—Hay muchas bestias muertas en el campamento, arriba —dijo Ja-don—, pues mis hombres tienen pocas ocupaciones aparte de cazar.
—Bien —exclamó Tarzán—. Que las traigan enseguida.
Y cuando trajeron la comida y la dejaron a cierta distancia, el hombre-mono se deslizó del lomo de su fiera montura y lo alimentó con sus propias manos.
—Procurad que siempre haya mucha carne para él —dijo a Ja-don, pues suponía que su dominio duraría poco si la perversa bestia estaba demasiado hambrienta.
Era ya de mañana cuando pudieron partir para Ja-lur, pero Tarzán encontró al
gryf
tumbado donde le había dejado la noche anterior junto a los cuerpos de dos antílopes y un león; pero ahora sólo estaba el
gryf
.
—Los paleontólogos dicen que era herbívoro —dijo Tarzán cuando se acercaba con Jane a la bestia.
Hicieron el viaje a Ja-lur a través de las aldeas dispersas donde Ja-don esperaba despertar un mayor entusiasmo por su causa. Un grupo de guerreros precedía a Tarzán para que la gente estuviera preparada, no sólo para ver al
gryf
sino para recibir al Dor-ul-Otho como correspondía a su categoría. Los resultados fueron todo lo que Ja-don esperaba, y en ninguna aldea por la que pasaron dudó nadie de la divinidad del hombre-mono.
Cuando se acercaban a Ja-lur un extraño guerrero se unió a ellos, uno a quien ninguno de los que seguían a Ja-don conocía. Dijo que procedía de una de las aldeas situadas al sur y que había sido tratado injustamente por uno de los jefes de Lu-don. Por este motivo había desertado y acudía al norte con la esperanza de encontrar un hogar en Ja-lur. Como toda suma a sus fuerzas era recibida con agrado, el viejo jefe permitió que el extranjero les acompañara, y por eso entró en Ja-lur con ellos.
Surgió entonces la cuestión de qué había que hacer con el
gryf
mientras se hallaran en la ciudad. Tarzán tuvo dificultades para impedir que la bestia salvaje atacara a todos los que se acercaban a ella cuando entraron por primera vez en el campamento de Ja-don, en la garganta deshabitada junto al kor-ul-ja, pero durante la marcha a Ja-lur la criatura había parecido acostumbrarse a la presencia de los ho-don. Estos últimos, sin embargo, no le daban motivos de irritación ya que se mantenían lo más lejos posible de él, y cuando pasaba por las calles de la ciudad era contemplado desde la seguridad de altas ventanas y tejados. Aunque parecía haberse vuelto tratable, no existió mucho entusiasmo para secundar la sugerencia de dejarle suelto por la ciudad. Por fin se sugirió que fuera encerrado en un recinto tapiado dentro del recinto de palacio, y esto fue lo que se hizo. Tarzán le hizo entrar después de que Jane hubiera desmontado. Le arrojaron más carne y lo dejaron solo, pues los sobrecogidos habitantes de palacio ni siquiera se atrevían a encaramarse a las paredes para mirarlo.
Ja-don acompañó a Tarzán y Jane a los aposentos de la princesa O-lo-a quien, en cuanto vio al hombre-mono, se arrojó al suelo y puso la frente sobre sus pies. Pan-at-lee estaba con ella y también pareció alegrarse de ver de nuevo a Tarzán-jad-guru. Cuando descubrieron que Jane era su compañera la miraron casi con igual sobrecogimiento, ya que incluso los guerreros de Ja-don más escépticos estaban ahora convencidos de que estaban agasajando a un dios y a una diosa en la ciudad de Ja-lur, y que con la ayuda del poder de estos dos, la causa de Ja-don pronto vencería y el viejo hombre león se sentaría en el trono de Pal-ul-don.
Por O-lo-a se enteró Tarzán de que Ta-den había regresado y que iban a unirse en matrimonio con los extraños ritos de su religión y de acuerdo con la costumbre de su pueblo en cuanto Ta-den regresara de la batalla que iba a librarse en A-lur.
Los que iban a participar en la batalla se estaban congregando en la ciudad y se decidió que al día siguiente Ja-don y Tarzán regresaran al cuerpo principal en el campamento escondido y al caer la noche se efectuaría el ataque sobre las fuerzas de Lu-don en A-lur. Se envió recado de esto a Ta-den adonde él esperaba con sus guerreros en el lado norte del Jad-ben-lul, a pocos kilómetros de A-lur.
Para llevar a cabo estos planes era necesario dejar a Jane en el palacio de Ja-don en Ja-lur, pero O-loa y sus mujeres estaban con ella y había muchos guerreros para protegerlas, así que Tarzán se despidió de su compañera sin ninguna aprensión en cuanto a su seguridad, y de nuevo se sentó en el
gryf
y salió de la ciudad con Ja-don y sus guerreros.
