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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el terrible (15 page)

BOOK: Tarzán el terrible
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—Y has hablado bien, como debe hablar un rey que teme y honra al dios de su pueblo —dijo Tarzán, rompiendo su largo silencio— que teme y honra al dios de su pueblo. Está bien que insistas en saber que realmente soy el Dor-ul-Otho antes de rendirme el tributo que se me debe. Jad-ben-Otho me encargó especialmente que averiguara si eras apto para gobernar a su pueblo. La primera experiencia que tengo de ti indica que Jad-ben-Otho eligió bien cuando insufló el espíritu de un rey en el bebé que tu madre amamantaba.

El efecto de esta declaración, expresada de modo informal, fue evidente en las expresiones y susurros excitados de la sobrecogida asamblea. ¡Al fin sabían cómo se hacía uno rey! ¡Era decidido por Jad-ben-Otho mientras el candidato aún era un lactante! ¡Qué maravilla! ¡Un milagro! Y esta criatura divina ante cuya presencia se hallaban lo sabía todo. Indudablemente, él incluso hablaba de estos asuntos a diario con su dios. Si antes había algún ateo entre ellos, o un agnóstico, ahora no había ninguno, pues ¿no habían visto con sus propios ojos al hijo de dios?

—Está bien, pues —prosiguió el hombre-mono—, que os aseguréis de que no soy un impostor. Acercaos y veréis que no soy como los hombres. Además, no está bien que os encontréis a un nivel más elevado que el hijo de vuestro dios. —Se produjo un repentino revuelo para llegar a la planta de la sala del trono; Ko-tan no estaba lejos, detrás de sus guerreros, aunque consiguió conservar cierta dignidad majestuosa cuando descendió los anchos escalones que en el transcurso de los siglos incontables pies desnudos habían pulido hasta formar una reluciente superficie lisa—. Y ahora —prosiguió Tarzán cuando el rey se halló ante él—, puedes disipar toda duda de que no soy de la misma raza que vosotros. Vuestros sacerdotes os han dicho que Jad-ben-Otho no tiene cola. Por lo tanto, sin cola ha de ser la raza de los dioses que nacen de él. ¡Pero ya basta de pruebas como éstas! Conocéis el poder de Jad-ben-Otho; que sus rayos que rasgan los cielos traen la muerte si él lo desea; que las lluvias vienen cuando él lo ordena, y las frutas y las bayas y los granos, las hierbas, los árboles y las flores brotan a su divina voluntad; habéis presenciado el nacimiento y la muerte, y los que honran a su dios le honran porque controla estas cosas. ¿Qué suerte correrá entonces un impostor que afirme ser el hijo de este dios todopoderoso? Ésta es la prueba que exigís, pues igual que caería sobre vosotros si me negarais, así caería sobre el que reclamara indebidamente cualquier parentesco con él.

Esta línea de argumentos era imposible de refutar, tenía que convencerles. No podía dudarse de las afirmaciones de esta criatura sin admitir, tácitamente, la falta de fe en la omnipotencia de Jad-ben-Otho. Ko-tan estaba complacido de recibir a una deidad, pero de qué forma debía agasajarlo era bastante difícil de saber. Su concepción de dios era un asunto más bien ambiguo y confuso, aunque tenía en común con todos los pueblos primitivos el que su dios era un dios personal, como lo eran sus diablos y demonios. Suponía que los placeres de Jad-ben-Otho eran los mismos de que él gozaba, pero desprovistos de cualquier reacción desagradable. Por lo tanto, se le ocurrió que al Dor-ul-Otho se le podía agasajar comiendo; comiendo grandes cantidades de todo lo que a Ko-tan más le gustaba y que había encontrado más perjudicial, y también estaba una bebida que las mujeres de los ho-don elaboraban dejando macerar maíz en los jugos de suculentas frutas, a las que se añadían otros ingredientes que ellas conocían. Ko-tan sabía por experiencia que un solo trago de este fuerte licor traerla felicidad y alejaría la tristeza, mientras varios harían que incluso un rey hiciera y disfrutara de cosas que ni siquiera se le ocurriría hacer o disfrutar si no se hallara bajo la influencia mágica de la poción, pero, lamentablemente, la mañana siguiente traía sufrimiento en proporción directa a la alegría del día anterior. Un dios, razonó Ko-tan, experimentarla todos los placeres sin la resaca, pero para el presente inmediato debía pensar en las necesarias dignidades y en los honores que había que conceder a su huésped inmortal.

