjero que Ja-don y algunos guerreros habían acariciado anteriormente, pero ahora existía una fuerte tendencia entre esta facción de palacio a apoyar a Lu-don en su pelea con el Dor-ul-Otho. Si esto ocurrió como consecuencia de las repetidas narraciones de las hazañas del hombre-mono (que no perdían nada con la repetición), junto con la enemistad de Lu-don hacia él, o si era el astuto plan de algún viejo guerrero como Ja-don (que comprendía el valor de añadir una causa religiosa a la suya personal), era difícil de deteminar; pero el hecho era que los seguidores de Ja-don desarrollaron un odio amargo hacia los seguidores de Lu-don, debido al antagonismo del sumo sacerdote con Tarzán.

Lamentablemente, sin embargo, Tarzán no se hallaba allí para inspirar a los seguidores de Ja-don con el sagrado celo que pronto habría zanjado la disputa en favor del viejo jefe. En cambio, se encontraba a kilómetros de distancia, y como sus repetidas plegarias para que acudiera a ellos quedaron sin respuesta, los espíritus más débiles de entre ellos empezaron a sospechar que su causa no gozaba del favor divino. Había además otra poderosa causa para desertar de las filas de Ja-don. Surgió de la ciudad donde los amigos y parientes de los guerreros de palacio, que eran también los partidarios de las fuerzas de Lu-don, encontraron el medio, instados por los sacerdotes, de hacer circular por palacio propaganda perniciosa contra la causa de Ja-don.

El resultado fue que el poder de Lu-don aumentó mientras que el de Ja-don disminuyó. Luego siguió una salida del templo que desembocó en la derrota de las fuerzas de palacio, y aunque pudieron retirarse en orden decente, se retiraron dejando el palacio a Lu-don, quien ahora era prácticamente quien mandaba en Pal-ul-don.

Ja-don, llevándose consigo a la princesa, a las mujeres de ésta y a sus esclavas, incluida Pan-at-lee, así como las mujeres e hijos de sus leales seguidores, se retiró no sólo del palacio sino de la ciudad de A-lur, y regresó a su ciudad de Ja-lur. Allí se quedó, reclutando fuerzas de las aldeas de los alrededores que, como estaban lejos de la influencia de los sacerdotes de A-lur, se convertían en entusiastas partidarios de cualquier causa que el viejo capitán emprendiese, ya que durante años había sido reverenciado como su amigo y protector.

Y mientras estos acontecimientos se difundían por el norte, Tarzán-jad-guru yacía en el foso del león en Tu-lur, mientras los mensajeros iban y venían de Mo-sar a Lu-don ya que los dos pugnaban por el trono de Pal-ul-don. Mo-sar era lo bastante astuto para adivinar que si se abría una brecha entre él y el sumo sacerdote, podría utilizar a su prisionero en beneficio propio, pues había oído rumores incluso entre su gente que sugerían que algunos estaban más que un poco inclinados a creer en la divinidad del extranjero. Lu-don quería a Tarzán. Quería sacrificarle en el altar oriental con sus propias manos ante una muchedumbre, ya que no carecía de pruebas de que su propia posición y autoridad se habían reducido debido a las pretensiones de la osada y heroica figura del extranjero.

El método que el sumo sacerdote de Tu-lur había empleado para atrapar a Tarzán había dejado al hombre-mono en posesión de sus armas, aunque parecía poco probable que le sirvieran de nada. También tenía su bolsa, que contenía diversos objetos producto de la acumulación natural que suele haber en todos los receptáculos desde una bolsa de malla de oro a un desván. Había fragmentos de obsidiana y plumas de flecha, algunos trozos de pedernal y un par de acero, un viejo cuchillo, una gruesa aguja de hueso y tiras de intestino seco. Nada muy útil para usted o para mí, quizá; pero nada inútil para la vida salvaje del hombre-mono.

