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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el terrible (18 page)

BOOK: Tarzán el terrible
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—¿Qué significa esto? —preguntó airado, volviéndose a Lu-don.

Éste sonrió con malevolencia.

—Que no lo sepas —replicó— no es sino una prueba más de la falsedad de lo que afirmas. El que se hace pasar por el hijo de dios no sabe que cuando los últimos rayos del sol inundan el altar oriental del templo la sangre de un adulto enrojece la piedra blanca para edificación de Jad-ben-Otho; y que cuando el sol vuelve a aparecer del cuerpo de su creador mira primero hacia este altar occidental y se regocija con la muerte de un recién nacido cada día, cuyo espíritu le acompaña al cruzar los cielos de día igual que el espíritu del adulto regresa con él a Jad-ben-Otho por la noche.

»Incluso los niños pequeños de los ho-don saben estas cosas, mientras que el que afirma ser el hijo de Jad-ben-Otho no las conoce; y si esta prueba no es suficiente, hay más. Ven, waz-don —gritó, señalando a un esclavo alto que estaba de pie con un grupo de otros negros y sacerdotes en la planta baja del templo, a la izquierda del altar. El tipo se acercó con aire temeroso.

—Dinos lo que sabes de esta criatura —gritó Lu-don, señalando a Tarzán.

—Le he visto antes —dijo el waz-don—. Soy de la tribu de kor-ul-lul, y hace poco un grupo del que yo formaba parte se tropezó con unos cuantos guerreros del kor-ul-ja en la montaña que separa nuestras aldeas. Entre el enemigo se encontraba esta extraña criatura, a la que llamaban Tarzán: jadguru; y era en verdad terrible, pues peleó con la fuerza de muchos hombres de forma que fuimos necesarios veinte para dominarle. Pero él no peleaba como pelea un dios, y cuando un garrote le golpeó en la cabeza se desplomó inconsciente al suelo, como habría hecho cualquier mortal. Le llevamos a nuestra aldea como prisionero pero se escapó después de cortarle la cabeza al guerrero que dejamos para vigilarle, se la llevó a la garganta y la ató a la rama de un árbol del otro lado.

—¡La palabra de un esclavo contra la de un dios! —exclamó Ja-don, que antes había demostrado un interés amistoso por el presunto hijo de dios.

—Sólo es un paso en el progreso hacia la verdad —intervino Lu-don—. Posiblemente la evidencia de la única princesa de la casa de Ko-tan tendrá mayor peso con el gran jefe del norte, aunque el padre de un hombre que rechazó la sagrada oferta del sacerdocio tal vez no reciba con buenos oídos cualquier testimonio contra otro blasfemo.

La mano de Ja-don saltó a su cuchillo, pero los guerreros que estaban a su lado le detuvieron cogiéndole los brazos.

—Te hallas en el templo de Jad-ben-Otho —le advirtieron, y el gran jefe se vio a obligado a tragarse la afrenta de Lu-don aunque le dejó en el corazón un odio amargo hacia el sumo sacerdote.

Y ahora Ko-tan se volvió a Lu-don.

—¿Qué sabe mi hija de este asunto? —preguntó—. No traerás a una princesa de mi casa a testificar en público, ¿verdad?

—No —respondió Lu-don—, no en persona, pero tengo a alguien que testificará por ella. —Hizo una seña a otro segundo sacerdote—. Trae a la esclava de la princesa —dijo.

El sacerdote, cuyo grotesco tocado añadía un toque horrible a la escena, avanzó unos pasos arrastrando a la reacia Pan-at-lee sujetándola por la muñeca.