Ningún pie aparte del del rey había tocado la superficie de la cúspide de la pirámide en la sala del trono de A-lur durante las olvidadas eras en las que los reyes de Pal-ul-don gobernaban desde su eminencia. Así que ¿qué mayor honor podía ofrecer Ko-tan que darle un lugar a su lado al Dor-ul-Otho? Y así invitó a Tarzán a ascender la pirámide y a ocupar su lugar en el banco de piedra que lo coronaba. Cuando llegaron al escalón situado bajo el sagrado pináculo, Ko-tan continuó como si fuera a subir a su trono, pero Tarzán le detuvo poniéndole una mano en el brazo.

—Nadie puede sentarse al mismo nivel que los dioses —amonestó, adelantándose con paso seguro y sentándose en el trono. Ko-tan, avergonzado, mostró su turbación, una turbación que temía expresar por si incurría en la ira del rey de reyes.

—Pero un dios puede honrar a su leal sirviente —añadió Tarzán—, invitándole a situarse a su lado. Ven, Ko-tan; así te honro yo en nombre de Jad-ben-Otho.

La estrategia del hombre-mono se basaba en un intento, no sólo de despertar el respeto temeroso de Ko-tan sino de hacerlo sin que se convirtiera en un enemigo acérrimo, pues no sabía cuán fuerte era el sentimiento religioso de los ho-don, ya que desde la época en que había impedido que Ta-den y Om-at discutieran por una diferencia religiosa el tema había sido absoluto tabú entre ellos. Por tanto, no le costó reparar en el evidente aunque silencioso resentimiento de Ko-tan ante la sugerencia de que cediera por completo su trono a su invitado. En conjunto, sin embargo, el efecto había sido satisfactorio según evidenciaba la renovada muestra de temor reverente exhibido en el semblante de los guerreros.

A instancias de Tarzán, el asunto de la corte prosiguió donde su llegada lo había interrumpido. Consistía principalmente en el ajuste de disputas entre guerreros. Había uno situado en el escalón inmediatamente inferior al trono y que, como aprendería Tarzán más adelante, era el lugar reservado para los altos jefes de las tribus aliadas que formaban el reino de Ko-tan. El que atrajo la atención de Tarzán era un fornido guerrero de potente fisico y grandes facciones aleonadas. Se estaba dirigiendo a Ko-tan por un asunto que es tan viejo como el gobierno y que seguirá en inexorable importancia hasta que el hombre deje de existir. Se refería a una disputa por los límites con uno de sus vecinos.

El asunto mismo tenía poco o ningún interés para Tarzán, pero estaba impresionado por el aspecto del que hablaba, y cuando Ko-tan se dirigió a él como Ja-don el interés del hombre-mono quedó cristalizado para siempre, pues Ja-don era el padre de Ta-den. Que ese conocimiento le beneficiara de algún modo parecía una posibilidad muy remota, ya que no podía revelar a Ja-don sus relaciones amistosas con su hijo sin admitir la falsedad de su afirmación de ser dios.

Cuando los asuntos de la audiencia finalizaron, Ko-tan sugirió que el hijo de Jad-ben-Otho tal vez deseara visitar el templo en el que se realizaban los ritos religiosos de adoración al Gran Dios. El hombre-mono fue conducido por el propio rey, seguidos por los guerreros de su corte, a través de los corredores de palacio, hacia el extremo norte del grupo de edificios del recinto real.