En la boca de la garganta el hombre-mono abandonó su enorme montura, ya que había servido para su propósito y ya no le era de ningún valor para su ataque sobre A-lur, que tenía que efectuarse justo antes del amanecer del día siguiente cuando, como no habría sido visto por el enemigo, el efecto de su entrada montado en el
gryf
no habría servido para nada. Un par de fuertes golpes con la lanza hicieron marchar al enorme animal, rugiendo, en dirección al Kor-ul-gryf, y el hombre-mono no lamentaba verlo partir ya que nunca había sabido en qué instante su mal genio e insaciable apetito de carne podía volverse sobre alguno de sus compañeros.
A su llegada a la garganta, se inició la marcha sobre A-lur.
El
gryf
emitió su espantoso bramido y les embistió.
ATRAPADO VIVO
C
UANDO caía la noche un guerrero del palacio de Ja-lur se deslizó al recinto de palacio. Se encaminó hacia donde se alojaban los sacerdotes inferiores. Su presencia no despertó sospechas ya que no era insólito que los guerreros tuvieran asuntos dentro del templo. Al fin llegó a una cámara donde varios sacerdotes estaban congregados tras su comida nocturna. Los ritos y ceremonias del sacrificio habían finalizado y no había nada de naturaleza más religiosa que velar hasta los ritos de la salida del sol.
Ahora el guerrero sabía, como en realidad casi todo Pal-ul-don, que no existía ningún vínculo fuerte entre el templo y el palacio de Ja-lur, y que Ja-don sólo toleraba la presencia de los sacerdotes y permitía sus crueles y horrendos actos porque eran costumbre de los ho-don de Pal-ul-don desde tiempo inmemorial, y temerario sin duda habría sido el hombre que intentara interferir en el trabajo de los sacerdotes o en sus ceremonias. Que Ja-don nunca entraba en el templo era algo conocido por todos, y también que su sumo sacerdote nunca entraba en palacio, pero la gente acudía al templo con sus ofrendas y los sacrificios se hacían noche y día como en cualquier otro templo de Pal-ul-don.
El guerrero sabía estas cosas, las sabía mejor quizá que cualquier otro guerrero. Y así, buscó en el templo la ayuda que necesitaba para llevar a cabo su plan.
Cuando entró en el aposento donde se encontraban los sacerdotes les saludó de la manera habitual en Pal-ul-don, pero al mismo tiempo hizo una señal con el dedo que habría llamado poco la atención, o apenas habría sido captada, por alguien que desconociera su significado. Que en la habitación había algunos que repararon en ella y la interpretaron, pronto se vio por el hecho de que dos sacerdotes se levantaron y se acercaron a él, que se había quedado junto a la puerta, y cada uno de ellos, cuando llegó, devolvió la señal que el guerrero había hecho.
Los tres hablaron un momento y luego el guerrero se volvió y salió del aposento. Un poco más tarde uno de los sacerdotes que había hablado con él también salió y poco después lo hizo el otro.
En el corredor encontraron al guerrero esperando y le condujeron a una pequeña cámara que se abría a un corredor más pequeño, justo detrás de donde se unía con el más grande. Aquí los tres mantuvieron una conversación en susurros durante un rato y luego el guerrero regresó al palacio y los dos sacerdotes a sus aposentos.
Los aposentos de las mujeres del palacio de Ja-lur se hallan en el mismo lado de un largo corredor recto. Cada uno tiene una sola puerta que se abre al corredor y en el extremo opuesto varias ventanas que dan a un jardín. Jane dormía sola en una de estas habitaciones. En cada extremo del corredor había un centinela, y el cuerpo principal de la guardia se encontraba en una habitación cercana a la entrada a los aposentos de las mujeres.
El palacio dormía, pues donde gobernaba Ja-don se retiraban temprano. El
pal-e-don-so
del gran capitán del norte no conocía orgías salvajes como las que resonaban por el palacio del rey de A-lur. Ja-lur era una ciudad tranquila en comparación con la capital, aunque siempre se mantenía una guardia a la entrada de los aposentos de Ja-don y su familia, así como a la puerta que daba al templo y la que se abría a la ciudad.
Esta guardia, sin embargo, era escasa y solía consistir en no más de cinco o seis guerreros, uno de los cuales permanecía despierto mientras los otros dormían. Éstas eran las condiciones cuando dos guerreros, uno a cada extremo del corredor, se presentaron, a los centinelas que vigilaban la seguridad de Jane Clayton y de la princesa O-lo-a, y cada uno de ellos repitió a los centinelas las palabras estereotipadas que anunciaban que eran relevados y que estos otros ocupaban su lugar. Nunca un guerrero es reacio a ser relevado de la obligación de hacer de centinela. Aunque en diferentes circunstancias podría hacer numerosas preguntas, en esa ocasión se siente demasiado satisfecho de escapar a la monotonía de aquella obligación odiada por todos. Así pues, estos dos hombres aceptaron su relevo sin hacer preguntas y se dieron prisa en marcharse.
