Había gente yendo de un lado a otro en la ciudad y en los estrechos salientes y terrazas que interrumpían las líneas de los edificios y que parecían una peculiaridad de la arquitectura ho-don, concesión, sin duda, a algún instinto inherente cuyo origen podía remontarse a los primeros progenitores que moraron en los riscos.
A Tarzán no le sorprendió que a poca distancia no despertara sospechas ni curiosidad en la mente de los que le veían, ya que, hasta que fuera posible un examen más detenido, en poco se diferenciaba de un nativo, ni en su configuración general ni en su color. Por supuesto, había formulado un plan de acción y, tras haberlo decidido, no vacilaba en llevarlo a la práctica.
Con la misma seguridad con que usted se aventuraría a ir por la calle principal de una ciudad vecina, Tarzán entró con grandes pasos en la ciudad ho-don de A-lur. La primera persona que descubrió su falsedad fue un niño pequeño que jugaba en la entrada con arco de uno de los edificios amurallados.
—¡No tiene cola! ¡No tiene cola! —gritó lanzándole una piedra, y entonces, de pronto, se quedó mudo y con los ojos muy abiertos al percibir que esta criatura era algo más que un simple guerrero ho-don que había perdido la cola. Ahogando un grito el niño se volvió y huyó dando gritos hacia el patio de su casa.
Tarzán siguió su camino, comprendiendo plenamente que se hallaba muy cerca el momento en que el destino de su plan quedaría decidido. No tuvo que esperar mucho, ya que en la siguiente vuelta de la sinuosa calle se dio de bruces con un guerrero ho-don. Vio la sorpresa en los ojos de este último, seguida al instante por una expresión de recelo; pero antes de que el tipo pudiera hablar Tarzán le abordó.
—Soy extranjero, de otra tierra —dijo—, querría hablar con Ko-tan, vuestro rey.
El tipo retrocedió un paso y se llevó la mano a su cuchillo.
—No hay extranjeros que crucen las puertas de A-lur —dijo— más que como enemigos o como esclavos.
—Yo no vengo ni como esclavo ni como enemigo —replicó Tarzán—. Vengo directamente de Jad-ben-Otho. ¡Mira! —y extendió las manos para que el ho-don viera lo muy diferentes que eran de las suyas, y después se dio media vuelta para que el otro viera que no tenía cola, pues en este hecho se basaba su plan, debido a que recordaba la discusión entre Ta-den y Om-at, en la que el waz-don afirmaba que Jad-ben-Otho tenía una larga cola mientras el ho-don estaba igualmente dispuesto a pelear por su creencia en la falta de cola de su dios.
Los ojos del guerrero se abrieron de par en par y una expresión de sobrecogimiento asomó en ellos, aunque teñida de sospecha.
—¡Jad-ben-Otho! —murmuró, y añadió—: Es cierto que no eres ni ho-don ni waz-don, y también es cierto que Jad-ben-Otho no tiene cola. Ven —dijo—, te llevaré a Ko-tan, pues éste es un asunto en el que ningún guerrero corriente puede interferir. Sígueme —y sin dejar de aferrar el mango de su cuchillo y mirando de reojo al hombre-mono le condujo a través de A-lur.
La ciudad cubría una extensa área. A veces había una considerable distancia entre grupos de edificios, y después volvían a estar juntos. Había numerosos grupos imponentes, tallados evidentemente de colinas más grandes, a menudo elevándose una altura de treinta metros o más. Mientras avanzaban se encontraron con numerosos guerreros y mujeres, todos los cuales mostraban gran curiosidad por el extranjero, pero no hubo ningún intento de amenazarle cuando se descubría que era conducido al palacio del rey.
Por fin llegaron a un gran conjunto que se extendía en una área considerable, su cara occidental delantera de frente a un gran lago azul y evidentemente tallada en lo que en otra época había sido un risco natural. Este grupo de edificios estaba rodeado por un muro de considerable mayor altura que cualquiera que los que Tarzán había visto antes. Su guía le condujo a una entrada ante la cual esperaban una docena o más de guerreros que se habían puesto en pie y formaban una barrera ante la entrada cuando Tarzán y su grupo aparecieron tras la esquina del muro de palacio, pues para entonces ya había acumulado tal cantidad de curiosos que ofrecieron a los guardias el aspecto de una multitud formidable.
Una vez contada la historia del guía, Tarzán fue conducido al patio interior donde lo retuvieron mientras uno de los guerreros entraba en palacio, evidentemente con la intención de notificarle a Ko-tan su presencia. Quince minutos más tarde apareció un corpulento guerrero, seguido por otros varios, todos los cuales examinaron a Tarzán dando muestras de gran curiosidad mientras se acercaban.
El jefe del grupo se detuvo ante el hombre-mono.
—¿Quién eres? —preguntó—, ¿y qué quieres de Ko-tan, el rey?