—La princesa O-lo-a se hallaba sola en el Jardín Prohibido con esta esclava —explicó el sacerdote—, cuando de pronto apareció de entre el follaje cercano esta criatura que afirma ser el Dor-ul-Otho. Cuando la esclava le vio la princesa dice que lanzó una exclamación de sorprendido reconocimiento y llamó a la criatura por su nombre, Tarzán-jad-guru, el mismo que el esclavo de Kor-ul-lul le ha dado. Esta mujer no es de los kor-ul-lul sino de los kor-ul-ja, la tribu misma con la que el kor-ul-lul dice que la criatura se encontraba cuando le vio por primera vez. Y la princesa dice que cuando esta mujer, que se llama Pan-at-lee, le fue traída ayer, contó una extraña historia de que había sido rescatada de un tor-o-don por una criatura semejante a ésta, a quien llamó Tarzán-jad-guru; que los dos fueron perseguidos en la parte inferior de la garganta por dos monstruosos
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, y que el hombre les ahuyentó mientras Pan-at-lee escapaba, sólo para ser hecha prisionera en el Kor-ul-lul cuando pretendía regresar a su tribu. ¿No está claro ahora —preguntó Lu-don con voz potente— que esta criatura no es ningún dios? ¿Te dijo a ti que era el hijo de dios? —casi gritó Lu-don, volviéndose de pronto a Pan-at-lee.

La muchacha se encogió aterrorizada.

—¡Respóndeme, esclava! —le urgió el sumo sacerdote.

—Parecía más que mortal —aventuró Pan-at-lee.

—¿Te dijo que era el hijo de dios? Responde esta pregunta —insistió Lu-don.

—No —admitió ella en voz baja, lanzando una mirada suplicante de perdón a Tarzán, quien esbozó una sonrisa de ánimo y amistad.

—Eso no demuestra que no sea el hijo de dios —protestó Ja-don—. No creo que Jad-ben-Otho vaya por ahí gritando: «¡Soy dios!, ¡Soy dios!». ¿Alguna vez le has oído, Lu-don? No. ¿Por qué haría su hijo lo que el padre no hace?

—Basta —exclamó Lu-don—. La evidencia es clara. Esta criatura es un impostor y yo, el sumo sacerdote de Jad-ben-Otho en la ciudad de A-lur, le condeno a morir. —Hubo un momento de silencio que Lu-don evidentemente pretendía que produjera un efecto dramático—. Y si estoy equivocado, que Jad-ben-Otho traspase mi corazón con su rayo ahora mismo, delante de todos vosotros.

En el absoluto silencio que siguió se oyeron claramente las pequeñas olas del lago al romper al pie del palacio. Lu-don permaneció con el rostro vuelto hacia los cielos y los brazos extendidos en la actitud de quien desnuda su pecho para recibir la daga de un verdugo. Los guerreros, los sacerdotes y los esclavos reunidos en el sagrado recinto aguardaban la consumación de la venganza de su dios.

Fue Tarzán el que rompió el silencio.

—Tu dios no te hace ningún caso, Lu-don —se burló, con una sonrisa destinada a despertar más ira en el sumo sacerdote—, no te hace caso y yo puedo demostrarlo ante los ojos de tus sacerdotes y de tu gente.

—¡Demuéstralo, blasfemo! ¿Cómo vas a demostrarlo?

—Me has llamado blasfemo —replicó Tarzán—, has demostrado a tu satisfacción que soy un impostor, que yo, un corriente mortal, he fingido ser el hijo de dios. Pide pues que Jad-ben-Otho confirme su carácter divino y la dignidad de su sacerdocio dirigiendo sus fuegos consumidores a través de mi propio pecho.

De nuevo siguió un breve silencio mientras los espectadores esperaban a que Lu-don consumara así la destrucción de su presunto impostor.

—No te atreverás —se mofó Tarzán—, pues sabes que yo caería muerto en el mismo instante que tú.

—Mientes —gritó Lu-don—, y lo haría si no hubiera recibido un mensaje de Jad-ben-Otho ordenando que tu destino sea diferente.

Se levantó un coro de exclamaciones de alivio de los sacerdotes. Ko-tan y sus guerreros se hallaban en un estado de confusión mental. En secreto detestaban y temían a Lu-don, pero tan grabado en ellos estaba su sentido de la reverencia hacia el cargo del sumo sacerdote, que ninguno se atrevió a alzar la voz contra él.