El templo formaba parte del palacio y era de arquitectura similar. Había varios lugares ceremoniales de tamaños diversos, cuya finalidad Tarzán sólo podía conjeturar. Cada uno tenía un altar en el extremo oeste y otro en el este y tenían forma ovalada, cuyo diámetro más largo iba de este a oeste. Cada uno estaba excavado en la cima de una pequeña loma y todos carecían de tejado. Los altares occidentales estaban formados por un solo bloque de piedra sobre los que se había excavado una cavidad oblonga. Los que estaban situados en los extremos orientales eran bloques de piedra similares con la parte superior plana y ésta, a diferencia de las de los extremos opuestos de los óvalos, invariablemente estaban manchadas o pintadas de un color marrón rojizo; Tarzán no tuvo necesidad de examinarlas de cerca para identificar de lo que su aguzado olfato ya le había anunciado: las manchas marrones eran restos de sangre humana.

Debajo de estas salas del templo había corredores y aposentos que se adentraban en los intestinos de las colinas, pasadizos oscuros y lóbregos que Tarzán vislumbró mientras era guiado de un lugar a otro en este recorrido de inspección del templo. Ko-tan había enviado un mensajero para anunciar la visita del hijo de Jad-ben-Otho, con el resultado de que les acompañaba una considerable procesión de sacerdotes cuya señal de profesión que los distinguía parecía consistir en unos grotescos tocados; a veces rostros horribles tallados en madera y que ocultaban por completo el semblante de quien los llevaba, o a veces la cabeza de una bestia salvaje colocada de forma ingeniosa sobre la cabeza del hombre. Sólo el sumo sacerdote no llevaba semejante tocado. Era un anciano de ojos astutos y juntos y una boca de labios finos con expresión de crueldad.

Al verle Tarzán comprendió que ahí radicaba el mayor peligro de su farsa, pues vio enseguida que el hombre era contrario a él y sus pretensiones, y también sabía que, de todas las personas de Pal-ul-don, el sumo sacerdote era el que con más probabilidad albergaba la mayor estimación hacia Jad-ben-Otho, y, por lo tanto, miraría con recelo al que afirmara ser el hijo de un dios fabuloso.

Por muchos recelos que se escondieran en su ingeniosa mente, Lu-don, el sumo sacerdote de A-lur, no cuestionó abiertamente el derecho de Tarzán al título de Dor-ul-Otho, y quizá le frenaran las mismas dudas que al principio habían frenado a Ko-tan y a sus guerreros, la duda que existe en el fondo de la mente de todos los blasfemos y que se basa en el miedo de que, después de todo, exista un dios. Así que, de momento, al menos, Lu-don fue a la segura. Sin embargo, Tarzán sabía tan bien como si el hombre hubiera expresado en voz alta sus pensamientos más íntimos que en el corazón del sumo sacerdote existía la idea de desvelar su impostura.

A la entrada del templo, Ko-tan dejó que Lu-don guiara al invitado y este último condujo a Tarzán por las partes del templo que deseaba que viera. Le mostró la gran sala donde se guardaban las ofrendas votivas, regalos de los jefes bárbaros de Pal-ul-don y de sus seguidores. El valor de estas cosas iba desde frutos secos a grandes vasijas de oro, de modo que en el gran almacén principal y sus cámaras contiguas y corredores había una acumulación de riqueza que asombró incluso a los ojos del poseedor del secreto de las arcas del tesoro de Opar.

En el templo había un ir y venir de lustrosos esclavos waz-don negros, fruto de los ataques ho-don en las aldeas de sus vecinos menos civilizados. Cuando pasaron por delante de la entrada enrejada a un oscuro corredor, Tarzán vio en su interior una gran compañía de pitecántropos de todas las edades y de ambos sexos, ho-don así como waz-don, la mayoría de ellos en cuclillas sobre el suelo de piedra en actitudes de completo abatimiento mientras otros paseaban de un lado a otro, con la desesperación grabada en sus facciones.