—Soy amigo —respondió el hombre-mono— y he venido de la región de Jad-ben-Otho para visitar a Ko-tan de Pal-ul-don.
El guerrero y sus seguidores parecían impresionados. Tarzán se dio cuenta de que estos últimos susurraban entre sí.
—¿Cómo has venido hasta aquí —preguntó el portavoz— y qué quieres de Ko-tan? Tarzán se irguió.
—¡Basta! —exclamó—. ¿El mensajero de Jad-ben-Otho debe ser sometido al tratamiento dado a un waz-don errante? Llévame ante el rey enseguida o la ira de Jad-ben-Otho caerá sobre vosotros.
El hombre-mono se preguntaba hasta dónde le llevaría su injustificado alarde de seguridad en sí mismo, y esperaba con divertido interés el resultado de su petición. Sin embargo, no tuvo que esperar mucho, pues casi de inmediato la actitud de su interrogador cambió. Palideció, lanzó una mirada aprensiva hacia el cielo oriental y luego extendió su palma derecha hacia Tarzán, llevándose la izquierda al corazón en la señal de amistad que era común entre las gentes de Pal-ul-don.
Tarzán retrocedió enseguida como si se apartara de una mano profanadora, una fingida expresión de horror y disgusto en la cara.
—¡Para! —gritó—. ¿Te atreverías a tocar la sagrada persona del mensajero de Jad-ben-Otho? Sólo como señal especial de favor de Jad-ben-Otho puede el propio Ko-tan recibir ese honor de mí. ¡Deprisa! ¡Ya he esperado demasiado rato! ¡Qué clase de recepción los ho-don de A-lur ofrecen al hijo de mi padre!
Al principio Tarzán se había inclinado por adoptar el papel del propio Jad-ben-Otho, pero se le ocurrió que podría resultar embarazoso y una carga considerable estar obligado constantemente a retratar el carácter de un dios, pero con el creciente éxito de su plan, de pronto se le había ocurrido que la autoridad del hijo de Jad-ben-Otho sería mucho mayor que la de un mensajero corriente de un dios, mientras que al mismo tiempo le daría cierta libertad en sus actos y conducta, razonando el hombre-mono que un joven dios no sería contemplado tan estrictamente en cuestión de dignidad y porte como un dios más viejo y magnífico.
Esta vez el efecto de sus palabras fue inmediato y dolorosamente perceptible en todos los que se hallaban cerca de él. Todos retrocedieron, y el portavoz por poco no se desplomó de puro terror. Sus disculpas, cuando por fin la parálisis producida por el miedo le permitió expresarlas, fueron tan abyectas que el hombre-mono apenas pudo reprimir una sonrisa de divertido desdén.
—Ten piedad, O Dor-ul-Otho —suplicó— del pobre y viejo Dak-lot. Precédeme y te conduciré adonde Ko-tan, el rey, te espera, temblando. Apartaos, serpientes y alimañas —gritó empujando a sus guerreros a derecha e izquierda con el fin de formar un Pasillo para Tarzán.
—¡Ven! —gritó el hombre-mono perentoriamente—, guía el camino y deja que estos otros sigan.
El ahora absolutamente asustado Dak-lot hizo lo que le decía y Tarzán de los Monos fue conducido al interior del palacio de Ko-tan, rey de Pal-ul-don.
Se zambulló bajo la criatura y hundió su cuchillo en el viscoso vientre.
ALTARES MANCHADOS DE SANGRE
L
A ENTRADA a través de la cual echó su primer vistazo al interior estaba tallada bastante hermosamente con dibujos geométricos, y en el interior las paredes estaban tratadas de forma similar, aunque a medida que iba de un aposento a otro fue descubriendo también las figuras de animales, aves y hombres ocupando su lugar entre las figuras más formales del arte del decorador mural. Había una gran exhibición de vasijas de piedra así como ornamentos de oro y pieles de muchos animales, pero en ningún sitio vio indicación alguna de tejido, lo que daba a entender, que en ese aspecto al menos, los ho-don aún ocupaban un lugar bajo en la escala de la evolución, y sin embargo las proporciones y simetría de los corredores y aposentos señalaban cierta medida de civilización.
El camino ascendía a través de varios aposentos y largos corredores, al menos tres tramos de escaleras de piedra y finalmente a un rellano en la cara occidental del edificio que daba al lago azul. A lo largo de este rellano, o arcada, su guía le condujo unos cien metros y se detuvo ante una ancha entrada que conducía a otro aposento del palacio.
Aquí Tarzán vio un número considerable de guerreros en un enorme aposento, cuyo techo abovedado se hallaba a unos buenos quince metros del suelo. Casi llenando la cámara había una gran pirámide que ascendía en anchos escalones hasta debajo de la cúpula en la que un número de aberturas redondas dejaban entrar la luz. Los escalones de la pirámide estaban ocupados por guerreros hasta el pináculo mismo, en el cual permanecía sentada la figura imponente de un hombre cuyos adornos dorados brillaban a la luz del sol de la tarde, del cual un rayo penetraba por las pequeñas aberturas de la cúpula.