¿Ninguno? Bueno, estaba Ja-don, que no temía al viejo hombre-león del norte.

—La propuesta ha sido justa —gritó—. Invoco a los rayos de Jad-ben-Otho sobre este hombre si nos convences de su culpabilidad.

—Ya basta —espetó Lu-don—. ¿Desde cuándo Ja-don ha sido nombrado sumo sacerdote? Coged al prisionero —ordenó a los sacerdotes y guerreros— y mañana moriré del modo en que Jad-ben-Otho desee.

No se produjo ningún movimiento inmediato por parte de ninguno de los guerreros para obedecer la orden del sumo sacerdote, pero los segundos sacerdotes, por el contrario, imbuidos del valor que da el fanatismo, se adelantaron ansiosos como un rebaño de horribles arpías para capturar a su presa.

El juego había terminado. Que Tarzán supiera, ni la astucia ni la diplomacia podían usurpar ya las funciones de las armas de defensa que él más amaba. El primer sacerdote que saltó a la plataforma no fue recibido por un blando embajador del cielo, sino por una bestia feroz cuyo temperamento sabía más a infierno.

El altar se hallaba cerca de la pared occidental del recinto. Había el espacio justo entre los dos para que el sumo sacerdote estuviera de pie durante la realización de las ceremonias del sacrificio y sólo Lu-don estaba allí ahora, detrás de Tarzán, mientras ante él había quizás un centenar de guerreros y sacerdotes.

El presuntuoso que habría gozado de la gloria de ser el primero en poner sus manos sobre el blasfemo impostor se precipitó hacia adelante con la mano extendida para agarrar al hombre-mono. En lugar de ello fue él quien resultó agarrado; agarrado por unos dedos de acero que le retorcieron como si fuera un muñeco de paja, le cogieron por una pierna y las correas de la espalda y le alzaron con brazos gigantescos por encima del altar. Pisándole los talones había otros dispuestos a coger al hombre-mono y arrastrarle abajo, y detrás del altar se encontraba Lu-don con el cuchillo a punto avanzando hacia él.

No había instante que perder; no era costumbre del hombre-mono perder preciosos momentos en la incertidumbre de una decisión tardía. Antes de que Lu-don o cualquier otro pudiera adivinar lo que el condenado tenía en mente, Tarzán, con toda la fuerza de sus grandes músculos, arrojó el vociferante hierofante a la cara del sumo sacerdote, y, como si las dos acciones fueran una, de tan deprisa como se movió, saltó encima del altar y desde allí a un agarradero en la cima del muro del templo. Cuando puso el pie allí se volvió y contempló a los que estaban abajo. Por un momento se quedó en silencio y luego habló.

—¿Quién se atreve a creer —gritó— que Jad-ben-Otho abandonaría a su hijo? —Y entonces se alejó de su vista saltando al otro lado.

Hubo al menos dos en el recinto cuyo corazón dio un vuelco de involuntario júbilo por el éxito de la maniobra del hombre-mono, y uno de ellos sonrió abiertamente. Éste era Ja-don, y el otro, Pan-at-lee.

El cráneo del sacerdote que Tarzán había arrojado a la cabeza de Lu-don había sido lanzado contra la pared del templo mientras el propio sumo sacerdote escapaba sólo con unos rasguños, sostenido en su caída al duro pavimento. Rápidamente se puso en pie y miró alrededor con miedo, con terror y por último con perplejidad, pues no había presenciado la huida del hombre-mono.

Atrapadle —gritó—, atrapad al blasfemo —y siguió mirando alrededor en busca de su víctima con una expresión tan ridícula de desconcierto que más de un guerrero tuvo que disimular la sonrisa detrás de la palma de la mano.