Cuando Tarzán se dio cuenta de la trampa que tan limpiamente le habían tendido aguardó expectante la llegada del león, pues aunque el olor del
ja
ya era antiguo, estaba seguro de que tarde o temprano soltarían a una de las bestias sobre él. Lo primero que hizo fue explorar a fondo su prisión. Se había fijado en las ventanas tapadas con pellejos, e inmediatamente los retiró para dejar entrar la luz, y así vio que aunque la cámara se hallaba muy por debajo del nivel de los patios del templo, estaba a varios metros por encima de la base de la colina en la que estaba excavado el templo. Las ventanas tenían los barrotes tan apretados que no veía por encima del borde del grueso muro en el que estaban cortados para determinar qué había bajo él. A poca distancia estaban las azules aguas del Jad-in-lul, y más allá, la orilla más lejana llena de vegetación, y más allá aún, las montañas. Era una hermosa vista la que vio, una imagen de paz, armonía y tranquilidad. En ningún sitio vio la más leve sugerencia del hombre salvaje y las bestias que reclamaban como suyo este hermoso paisaje. ¡Qué paraíso! Y algún día llegaría el hombre civilizado y… ¡lo echaría a perder! Despiadadas hachas talarían los árboles centenarios; humo negro y pegajoso saldría de feas chimeneas hacia el cielo azul; pequeños botes con ruedas detrás o a ambos lados removerían el barro del fondo del Jad-in-lul, tiñendo sus aguas azules de un sucio marrón; espantosos malecones se adentrarían en el lago con escuálidos edificios de hierro corrugado, indudablemente, pues así son las ciudades pioneras del mundo.

Pero ¿vendría el hombre civilizado? Tarzán esperaba que no. Durante incontables generaciones la civilización se había extendido por todo el globo; había enviado emisarios al Polo Norte y al Sur; había dado la vuelta a Pal-ul-don una vez, quizá muchas, pero nunca la había tocado. Ojalá Dios no permitiera que eso ocurriera jamás. Quizá conservaba este pequeño lugar para que fuera siempre como Él lo había creado, pues las excavaciones de los ho-don y los waz-don en sus rocas no habían alterado el rostro de la naturaleza.

Por la ventana entraba suficiente luz para mostrar a Tarzán todo el interior. La habitación era bastante grande y había una puerta en cada extremo, una grande para los hombres y otra más pequeña para los leones. Ambas estaban cerradas con grandes masas de piedra que habían sido bajadas por unas ranuras que iban hasta el suelo. Las dos ventanas eran pequeñas y tenían muchos barrotes, que eran el primer hierro que Tarzán veía en Pal-ul-don. Los barrotes estaban metidos en agujeros hechos en el revestimiento, y el conjunto era tan sólido que huir parecía imposible. Sin embargo, al cabo de unos minutos de su encarcelación, Tarzán había empezado a emprender la huida. Sacó el viejo cuchillo que llevaba en la bolsa y lentamente el hombre-mono empezó a rascar y a astillar la piedra de alrededor de los barrotes de una de las ventanas. Era un trabajo lento pero Tarzán tenía la paciencia de un santo.

Cada día le traían agua y comida y se la deslizaban rápidamente por debajo de la puerta más pequeña, que se levantaba tan sólo lo suficiente para que pasaran los receptáculos de piedra. El prisionero empezó a creer que le estaban reservando para algo que no eran leones. Sin embargo, no podía saberlo. Si le retenían unos días más podrían elegir qué destino darle; pero él no estaría allí cuando fueran a anunciárselo.

Un día llegó Pan-sat, la principal arma de Lu-don, a la ciudad de Tu-lur. Llegó ostensiblemente con un claro mensaje para Mo-sar procedente del sumo sacerdote de A-lur. Lu-don había decidido que Mo-sar fuera rey e invitaba a Mo-sar a ir de inmediato a A-lur y luego Pan-sat, tras haber entregado el mensaje, preguntó si podría ir al templo de Tu-lur y rezar, y allí buscó al sumo sacerdote de Tu-lur para quien era el verdadero mensaje que Lu-don enviaba. Los dos se encerraron solos en una pequeña cámara y Pan-sat susurró al oído del sumo sacerdote.

—Mo-sar desea ser rey —dijo—, y Lu-don desea ser rey. Mo-sar desea retener al extranjero que afirma ser el Dor-ul-Otho y Lu-don desea matarle, y enseguida. —Se inclinó un poco más al oído del sumo sacerdote de Tu-lur—. Si quieres ser sumo sacerdote de A-lur, está en tus manos.