—¡Ko-tan! —gritó Dak-lot dirigiéndose a la resplandeciente figura del pináculo de la pirámide—. ¡Ko-tan y guerreros de Pal-ul-don! Mirad el honor que Jad-ben-Otho os ha hecho enviando como mensajero a su propio hijo —y Dak-lot, haciéndose a un lado, señaló a Tarzán con un exagerado gesto de la mano.
Ko-tan se puso en pie y todos los guerreros que estaban a la vista estiraron el cuello para ver mejor al recién llegado. Los que se encontraban en el lado opuesto de la pirámide se agolparon en la parte delantera cuando les llegó el rumor del viejo guerrero. La expresión de la mayoría de los rostros era de escepticismo; pero el suyo era un escepticismo teñido de cautela. Fuera cual fuere el lado por el que saltara la fortuna, ellos deseaban estar en el lado correcto de la valla. Por un momento todos los ojos estuvieron centrados en Tarzán y luego, poco a poco, se dirigieron a Ko-tan, pues por su actitud recibirían la indicación de cuál debía ser la suya. Pero Ko-tan estaba a todas luces en el mismo dilema que ellos (la actitud de su cuerpo lo indicaba) y era de indecisión y duda.
El hombre-mono se mantenía erguido, los brazos cruzados sobre su ancho pecho, una expresión de arrogante desdén en su bello rostro; pero para Dak-lot había también en él indicios de creciente ira. La situación se iba haciendo tensa. Dak-lot se agitaba nervioso, lanzando miradas aprensivas a Tarzán y otras suplicantes a Ko-tan. Un silencio sepulcral envolvía la gran cámara del trono de Pal-ul-don.
Por fin Ko-tan habló.
—¿Quién dice que es Dor-ul-Otho? —preguntó, lanzando una mirada terrible a Dak-lot.
—¡Él lo dice! —casi gritó el aterrado noble.
—¿Y por eso debe ser verdad? —preguntó Ko-tan.
¿Podía ser que hubiera indicios de ironía en el tono del jefe? ¡Que Otho no lo permitiera! Dak-lot echó una mirada de reojo a Tarzán, una mirada con intención de que transmitiera la seguridad de su propia fe, pero que sólo logró indicar al hombre-mono el lastimoso terror del otro.
—¡Oh Ko-tan! —suplicó Dak-lot—, tus propios ojos deben convencerte de que en verdad es el hijo de Otho. Mira su figura divina, sus manos y sus pies, que no son como los nuestros, y carece por completo de cola como su poderoso padre.
Ko-tan pareció percibir esos hechos por primera vez y hubo una indicación de que su escepticismo empezaba a flaquear. En ese momento un joven guerrero, que se había abierto paso desde el otro lado de la pirámide hasta donde pudo ver bien a Tarzán, alzó la voz.
—¡Ko-tan —gritó—, debe de ser como Dak-lot dice, pues estoy seguro ahora de que he visto antes a Dor-ul-Otho! Ayer, cuando regresábamos con los prisioneros de Kor-ul-lul, le vimos sentado a lomos de un gran
gryf
. Nos escondimos en el bosque antes de que se acercara demasiado, pero vi lo suficiente para estar seguro de que el que montaba la gran bestia no era otro que el mensajero que ahora está ahí de pie.
Esto pareció suficiente para convencer a la mayoría de los guerreros de que realmente se hallaban en presencia de la deidad; sus rostros demostraban claramente, así como una repentina modestia que les hizo encogerse detrás de sus vecinos. Como sus vecinos intentaban hacer lo mismo, el resultado fue que desaparecieron los que se hallaban más cerca del hombre-mono, hasta que los escalones de la pirámide situados directamente enfrente de él quedaron vacíos hasta la misma cumbre. Ko-tan, posiblemente influido tanto por la actitud temerosa de sus seguidores como por la evidencia presentada, alteró su tono y su actitud de modo que concordara con las exigencias (si el extraño era en verdad el Dor-ul-Otho), mientras dejaba a su dignidad una vía de escape en caso de que fuese un impostor.
—Si de verdad eres el Dor-ul-Otho —dijo, dirigiéndose a Tarzán—, sabrás que nuestras dudas eran naturales, ya que no hemos recibido ninguna señal de Jad-ben-Otho que indicara que tenía intención de concedernos tan gran honor; además ¿cómo podíamos saber que el Gran Dios tenía un hijo? Si tú lo eres, todo Pal-ul-don se alegra de honrarte; si no lo eres, veloz y terrible será el castigo a tu temeridad. Yo, Ko-tan, rey de Pal-ul-don, he hablado.