Los sacerdotes salían con gran precipitación, exhortando a los guerreros a perseguir al fugitivo, pero éstos ahora aguardaban impasibles la orden de su rey o sumo sacerdote. Ko-tan, más o menos secretamente complacido por la confusión de Lu-don, esperó a que este personaje diera las órdenes necesarias, lo que hizo cuando uno de sus acólitos le explicó, excitado, el modo en que Tarzán había escapado. Al instante impartió las órdenes necesarias y sacerdotes y guerreros buscaron la salida del templo para perseguir al hombre-mono. Las palabras que había pronunciado al partir, vociferadas desde la cima de la muralla del templo, no lograron convencer a la mayoría de que Lu-don no había demostrado que sus afirmaciones eran falsas, pero en el corazón de los guerreros había admiración por un hombre valiente y en muchos la misma poco santa gratificación que había nacido en el de su gobernante, para incomodidad de Lu-don.

Un minucioso registro del recinto del templo no reveló indicio alguno de la presa. Los pasos secretos de las cámaras subterráneas, que sólo conocían los sacerdotes, fueron registrados por éstos mientras los guerreros se repartían por el palacio y los jardines fuera del templo. Fueron enviados rápidos corredores a la ciudad para avisar a la gente que estuviera alerta por si veían a Tarzán. La historia de su impostura y de su huida y los cuentos que los esclavos waz-don habían llevado a la ciudad referentes a él pronto se difundieron por todo A-lur, y antes de una hora las mujeres y los niños se escondían tras puertas barradas, mientras los guerreros recorrían las calles con aprensión esperando ser atacados en cualquier momento por un feroz demonio que, con sus solas manos, había luchado con enormes
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y cuyo pasatiempo más ligero consistía en desgarrar hombres miembro a miembro.

CAPÍTULO XII

EL GIGANTESCO EXTRANJERO

M
IENTRAS los guerreros y los sacerdotes de A-lur registraban el templo, el palacio y la ciudad para encontrar al desaparecido hombre-mono, un extranjero desnudo con un Enfield a la espalda entró en la punta del Kor-ul-ja por el escarpardo sendero procedente de las montañas. Avanzaba en silencio hacia la parte inferior de la garganta, y allí donde el antiguo sendero discurría más nivelado siguió su camino con fáciles zancadas, aunque siempre atento a posibles peligros. Una suave brisa descendía de las montañas a su espalda, de modo que sólo sus oídos y sus ojos le resultaban valiosos para descubrir la presencia de peligro al frente. El sendero seguía la orilla del sinuoso arroyo de la parte inferior de la garganta, pero en algunos lugares donde las aguas se derramaban por un escarpado saliente el sendero daba un rodeo por el costado de la garganta y volvía a serpentear entre rocosas protuberancias, y después, al rodear el saliente de un risco, el extraño se encontró cara a cara con uno que ascendía la garganta.

Separados por un centenar de pasos, los dos se detuvieron simultáneamente. Ante él el extranjero vio a un alto guerrero blanco, desnudo salvo por un taparrabo, correas cruzadas y un cinto. El hombre iba armado con un grueso garrote nudoso y un cuchillo corto, este último colgándole envainado junto a la cadera izquierda desde el extremo de una de sus correas cruzadas, mientras la correa opuesta soportaba una bolsa de cuero a la derecha. Era Ta-den, que cazaba solo en la garganta de su amigo, el jefe Kor-ul-ja. Contempló al extranjero con sorpresa pero sin admiración, pues reconoció en él a un miembro de la raza de Tarzán, y gracias a su amistad con el hombre-mono miró al recién llegado sin hostilidad.

Este último fue el primero en mostrar sus intenciones, levantando la palma hacia Ta-den en ese gesto que es símbolo de la paz de polo a polo, desde que el hombre dejó de andar sobre sus nudillos. Al mismo tiempo, avanzó unos pasos y se detuvo.

Ta-den, suponiendo que uno que se asemejaba tanto a Tarzán
el Terrible
debía de ser un compañero de tribu de su amigo perdido, estuvo más que contento de aceptar este ofrecimiento de paz, cuya señal devolvió mientras ascendía el sendero hasta donde el otro estaba.

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