Un tercer guerrero entró en el corredor y todos los recién llegados se acercaron juntos a la puerta de la compañera del hombre-mono. Y uno era el guerrero extranjero que se había reunido con Ja-don y Tarzán fuera de la ciudad de Ja-lur cuando se aproximó a ella el día anterior; y era el mismo guerrero que había entrado en el templo una hora antes, pero las caras de sus compañeros no eran conocidas, ni siquiera ellos se conocían entre sí, ya que raras veces un sacerdote se quitaba su tocado en presencia de nadie, ni siquiera sus compañeros.
En silencio, levantaron las colgaduras que ocultaban el interior de la habitación de la vista de los que pasaban por el corredor y entraron con sigilo. Sobre un montón de pieles, en un rincón al fondo, yacía dormida lady Greystoke. Los pies descalzos de los intrusos no hicieron ningún ruido al aproximarse a ella. Un rayo de luz de la luna que penetraba por una ventana cercana a su diván la iluminaba de lleno, revelando la hermosa silueta de un brazo y un hombro con gran claridad sobre el fondo oscuro de la piel sobre la que dormía, y el perfecto perfil que estaba vuelto hacia los tres intrusos.
Pero ni la belleza ni la indefensión de la mujer dormida despertaron sentimientos de pasión o misericordia como ocurriría con cualquier hombre normal. Para los tres sacerdotes, ella no era más que un montón de barro, y tampoco podían concebir la pasión que incitaba a los hombres a intrigar y asesinar para poseer a aquella guapa norteamericana, y que incluso en aquellos momentos estaba influyendo en el destino del pal-ul-don desconocido.
En el suelo de la cámara había numerosos pellejos, y cuando el cabecilla del trío estuvo cerca de la mujer dormida se detuvo y recogió uno de los más pequeños. Se quedó de pie cerca de la cabeza de la mujer y mantuvo la alfombra extendida por encima de su cara.
—Ahora —ordenó en un susurro, y al mismo tiempo que él arrojaba la alfombra sobre la cabeza de la mujer, sus dos compañeros se abalanzaron sobre ella, agarrándole los brazos e inmovilizándole el cuerpo mientras el cabecilla ahogaba sus gritos con el pellejo. Rápidamente y en silencio le ataron las muñecas y le taparon la boca, y durante el breve período de tiempo preciso para su trabajo no hicieron ruido alguno que pudieran oír los ocupantes de los aposentos contiguos.
Obligándola a ponerse en pie la empujaron hacia una ventana, pero ella se negó a caminar y se arrojó al suelo. Ellos estaban muy enfadados y habrían recurrido a crueldades para obligarla a obedecerles pero no se atrevieron, pues la ira de Lu-don podía caer pesadamente sobre quienquiera que mutilara a su preciado trofeo.
Se vieron obligados a levantarla y a cargar con su cuerpo. La tarea no era fácil, ya que la cautiva daba patadas y forcejeaba lo mejor que podía, entorpeciendo en lo posible su trabajo. Pero por fin lograron hacerla pasar por la ventana que daba al jardín, más allá de donde uno de los dos sacerdotes del templo de Ja-lur dirigió sus pasos hacia una pequeña puerta con barrotes, en la pared sur del recinto.
Inmediatamente detrás de ésta, un tramo de escaleras de piedra bajaba hacia el río, y al pie de la escalera estaban amarradas varias canoas. Realmente, Pan-sat había tenido suerte al pedir ayuda a los que conocían tan bien el templo y el palacio, de lo contrario jamás habrían escapado de Ja-lur con su cautiva. Dejaron a la mujer en el fondo de una canoa ligera y Pan-sat entró en ella y cogió el remo. Sus compañeros desataron los amarres y empujaron la pequeña embarcación hacia la corriente del río. Finalizado su trabajo traidor, se dieron la vuelta y regresaron hacia el templo, mientras Pan-sat, remando con fuerza con la corriente, avanzaba rápidamente por el río que le llevaría al Jad-ben-lul y a A-lur.
La luna se había puesto y el horizonte oriental aún no insinuaba que se acercaba el día, cuando una larga fila de guerreros que serpenteaba con sigilo a través de la oscuridad entraron en la ciudad de A-lur. Sus planes estaban trazados y no parecía probable que se estropearan. Habían enviado un mensajero a Ta-den, cuyas fuerzas se hallaban al noroeste de la ciudad. Tarzán, con un pequeño contingente, tenía que entrar en el templo por el pasadizo secreto, cuya ubicación sólo él conocía, mientras Ja-don, con el mayor contingente de guerreros, tenía que atacar las puertas de palacio.