Pan-sat dejó de hablar y esperó una respuesta. El sumo sacerdote. ¡El sumo sacerdote de A-Iur! Eso era casi tan bueno como ser rey de todo Pal-ul-don, pues grandes eran los poderes del que dirigía los sacrificios en los altares de A-lur.

—¿Cómo? —preguntó en un susurro el sumo sacerdote—. ¿Cómo puedo convertirme en sumo sacerdote de A-lur?

Pan-sat volvió a acercarse a él:

—Matando a uno y llevando al otro a A-lur —respondió. Entonces se levantó y salió, sabiendo que el otro había mordido el anzuelo y podía confiar en que haría lo que era preciso para conseguir el gran premio.

Sólo se equivocaba Pan-sat en una consideración sin importancia. Este sumo sacerdote cometería asesinato y traición para alcanzar el alto cargo de A-lur; pero había entendido mal a cuál de las víctimas tenía que matar y a cuál tenía que entregar a Lu-don. Pan-sat, que conocía todos los detalles de los planes de Lu-don, había cometido el error, por otra parte natural, de suponer que el otro entendía perfectamente que sólo sacrificando en público al falso Dor-ul-Otho podría el sumo sacerdote de A-lur reforzar su poder y que el asesinato de Mo-sar, el pretendiente al trono, eliminaría del campo de Lu-don el único obstáculo a la posibilidad de combinar los cargos de sumo sacerdote y rey. El sumo sacerdote de Tu-lur pensó que le habían encargado matar a Tarzán y llevar a Mo-sar a A-lur. También creyó que cuando hubiera hecho estas cosas le harían sumo sacerdote de A-lur; pero no sabía que ya había sido elegido el sacerdote que iba a asesinarle en el momento en que llegara a A-lur, y tampoco sabía que le habían preparado una tumba secreta en el suelo de una cámara subterránea en el templo mismo que él soñaba controlar.

Cuando debería estar preparando el asesinato de su jefe, estaba conduciendo a una docena de guerreros fuertemente sobornados a través de los oscuros corredores subterráneos del templo para matar a Tarzán en el foso de los leones. Había caído la noche. Una única antorcha guiaba los pasos de los asesinos que avanzaban con sigilo, pues sabían que estaban haciendo una cosa contra la voluntad de su jefe y sus conciencias culpables les advertían de que fueran con sigilo.

En la oscuridad de su celda el hombre-mono trabajaba en su tarea aparentemente interminable de rascar y astillar. Su agudo oído percibió los pasos que se acercaban por el corredor, pasos que se aproximaban a la puerta grande. Siempre habían venido por la puerta más pequeña; los pasos de un solo esclavo que le traía la comida. Esta vez eran muchos y su llegada a esas horas de la noche sugería algo siniestro. Tarzán siguió rascando y astillando. Les oyó detenerse tras la puerta. Reinaba el silencio roto únicamente por el rascar del incansable cuchillo del hombre-mono.

Los que estaban fuera lo oyeron y escucharon para explicárselo. Hablaron en susurros haciendo planes. Dos levantarían la puerta rápidamente y los otros se precipitarían dentro y arrojarían sus garrotes al prisionero. No pensaban correr ningún riesgo, pues las historias que circulaban en A-lur habían llegado hasta Tu-lur, historias de la gran fuerza y magnífica potencia de Tarzán-jad-guru que hicieron que el sudor asomara sobre las cejas de los guerreros, aunque en el húmedo corredor hacía frío y ellos eran doce contra uno.

El sumo sacerdote dio la señal: la puerta se abrió de golpe y diez guerreros entraron precipitadamente en la cámara blandiendo los garrotes. Tres de las pesadas armas volaron por el aire hacia una sombra más oscura que se observaba en la pared opuesta, luego el resplandor de la antorcha que portaba el sacerdote iluminó el interior y vieron que aquello a lo que habían arrojado sus garrotes era un montón de pieles arrancadas de las ventanas y que, salvo por ellos, la cámara se hallaba vacía.

Uno de ellos se precipitó a una ventana. Todos los barrotes menos uno habían desaparecido y a éste estaba atado el extremo de una cuerda trenzada hecha con tiras de las colgaduras de piel de la ventana.