—¿Y quiénes son esos infelices de ahí? —preguntó a Lu-don.

Era la primera pregunta que formulaba al sumo sacerdote desde que habían entrado en el templo, y al instante lamentó haberla formulado, pues Lu-don se volvió a él con una expresión de recelo mal disimulada.

—¿Quién debería saberlo mejor que el hijo de Jad-ben-Otho? —replicó.

—Las preguntas de Dor-ul-Otho no se responden impunemente con otra pregunta —dijo el hombre-mono con calma—, y quizás interese a Lu-don, el sumo sacerdote, saber que la sangre de un falso sacerdote en el altar de su templo no es desagradable a los ojos de Jad-ben-Otho.

Lu-don palideció cuando respondió la pregunta de Tarzán.

—Son las ofrendas cuya sangre debe refrescar los altares orientales cuando el sol vuelva a tu padre al finalizar el día.

—¿Y quién te dice —preguntó Tarzán— que complacerá a Jad-ben-Otho que esta gente sea asesinada sobre sus altares? ¿Y si estáis confundidos?

—Entonces incontables miles han muerto en vano —respondió Lu-don.

Ko-tan y los guerreros y sacerdotes que estaban cerca escuchaban con atención el diálogo. Algunas de las pobres víctimas de detrás de la entrada con barrotes habían oído y se habían levantado y apretado a la barrera que cada día, antes de la puesta del sol, era cruzada por uno de ellos para no regresar jamás.

—¡Liberadlos! —gritó Tarzán señalando con la mano hacia las víctimas de una cruel superstición—, pues puedo deciros en el nombre de Jad-ben-Otho que estáis equivocados.

CAPÍTULO X

EL JARDÍN PROHIBIDO

L
U-DON palideció.

—Es un sacrilegio —exclamó—; durante incontables siglos los sacerdotes del Gran Dios han ofrecido cada noche una vida al espíritu de Jad-ben-Otho cuando regresaba bajo el horizonte occidental a su amo, y nunca el Gran Dios ha dado muestras de que le desagradara.

—¡Basta! —ordenó Tarzán—. Es la ceguera de los sacerdotes que no ha sabido interpretar los mensajes de su dios. Tus guerreros mueren bajo los cuchillos y los garrotes de los waz-don; tus cazadores son tomados por
ja
y
jato
; no transcurre un día sin que se produzca la muerte de unos pocos o de muchos en las aldeas de los ho-don, y una muerte cada día de los que mueren son el precio que Jad-ben-Otho ha impuesto por las vidas que tomáis en el altar oriental. ¿Qué mayor muestra de su desagrado podrías pedir, estúpido sacerdote?

Lu-don permaneció en silencio. En su interior bramaba un gran conflicto entre su miedo de que realmente éste fuera el hijo de dios y su esperanza de que no lo fuera, pero al fin el miedo venció y el sumo sacerdote inclinó la cabeza.

—El hijo de Jad-ben-Otho ha hablado —dijo, y volviéndose a uno de los sacerdotes inferiores añadió—: Quitad los barrotes y devolved esa gente al lugar de donde procede.

El que había recibido la orden la cumplió y cuando los barrotes fueron retirados los prisioneros, plenamente conscientes del milagro que les había salvado, se precipitaron hacia la salida y se hincaron de rodillas ante Tarzán, alzando la voz para mostrarle su agradecimiento.

Ko-tan estaba casi tan sorprendido como el sumo sacerdote por esta despiadada abolición de un secular rito religioso.

—Pero ¿qué podemos hacer que complazca a Jad-ben-Otho? —exclamó lanzando una mirada de perpleja aprensión hacia el hombre-mono.

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