A los peligros corrientes en la existencia de Jane Clayton se añadía ahora la amenaza que representaba el hecho de que Obergatz conociera su paradero. El león y la pantera le habían dado menos motivos de ansiedad que el regreso de este tudesco sin escrúpulos, de quien siempre había desconfiado y al que temía, y cuya degradación se veía ahora inconmensurablemente aumentada por su aspecto descuidado y sucio, su extraña risa sin alegría y su conducta poco natural. Ahora le temía con un nuevo miedo, como si de pronto se hubiera convertido en la personificación de algún horror sin nombre. La vida al aire libre que ella había llevado había reforzado su sistema nervioso, sin embargo le parecía que si este hombre la tocaba alguna vez se pondría a gritar, y, posiblemente, incluso se desmayaría. Una y otra vez durante el día siguiente a su encuentro inesperado, la mujer se reprochaba no haberle matado como habría hecho con un
ja
o un
jato
o con cualquier otra bestia depredadora que hubiera amenazado su existencia o su seguridad. No intentaba autojustificarse por estas siniestras reflexiones, pues no necesitaban justificación. Las pautas por las que los actos de aquellos como usted o como yo pueden ser juzgados no eran aplicables a ella. Nosotros recurrimos a la protección de amigos y parientes y al ejército civil que sostiene la majestad de la ley y que puede ser invocada para proteger al honrado débil contra el honrado fuerte; pero Jane Clayton comprendía en sí misma no sólo al honrado débil sino a todas las diversas instituciones para la protección del débil. Para ella, entonces, el teniente Erich Obergatz no presentaba ningún problema distinto al del ja, el león, aparte de considerar al primero más peligroso. Y así decidió que, en caso de que él no hiciera caso de su aviso, no se avendría a razones cuando volvieran a encontrarse: la misma lanza veloz que respondería a los avances del
ja
responderían a los de él.

Aquella noche su acogedor nidito situado en lo alto del gran árbol le pareció menos seguro. Lo que resistiría las intenciones sanguinarias de una pantera podía no ser una gran barrera para el hombre, e influida por este pensamiento durmió peor que en noches anteriores. El más leve ruido que quebraba el monótono murmullo de la jungla nocturna la sobresaltaba y la hacía permanecer alerta, completamente despierta, con el oído aguzado en un intento por clasificar el origen de la perturbación, y una vez la despertó así un ruido que parecía proceder de algo que se movía en su mismo árbol. Escuchó con atención, sin respirar apenas. Sí, ahí estaba otra vez. El arrastrar de algo blando sobre la dura corteza del árbol. La mujer alargó el brazo en la oscuridad y cogió su lanza. Percibió que una de las ramas que soportaban su refugio se hundía un poco, como si la cosa, fuese lo que fuese, estuviera alzando su peso sobre la rama. Se acercó un poco. Creía percibir su aliento. Se hallaba ante la puerta. Lo oía hurgar en la frágil barrera. ¿Qué podía ser? No hacía ningún ruido por el que ella pudiera identificarlo. Se puso a gatas y se arrastró con sigilo por la escasa distancia que la separaba de la pequeña puerta, la lanza aferrada con fuerza en la mano. Era evidente que algo intentaba entrar sin despertarla. Se hallaba justo detrás del pequeño artilugio hecho de ramas estrechas que había atado junto con hierbas y a lo que denominaba puerta: sólo quedaban unos centímetros entre la cosa y ella. Alargó la mano izquierda y palpó hasta que encontró un punto en que una rama curvada había dejado una abertura de unos cinco centímetros de ancho cerca del centro de la barrera. En ella insertó la punta de la lanza. La cosa debió de oír que se movía dentro, pues de pronto abandonó sus esfuerzos por mantenerse sigiloso y con furia intentó abatir el obstáculo. En el mismo instante Jane arremetió con su lanza con todas su fuerzas. Notó cómo penetraba en la carne. Se oyó un grito y una maldición desde fuera, seguidos por el estrépito de un cuerpo al caer entre ramas y follaje. Casi arrastró la lanza en su caída, pero Jane la sostuvo hasta que se liberó de la cosa en la que había penetrado.

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